Sherlock Holmes: La colección completa. Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa - Arthur Conan Doyle


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poco que hacer, para cuidar encima de él! —repuso el policía en tono ofendido—. Estese tranquilo: habrá sabido volver solito a su casa.

      —¿Cómo iba vestido?

      —Con un abrigo marrón.

      —¿Sostenía un látigo en la mano?

      —¿Un látigo? No...

      —No lo llevaba consigo esta segunda vez... —murmuró mi compañero—. ¿Oyó usted o pudo ver al cabo de un rato, un coche de caballos?

      —No.

      —Ea, es dueño usted de medio soberano —dijo mi compañero, poniéndose en pie y recogiendo su sombrero—. Temo, Rance, que no le aguarda un futuro brillante en el Cuerpo. La cabeza de usted no debiera ser sólo de adorno. Pudo haber ganado ayer noche los galones de sargento. El hombre que sostuvo en sus brazos encierra la solución de este misterio, y constituye el principal objeto de nuestras pesquisas. No es momento de que demos más vueltas al asunto... Confórmese con mi palabra. Andando, doctor...

      Enfilamos el camino de vuelta al coche, dejando a nuestro informador indeciso entre la incredulidad y la pena.

      —¡Valiente idiota! ¡Pensar que ha desperdiciado una de esas oportunidades que sólo se presentan una vez en un millón!

      —Yo estoy aún a oscuras. La descripción del hombre coincide con sus presunciones acerca del segundo actor de este drama, pero... ¿por qué hubo de volver a la casa? No suelen conducirse así los criminales.

      —El anillo, amigo mío, el anillo; he ahí la causa de su retorno. Si no se nos presenta otro medio de echar el lazo al criminal, podemos aún probar suerte con el anillo. Voy a atraparlo, doctor; le apuesto a usted dos a uno que no se me va de las manos. Por cierto, gracias. A no ser por su insistencia, me habría perdido el caso más bonito de todos cuantos se me han presentado. Podríamos llamarlo estudio en escarlata... ¿Por qué no emplear por una vez una jerga pintoresca? Existe una roja hebra criminal en la madeja incolora de la vida, y nuestra misión consiste en desenredarla, aislarla, y poner al descubierto sus más insignificantes sinuosidades. Ahora a comer, y después a oír a Norman Neruda. Maneja el dedo y pulsa la cuerda de modo admirable... ¿Cuál esa melodía de Chopin que interpreta tan maravillosamente? Tra-lala-Lara-lira-lei.

      Y el sabueso amateur, recostado en su asiento, siguió lanzando trinos, en tanto meditaba yo sobre los arcanos del alma humana.

      5. Nuestro anuncio atrae a un visitante

      Con el excesivo ajetreo de la jornada se resintió mi no fuerte salud, y por la tarde estaba agotado. Después que Holmes hubo partido al concierto, busqué el sofá para descabezar allí dos horas de sueño. Vano intento. Tras todo lo ocurrido, no cesaban de cruzar por mi agitada imaginación las más insólitas conjeturas y fantasías. Apenas cerrados los ojos veía delante de mí el descompuesto semblante, la traza simiesca del hombre asesinado. Tan sobrecogedora era la impresión suscitada por ese rostro que, aun sin quererlo, sentía un impulso de gratitud hacia la mano anónima que había obrado su extrañamiento de este mundo. Nunca se ha plasmado el vicio con elocuencia tan repugnante como la manifestada por las facciones de Enoch J. Drebber, avecindado en Cleveland. Naturalmente, no desconocía que la ley tiene también sus imperativos y que la depravación de la víctima no constituye motivo de disculpa para el criminal.

      Cuanto más cavilaba sobre lo acontecido, tanto más extraordinaria se me volvía la hipótesis de mi compañero acerca de una muerte por envenenamiento. Recordaba ahora su gesto de aplicar la nariz a los labios del interfecto, y no dudaba en atribuirlo a alguna razón de peso. Pero descartado el veneno, ¿a qué causa remitirse, si no se apreciaban heridas ni huellas de estrangulamiento? Y además, ¿a quién demonios pertenecía la sangre, profusamente esparcida por el suelo? No existían señales de lucha, ni se había encontrado junto al cuerpo ningún arma de que pudiera servirse el agredido para atacar a su ofensor. ¡Duro trabajo el de conciliar el sueño, para Holmes no menos que para mí, en medio de tanto interrogante sin respuesta! Sólo de una secreta y satisfactoria explicación de los hechos, una explicación que aún no se me alcanzaba, podía dimanar, según me lo parecía a mí entonces, la serena y segura actitud de Holmes.

