Sherlock Holmes: La colección completa. Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa - Arthur Conan Doyle


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de papeles pintados, de nombre Keswick, y que ninguna persona apellidada Sawyer o Dennis había sido vista en el referido inmueble.

      —¿Pretende usted decirme —repuse asombrado—, que esa vieja y vacilante anciana ha sido capaz de saltar del coche en marcha sin que usted o el piloto se apercibieran de ello?

      —¡Dios confunda a la vieja! —dijo con mucho énfasis Sherlock Holmes—. ¡Viejas nosotros, y viejas burladas! ¡Ha debido tratarse de un hombre joven y vigoroso, amén de excelente actor! Su caracterización ha sido inmejorable. Observó sin duda que estaba siendo perseguido, y se las compuso para darme esquinazo. Ello demuestra que el sujeto tras el cual nos afanamos no se halla tan desasistido como yo pensaba, y que cuenta con amigos dispuestos a jugarse algo por él. Bueno, doctor, parece usted agotado... Siga mi consejo y acuéstese.

      Me encontraba en verdad al límite de mis fuerzas, de modo que di por buena aquella invitación. Dejé a Holmes sentado frente al fuego en brasas, y, muy entrada ya la noche, pude oír los suaves y melancólicos gemidos de su violín, señal de que se hallaba el músico meditando sobre el extraño problema pendiente todavía de explicación.

      6. Tobías Gregson en acción

      Al día siguiente sólo tenía la prensa palabras para «El misterio de Brixton», según fue bautizado aquel suceso. Tras hacer una detallada relación de lo ocurrido, algún periódico le dedicaba además el artículo de fondo. Vine así al conocimiento de puntos para mí inéditos. Conservo todavía en mi libro de recortes numerosos extractos y fragmentos relativos al caso. He aquí una muestra de ellos:

      El Daily Telegraph señalaba que en la historia del crimen difícilmente podría hallarse un episodio rodeado de circunstancias más desconcertantes. El nombre alemán de la víctima, la ausencia de móviles, y la siniestra inscripción sobre el muro, apuntaban conjuntamente hacia un ajuste de cuentas entre refugiados políticos o elementos revolucionarios. Los socialistas tenían varias ramificaciones en América, y el interfecto había violado sin duda las reglas tácitas del juego, siendo por ese motivo rastreado hasta Londres. Tras traer un tanto extemporáneamente a colación a la Vehmgericht, el aqua tofana, los Carbonari, a la marquesa de Brinvilliers, la teoría darwiniana, los principios de Malthus, y el asesinato de la carretera de Ratcliff, el autor del artículo remataba su perorata con una admonición al gobierno y la recomendación de que los extranjeros residentes en Inglaterra fuesen vigilados más de cerca.

      Al Standard todo se le volvía decir que esta clase de crímenes tendían a cundir bajo los gobiernos liberales. Estaba su causa en el soliviantamiento de las masas y la consiguiente debilitación de la autoridad. El finado era de hecho un caballero americano que llevaba residiendo algunas semanas en la metrópoli. Se había alojado en la pensión de madame Charpentier, en Torquay Terrace, Camberwell. El señor Joseph Stangerson, su secretario particular, le acompañaba en sus viajes. El martes día 4 habían partido los dos hacia Euston Station con el manifiesto propósito de coger el expreso de Liverpool. No existían dudas sobre su presencia conjunta en uno de los andenes de la estación. Aquí se extraviaba el rastro de ambos caballeros hasta el ya referido hallazgo del cadáver del señor Drebber en la casa vacía de Brixton Road, a muchas millas de distancia de Euston. Cómo pudo la víctima alcanzar el escenario del crimen y hallar la muerte, eran interrogantes aún abiertos. Acerca del paradero del señor Stangerson no se sabía absolutamente nada. Por fortuna incumbía al señor Lestrade y al señor Gregson, de Scotland Yard, la investigación del caso, sobre cuyo esclarecimiento, dada la conocida pericia de ambos inspectores, cabría esperar pronto noticias.

