La muralla rusa. Hèlène Carrere D'Encausse

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La muralla rusa - Hèlène Carrere D'Encausse


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de la respuesta imaginada en Versalles. El proyecto de derrocar a la pareja Brunswick y poner en el trono a la hija de Pedro el Grande se ha impuesto. La Chétardie, devenido su íntimo, asegura que ella es muy francófila y que este es el mejor medio de poner fin a la arrogancia de Rusia.

      El complot fue sencillo de organizar. Los Brunswick son odiados, el equipo alemán no lo es menos y el país ha vuelto los ojos a la hija de Pedro el Grande. Además, Isabel se ha asegurado el apoyo del ejército, visitando los cuarteles, conversando con oficiales y soldados, se ha ganado muchos partidarios por su sencillez y su comportamiento cordial. Ciertamente, ella no tiene partido, pero tiene amigos, y sobre todo un médico de origen hanoveriano, Lestocq. Viendo que Isabel carecía de apoyos y dinero, él ha informado a La Chétardie que a su vez alertó a Versalles.

      Pero la continuación fue a veces más complicada de poner en práctica. Suecia, favorable al proyecto, prometió su apoyo, pero pidió a cambio que Isabel se comprometiera a devolverle, una vez instalada en el trono, una parte de las provincias de orillas del Báltico conquistadas por Pedro el Grande. Francia apoyaba esta demanda. Fiel al recuerdo de su padre y comprometida con los intereses de su país, Isabel rechazó suscribir esta exigencia. Incluso se negó a dirigir por escrito una petición de ayuda al rey de Suecia como se le pedía, temiendo ser acusada de colusión con un país enemigo de siempre de Rusia. Se pueden comprender sus temores. Ella conocía la amenaza que pesaba sobre ella, el castigo tradicional aplicado a las princesas rebeldes o repudiadas, el convento de por vida. Isabel sabía que, si la regente descubría la conjura en curso, no dudaría en recurrir a eso y decidiría enclaustrarla para siempre. La Chétardie que la apremiaba a ceder a las exigencias suecas, agitaba también esta amenaza para convencerla de seguir sus consejos. En vano.

      Los rumores de complot se iban extendiendo; los representantes austriacos e ingleses los hicieron llegar a la regente que convocó a Isabel. Un gran momento de hipocresía marcó el encuentro de las dos mujeres que se juraron mutuamente no tener ningún proyecto hostil a la otra. Pero ninguna de ellas se engañaba. La regente sabía que el tiempo apremiaba, que debía desembarazarse de Isabel cuanto antes para privar al complot de su razón de ser, e Isabel era consciente de ello. Todo se jugó en la noche del 24 al 25 de noviembre. Los ruidos de botas suecos en la frontera hacían suponer el envío de tropas, y en primer lugar la Guardia, contra ellos. Si la Guardia dejaba la capital, el golpe de Estado quedaría comprometido. Esa noche, pues, Isabel se dirigió al cuartel del regimiento Preobajenski, del que se había puesto el uniforme y, dirigiéndose a los guardias, proclamó: «¡Vosotros sabéis de quién soy hija!». Esta llamada bastó para levantar una tropa numerosa que la siguió al Palacio imperial. Rodeada de su tropa, sorprendió a la regente y su esposo acostados, los sacó de la cama y los hizo llevar con sus dos hijos en un trineo a un lugar secreto donde fueron puestos bajo buena guardia.

      [1] Iván de Brunswick, quien será el zar Iván VI.

      3.

      Isabel I. Una elección francesa

      Por otro manifiesto fechado el 28 de noviembre, la emperatriz Ana había expuesto a su pueblo que, habiendo renunciado al matrimonio y a la maternidad, designaba como sucesor al hijo de su hermana mayor, Pedro de Holstein-Gottorp, recuperando así un deseo de Catalina I que, en un primer momento, había pensado transmitir el trono al nieto de Pedro el Grande.

      Al comprometerse en el complot, Isabel había jurado no derramar sangre. Ahora se planteaba una cuestión apremiante, ¿qué suerte reservar a Iván VI? La Chétardie le había repetido muchas veces que mientras viviese este príncipe su corona estaría en peligro; ella debía suprimir todo rastro de su existencia. Isabel se negó a eso. Después de un tiempo de andanzas por diversos lugares alejados de la capital, será finalmente encerrado en la fortaleza de Schlüsselburg donde, como un fantasma, hará pesar una amenaza constante sobre las dos soberanas que se sucederán en el trono. En la noche que siguió al golpe de Estado, una comisión se encargó de decidir la suerte de los ministros. Se pronunció con un rigor extremado. Osterman fue condenado a la rueda, Münnich a ser descuartizado, otros a la decapitación. Magnánima, Isabel conmutó todas las penas por el exilio perpetuo.