      Éste volvió tarde, mucho más de lo que el concierto exigía. La cena estaba ya servida.

      —¡Soberbio recital! —comentó mientras tomaba asiento—. ¿Recuerda usted lo que Darwin ha dicho acerca de la música? En su opinión, la facultad de producir y apreciar una armonía data en la raza humana de mayor antigüedad que el uso del lenguaje. Acaso sea ésta la causa de que influya en nosotros de forma tan sutil. Perviven en nuestras almas recuerdos borrosos de aquellos siglos en que el mundo se hallaba aún en su niñez...

      —No me parece la idea muy estricta —apunté.

      —Las ideas sobre la naturaleza han de ser tan holgadas como la naturaleza misma. ¿Cómo podría de otra manera ser ésta interpretada? A propósito —prosiguió—, su aspecto no es el de siempre. Se conoce que el asunto de Brixton Road le tiene a usted trastornado.

      —No voy a decirle que no —repuse—. Y el caso es que con la experiencia de Afganistán debiera haberme curtido un poco. He visto a camaradas hechos picadillo en Maiwand sin conmoverme de este modo.

      —Me hago cargo. Este asunto está envuelto en un misterio que estimula la imaginación; sin la imaginación no existe el miedo. ¿Ha leído usted el periódico de esta tarde?

      —No.

      —Rinde cumplida cuenta de lo sucedido, quitando que, al ser aupado el cuerpo, rodó un anillo de compromiso por el suelo. No es inoportuno el olvido.

      —Explíqueme eso.

      —Eche un vistazo a este anuncio —repuso—. He enviado por la mañana uno idéntico a cada periódico, inmediatamente después de ocurrida la cosa.

      Me hizo llegar el periódico desde el otro lado de la mesa, y yo busqué con los ojos el lugar señalado. Ocupaba el mensaje la cabeza de la columna destinada a «Hallazgos».

      «Esta mañana», decía, «ha sido encontrado un anillo de compromiso, en oro de ley, en el tramo de Brixton Road comprendido entre la taberna de "El Ciervo Blanco" y Holand Grove. Dirigirse al Doctor Watson, 221 B, Baker Street, de ocho a nueve de la noche.»

      —Disculpe que haya utilizado su nombre —prosiguió—, pero el mío habría sido visto por alguno de estos badulaques, siempre prontos a meter las narices donde no les llaman.

      —Eso no importa —repuse—. Importa más que no tengo el anillo.

      —¡Claro que lo tiene! —exclamó, entregándome uno—. Para el caso es lo mismo, casi un facsímil.

      —¿Y quién cree usted que contestará al anuncio?

      —Naturalmente el tipo de abrigo marrón, nuestro amigo de rostro congestionado y botas con puntera cuadrada. Si no se presenta él personalmente, enviará a un cómplice.

      —¿No se le antoja la maniobra demasiado peligrosa?

      —En absoluto. Si estoy en lo cierto, y todo indica que tal es el caso, el hombre que nos preocupa sacrificaría cualquier cosa por no perder el anillo. Sospecho que se le cayó al suelo cuando se inclinaba sobre el cadáver, y que al pronto no lo echó en falta. Después de abandonar la casa y descubrir su pérdida, dio presurosa marcha atrás, pero la Policía había sido atraída ya a causa de la vela, que tontamente había dejado encendida. Se fingió borracho para despejar las sospechas acaso despertadas por su presencia en la cancela. Ahora, póngase en el pellejo de nuestro personaje. Revisando el caso, le habrá dado por pensar que el extravío ha podido producirse en la calle, fuera ya de la casa. ¿Qué hacer entonces? Sin duda ha consultado afanosamente los periódicos de la tarde, en la esperanza de hallar razón del objeto perdido. Mi anuncio no ha podido escapar a su atención. Estará ahora felicitándose de su suerte. ¿Por qué recelar una trampa? Desde su punto de vista, ninguna relación puede establecerse entre el hallazgo del anillo y el asesinato.


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