      Según el Daily News, el crimen no podía ser sino político. El ejercicio despótico del poder y el odio al liberalismo, propios de los gobiernos continentales, arrojaban hacia nuestras costas a muchos hombres que acaso fueran excelentes ciudadanos a no hallarse su espíritu estragado por el recuerdo de los padecimientos sufridos. Entre estas gentes regía un puntilloso código de honor cuyo incumplimiento se castigaba con la muerte. No debía excusarse ningún esfuerzo en la búsqueda del secretario, Stangerson, ni en la investigación de algunos puntos concernientes a los hábitos de vida del interfecto. De gran importancia resultaba sin duda el descubrimiento de la casa donde éste se había hospedado, hazaña imputable enteramente a la perspicacia y energía del señor Gregson, de Scotland Yard.

      Sherlock Holmes y yo repasamos estas noticias durante el desayuno, con gran regocijo por parte de mi amigo.

      —Ya le dije que, independientemente de cómo discurriera esta historia, los laureles serían al foral para Gregson y Lestrade.

      —Según qué visos tome la cosa.

      —¡Da lo mismo, bendito de Dios! Si nuestro hombre resulta atrapado, lo habrá sido en razón de sus esfuerzos; si por el contrario escapa, lo hará pese a ellos. Ocurra una cosa o la opuesta, llevan las de ganar... Un sot trouve toujours un plus sot qui l'admire.

      —¿Qué demonios sucede? —exclamé yo, pues se había producido de pronto, en el vestíbulo primero y después en las escaleras, un gran estrépito de pasos, acompañados de audibles muestras de disgusto por parte del ama de llaves.

      —Va usted a conocer el ejército de policías que tengo a mi servicio en Baker Street —repuso gravemente mi compañero, y en ese momento se precipitaron en la habitación media docena de los más costrosos pilluelos que nunca haya acertado a ver.

      —¡Fiiirmés! —gritó Holmes con bronca voz, y los seis perdidos se alinearon enhiestos y horribles como seis esfinges de quincallería.

      —De aquí en adelante —prosiguió Holmes—, será Wiggins quien suba a darme el parte, y vosotros os quedaréis abajo. ¿Ha habido suerte, Wiggins?

      —No, patrón, todavía no —dijo uno de los jóvenes.

      —En verdad, no esperaba otra cosa. Sin embargo, perseverad. Aquí tenéis vuestro jornal.

      Dio a cada uno un chelín.

      —Largo, y no se os ocurra volver la próxima vez sin alguna noticia.

      Agitó la mano, y los seis chicos se precipitaron como ratas escaleras abajo. Un instante después, la calle resonaba con sus agudos chillidos.

      —Cunde más uno de estos piojosos que doce hombres de la fuerza regular —observó Holmes—. Basta que un funcionario parezca serlo, para que la gente se llene de reserva. Por el contrario, mis peones tienen acceso a cualquier sitio, y no hay palabra o consigna que no oigan. Son además vivos como ardillas; perfectos policías a poco que uno dirija sus acciones.

      —¿Les ha puesto usted a trabajar en el asunto de la calle Brixton? —pregunté.

      —Sí: hay un punto que me urge dilucidar. No es sino cuestión de tiempo. ¡Ahora prepárese a recibir nuevas noticias, probablemente con su poco de veneno, porque ahí viene Gregson más hueco que un pavo! Imagino que se dirige a nuestro portal. Sí, acaba de detenerse. ¡En efecto, tenemos visita!

      Se oyó un violento campanillazo y un instante después las zancadas del rubicundo detective, quien salvando los escalones de tres en tres, se plantó de sopetón en la sala.

      —Querido colega, ¡felicíteme! —gritó sacudiendo la mano inerte de Holmes—. He dejado el asunto tan claro como el día.

      Me pareció como si una sombra de inquietud cruzara por el expresivo rostro de mi compañero.

      —¿Quiere usted decirme que está en la verdadera pista?

      —¡Pista...! ¡Tenemos al pájaro en la jaula!

      —¿Cómo se llama?

      —Arthur Charpentier, alférez de la Armada Británica —exclamó pomposamente Gregson juntando sus mantecosas manos e inflando el pecho.

      Sherlock Holmes dejó escapar un suspiro de alivio, iluminado el semblante por una sonrisa.

      —Tome asiento, caramba, y saboree uno de estos puros —dijo—. Ardemos en curiosidad por saber cómo ha resuelto el caso. ¿Le apetecería un poco


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