Este morir a gotas. Arturo Pizá Malvido

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Este morir a gotas - Arturo Pizá Malvido


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era una mujer que no sentía nada al coger...”

      La Enana no pudo evitar un brusco estallido de risa, de esos que hacen que los alveolos salgan por las aberturas nasales. La Verga hizo una pausa teatral y continuó, muy seria:

      “Había probado todas las posiciones y desenfrenos de la carne, pero seguía sin sentir nada. Se masturbaba, fornicaba con tres hombres (y una pequeña cebra) y, pues, nada de nada. Estaba desilusionada, pensaba que era tan frígida como santa Cecilia. Desesperada (¿cómo dicen los hijoeputas?), «buscó auxilio profesional». Hizo cita con un eminente médico del pueblo donde vivía y asistió puntual a la sesión. Poca era su fe en la medicina tradicional, pero ¡lo había probado todo! Incluso la acupuntura combinada con lamidas de perro xoloitzcuintli. Ya en lo privado, el doctor le auscultó el ombligo sin poder dar un diagnóstico definitivo. A petición del especialista, la paciente se levantó la falda y abrió las piernas; la joven no traía bragas. Con la ayuda de una lupa de niño explorador, el facultativo recorrió con vehemencia cada uno de los recovecos de aquella caverna: un mechoncito de vellos recortado a lo Chaplin, labios vaginales carnosos y rosados, un canal cervical pegajoso, el perineo, el meato, la horquilla... Todo estaba en su sitio y en qué forma. Sólo había un pequeño, pero importante, detalle: el molusco femenino carecía de clítoris...”

      Epifanía contuvo la risa e intempestivamente dijo:

      —¡Ésa ya me la sé! La grandísima puta tenía el clítoris en la garganta.

      La Enana soltó la cuerda y se llevó una cerveza a la boca, a pico de botella. No resistió más y se carcajeó. Como sifón, escupió dos chorros de espuma por la nariz.

      Cuando la Enana reía se le podían ver las encías.

      “Nada de eso —dijo la Verga—, esta dama no tenía el clítoris en la boca.”

      —¿Y entonces? —preguntó ella.

      Semion Semionovich Golubchik fue hasta la hielera y sacó otro par de cervezas. Afuera, tres pisos abajo, como si nadie reconociera la melodía que produce su chimenea, el camotero gritó: “¡Hay camotes... calientitoooss!”

      —¿Dónde está el destapador? —le preguntó a la niña.

      —Aquí, tenga —dijo; y apuró—: Por favor, tráigala para que me siga contando.

      El hombre descorrió un poco la cortina y se asomó por la ventana principal. Permaneció un rato oteando el panorama sin dar con el vendedor de camotes, esa sombra que recorre la noche sin más protección que un sombrero de paja, una chamarra de cuero y dos o tres perros callejeros.

      Semion Semionovich Golubchik regresó a su silla y destapó la cerveza con estrépito. La corcholata voló hasta el techo y desprendió parte del tirol; una caspa de yeso se asentó sobre los hombros de la Enana. El pitillo de los camotes volvió a trastocar el silencio, una vez más.

      “¿En qué me quedé?”, preguntó la Verga.

      —En el defecto de la putona —acudió la pequeña mujer, ávida de conocer el misterio.

      “¡Ah, sí! —dijo el pene y continuó en tono pontifical—. Para que comprendas la dimensión de la tragedia de esta chica, es preciso remontarnos a su pasado. Sus padres, María de la Encarnación y Diego Pinto, un matrimonio de trabajadores de una maquiladora del Norte, en contacto continuo con sustancias tóxicas, tuvieron —antes de que naciera ella— tres hijos anencefálicos; los cuales, por falta de recursos, fueron vendidos —ya muertos, claro está— a una importante fundación científica en el extranjero.”

      Aunque lo sabía, el narrador omitió aquí la parte en que dichos fetos no fueron estudiados, sino renegociados con un circo ruso en una subasta de caridad.

