Este morir a gotas. Arturo Pizá Malvido
Читать онлайн книгу.rel="nofollow" href="#ulink_0fac4eee-f001-564f-ac7e-3d8d3ab9fe63">3 Como la novela Fanny Hill; la cinta Deep Throat, a través de la narración ficticia que cuenta la historia de nuestra bien amada y recientemente finada Anita-Linda Lovelace; un mamón llamado Jodorowski como creador de la anomancia, o Alberto Moravia que fue el primero (¿?) en mencionar una verga con vida propia.
4 —¿Cómo quiere que me la meta a la boca si ni su nombre sé? —dijo por fin la ramerita—. Al instante se arrepintió de haber dicho semejante estupidez. “La educación se mama, hija mía”, le había escupido decenas de veces su abuelita, pero no sabía bien cómo aplicar la frase a esa situación en particular.
5 “Todo es verdad. He visto al Creador, aguijoneando su crueldad inútil, prender incendios en los que perecían ancianos y niños”. Nota: una verga que cita a Ducasse es una verga culta.
6 locutor: Semion Semionovich Golubchik, petrificado de emoción, inhala la exquisita nube aromática que Epifanía, minutos antes, suspendiera en el ambiente. Ella, mientras tanto, baja las piernas y estira su hermoso cuello de cisne. Su vista se detiene sobre la portentosa arma que la hiciera la pigmea más feliz del mundo. control: entra fanfarria.
7 Hay un hombre llamado Emeterio... Que por las noches visitaba el cementerio. Una noche aprovechando el asunto... Se fue y se cogió un difunto…
8 En 1995 ganó el premio Juan Rulfo por primera novela, mismo que no le fue entregado; también finalista en el mítico como desaparecido galardón la Sonrisa Vertical de Tusquets.
9 “Se hincó frente a la cincha, la gran culebra tuerta que a tantas pubertas había tratado de hipnotizar.”
10 “Con ambas manos sujetó la raíz del pene; seis de sus minúsculas palmas no hubieran sido suficientes para apresar semejante animal.”
11 “La presión de su recto había decapitado, de cuajo, el antes gozoso falo.”
1
¿Qué era lo que más le gustaba de la Enana? Quizá el hecho de que estaba en esa etapa intermedia de sensualidad aberrante que tanto gusta a los libertinos de pene retorcido: no niña… no mujer. Y no sólo eso, Epifanía —la Enana— era dueña de una personalidad frágil y encantadora. Pero seamos sinceros, a Semion Semionovich Golubchik, en ese momento de furor lúbrico, lo mismo le habría dado una pigmea que una basquetbolista acromegálica.
El departamento era en sí tristón. Poco había allí, nada que va-liera una descripción muy detallada. Una hielera repleta de cervezas, un aparato antiguo de radio, una silla de lámina en la que hacía mucho tiempo no se sentaba un jugador de dominó, una televisión descompuesta, una camita sin hacer, la cortina alguna vez blanca y dos cuerpos apolillados por el deseo, si es que tal cursilería es posible. Era —y es, todavía en pie— uno de esos cubos de cemento y varilla que vemos a diario por la ciudad cuando el esmog nos lo permite. El edificio aún existe, pero ya no lo habita nadie desde el golpe militar. En vez de hogares hay oficinas o pequeñas bodegas que guardan productos chinos sin permiso de importación.
Pero volvamos a la primera noche que la mujer pasó ahí. Él, sentado sobre la cama, con la cara enrojecida por el sol de una semana de vacaciones. Ella, de pie, desnuda y sucia, reconociendo el lugar con los ojos llorosos. Pertinente será decir que los dos olían a testículos de albañil en día de la Santa Cruz.
—Acércate y párale al llanto, me aburren los melodramas —dijo Semion Semionovich Golubchik en una más de sus imitaciones baratas de Arturo de Córdova.