      Para algunos historiadores, este golpe de Estado fue obra de La Chétardie, o al menos la culminación de una conjura propiamente francesa. Este juicio se apoya sobre un hecho, el comportamiento de La Chétardie en los primeros tiempos del reinado, muy seguro de sí, arrogante, sugiriendo que él era el único o el primer consejero de la emperatriz. Pero en poco tiempo, este estatuto cambió con la aparición al lado de la emperatriz de un gran ministro, Bestujev. Alexis Bestujev Riumine, a quien la emperatriz colmó de beneficios (le confirió la orden de San Andrés y los títulos de vicecanciller y de conde), iba a reponer en honor la política tradicional de Rusia.

      Desde que fue nombrado, Bestujev afirmó su voluntad de proseguir la obra de Pedro el Grande y de inscribirse en su continuidad. Y enseguida esta ambición chocó con los intereses franceses.

      El primer problema al que Bestujev tuvo que hacer frente fue la guerra con Suecia que Versalles había alentado. El mismo día en que Isabel subía al trono, La Chétardie, quizá a petición de ella, había obtenido de los suecos una tregua provisional en los combates. Su ministro desaprobó su gestión, pues, aunque se alegraban en Versalles del cambio de soberano en Rusia, no se podía olvidar al aliado sueco, y se esperaba que el golpe de Estado traería consigo una cierta desorganización que favoreciera su situación militar. No hubo nada de eso. Los combates recomenzaron después de la tregua negociada por La Chétardie, los suecos se encontraron en dificultad, y Francia propuso su mediación. Las conversaciones se iniciaron en Petersburgo en marzo de 1742. A pesar de los reveses sufridos, los suecos exigían, apoyados por Francia, recibir en compensación Vyborg y su región. Bestujev, furioso, esgrimió el Tratado de Nystad, afirmando que Rusia no prescindirá de él nunca. Desde el comienzo del reinado se produjo una doble desilusión, para Versalles y Petersburgo. Francia había deseado desde tiempo atrás un golpe de Estado, pero no por eso la visión del rey y de Fleury había cambiado. Rusia era un país bárbaro y debía seguir siéndolo. Cualquiera fuese el soberano, Rusia no sería nunca un aliado. Mientras que Suecia era y seguía siendo un pilar de un sistema de alianzas. Como Rusia dominaba a Suecia, había que recurrir a los medios tradicionales de aliviar al aliado. Es decir, suscitar otros adversarios a Rusia. Dinamarca y la Puerta fueron elegidos por la diplomacia francesa para interpretar este papel. Y en Constantinopla, el marqués de Castellane se activó para convencer a la Puerta de intervenir militarmente contra Rusia. Aunque no lo consiguió, obtuvo al menos del poder otomano una ayuda financiera para Suecia.

      A pesar de los esfuerzos franceses, Suecia se hundía. Las tropas rusas habían ocupado toda Finlandia y tuvo que capitular. El congreso de la paz reunido en Abo preparó el tratado que se firmaría en 1743. Suecia

      abandonó todas sus pretensiones. Rusia obtuvo una parte de Finlandia. Francia, apartada de la negociación, no había podido defender a su aliada. Las relaciones entre Versalles y Petersburgo no mejoraron. La Chétardie, que había terminado por exasperar a Isabel, aunque Versalles le consideraba demasiado atento a los intereses rusos, será llamado y reemplazado por Luis d’Alion. Aunque la partida de La Chétardie alegró a Bestujev, este ignoraba que era en realidad una falsa salida y que, ese que él tenía por un enemigo declarado, iba a reaparecer algunos meses más tarde con la intención de vengarse de él.

      Conseguida la paz, Bestujev tenía por fin las manos libres para hacer prevalecer sus planes. En primer lugar, le preocupaba el aumento de poder de Prusia que pretendía frenar. Por el contrario, Inglaterra era a sus ojos un socio con el que Rusia podría entenderse para mantener un equilibrio en Europa e impedir las ambiciones excesivas de cualquier otra potencia. Al final, sus simpatías iban para Austria. Tal era la visión que propondría a la emperatriz e importaba hacerlo rápidamente, pues la guerra de sucesión de


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