La mujer se lamió las lágrimas en torno a los labios y obedeció: se hincó frente a la cincha, la gran culebra tuerta que a tantas pubertas había tratado de hipnotizar. Con la lengua de fuera, la niña siguió rítmicamente el movimiento ondulatorio del reptil; cerró los ojos y dudó por un tiempo, exactamente el que tardaría un tren en recorrer una distancia de 300 decámetros a una velocidad constante de 145 kilómetros por hora. Desconcertada, pareció haber perdido el apetito por completo.
—Vamos, mujer, no es la hora de preocuparse por el colesterol —apuró Semion Semionovich Golubchik.1
La Enana miró primero la boa, luego al impaciente dueño de la serpiente y luego otra vez a la boa. Por fin se atrevió a preguntar, ya sin llanto:
—¿Está seguro? ¿No es pecado?
Por respuesta obtuvo una sonora flatulencia. El aura hedienta no tardó mucho en llegar a su nariz. Epifanía aspiró de buena gana aquel agradable aroma. Con ambas manos sujetó la raíz del pene; seis de sus minúsculas palmas no hubieran sido suficientes para apresar semejante animal.
Vale repetir que la lili-putiense estaba descalza hasta el cuello y con marcas de aceite y grasa en partes muy señaladas de su ridículo cuerpo. Cualquier corruptor de pigmeas hubiera podido adivinar que Epifanía había pasado un día completo en la cajuela de un automóvil, junto a la llanta de refacción, la llave de cruz y otros objetos que se esconden en ese lugar.
—Esto es pecado, no me engañe —canturreó ella, ya sin mocos en los pulmones, cual niña perdida en un burlesque. Iba a añadir algo, pero la explicación de Semion Semionovich Golubchik la desarmó por completo.
—¡Qué va, si ésta es la verga de Diosito Santo!
Se acecharon; por segundos ese cruce de miradas se convirtió en complicidad escatológica, igual que cuando dos calzones cagados se examinan frente a frente. Ella se quedó en silencio, con la lengua de fuera, sin saber qué decir.
—¿Cómo quiere que me la meta a la boca si ni su nombre sé? —dijo por fin la ramerita. Al instante se arrepintió de haber dicho semejante estupidez. “La educación se mama, hija mía”, le había escupido decenas de veces su abuelita, pero no sabía bien cómo aplicar la frase a esa situación en particular.
—No tiene nombre ni apellido —explicó el hombre.
Frecuente es que las enanas pongan sobrenombres a los miembros de sus amados, ora Junior ora el diminutivo del hombre en turno; Epifanía no era la excepción. Ah, pero qué nombre más complicado se cargaba aquel tipo.
—La llamaremos, digamos, por qué no, Verga.
—¡Por el irritado clítoris de Fanny Hill, dile como quieras, pero trágatela ya! —dijo Semion Semionovich Golubchik, ya en el colmo de la urgencia.
Sin darle especial importancia al apuro de su acompañante, Epifanía le propuso a la recién bautizada sierpe:
—¿Por qué no mejor me cuentas una historia de amor? —y añadió—: De ésas que tú te debes saber, Verguita.
Estas palabras cambiaron el color de la cara de Semion Semionovich Golubchik. Hubo un silencio. El hombre se inclinó al frente y tomó a la mujercita por las orejas, estaba loco de impaciencia. Ella tuvo un leve estremecimiento. Semion Semionovich Golubchik soltó a la muchacha, fue hasta la hielera, destapó un par de cervezas y volvió a hundirse en la cama. Fijó la vista en el techo y balbuceó algunas palabras que se perdieron con el sonido de una locomotora. Era el silbido de un carrito de camotes que rondaba cerca, muy cerca. El ruido pasó de ronco a agudo y por fin el vapor de los camotes y plátanos cocidos se desvaneció en el aire, entre el viento y la noche.
Completamente despreocupada por paliar el apetito venéreo del garañón,