      “La pareja de obreros —siguió el órgano— no volvió a tener hijos en mucho tiempo. Pero ya sabes cómo son los católicos ­tercermundistas, el caso es que la madre quedó nuevamente embarazada. Preocupados hasta la médula (¿cómo dicen los hijoeputas?), «María y Diego decidieron recurrir al aborto». Vale aclarar que por aquellas fechas los legrados salían carísimos. Para no hacerte la jácara más pesada, pequeña mía, los padres no consiguen el dinero necesario para la intervención, y el embarazo (¿cómo dicen los hijoeputas?) «sigue su curso normal». La madre —una ferviente católica tercermundista, como ya dije— se va a confesar. Una vez arrodillada y de frente al clérigo de la localidad, recibe de éste el mejor de los consejos: no abortar, todo lo contrario.”

      

      2

      Así, simplemente, inició todo esto. A primera vista, aquélla era una mañana normal, como cualquier otra; sólo un glaucomoso —y un glaucomoso muy imprudente— habría podido reparar en los extraños animales de nubes que ensuciaban el azul del cielo.

      Después de una noche de alcohol y guitarra, los cuatro amigos amanecimos con el sol sobre los párpados. Las moscas comenzaron a hacer lo suyo. Sol y moscas, nefasta costumbre del trópico.

      —¡Abraxas, galla, galla, tse, tsé! —gritaba el científico Pepe Tavares mientras un puñado de moscas gigantes le comía la nariz a mordiscos. La secreción mucosa, el alimento preferido de Júpiter.

      Se revolcaba y agitaba las manos sin que los tábanos se alejaran siquiera un milímetro.

      —Miren, Pepe ya tiene un bigote como el del tío Adolf —se mofó Agustín Rommel no sin cierta angustia.

      Al verlo, Pito Tiñoso y yo nos empezamos a carcajear. (Nunca perdíamos la oportunidad de burlarnos de un camarada en desgracia.) Llegó el momento en que una nube de insectos cubrió por completo la cara de Pepe Tavares. Cuando la situación se tornó drástica, no antes, propuse que le rociaran repelente.

      —A la orden, mi querido Semion —dijo Pito Tiñoso que ya estaba a dos pasos de la bolsa de dormir del infeliz.

      —¡Abraxas, galla, galla, tse, tsé! —insistía estérilmente Pepe Tavares.

      Con el pene de fuera, debidamente fláccido para tan temeraria empresa, Pito Tiñoso descargó un fuerte chorro de orines sobre el rostro del torturado. Y, en efecto, los moscardones se dispersaron, sólo que fueron a reubicarse sobre la manguera enemiga; una pista de aterrizaje a la medida.

      “¡Abraxas, galla...” —gritaron ambos parias antes de salir disparados en dirección al mar.

      —Qué puta goma —mascullé desde mi puesto de vigía, entre risotadas.

      —Dicen que el mar, por sí solo, no es azul, que todo depende del reflejo del cielo —dijo muy serio Agustín Rommel, como si el espectáculo que brindaban Pito Tiñoso y Pepe Tavares fuera cosa de todos los días; y, a decir verdad, sí era cosa corriente.

      —¡Qué puta cruda! —exclamé nuevamente, pero ahora con cansancio.

      —Bueno, también dicen que influye la claridad de la arena. Oye, Semion, ¿qué tonalidad crees que tendría el mar si el cielo fuera del color de la menstruación de tu madre?

      —¡Qué puta resaca, coño! —contesté, pronunciando como un gachupín que se sodomiza con sus propios chorizos.

      Agustín Rommel asintió con la cabeza y se llevó a la boca las últimas gotas de una botella de mezcal. El fascista hizo un gesto horripilante, el líquido estaba a punto de ebullición. Se limpió los granos de arena que le habían quedado alrededor de la boca y dijo con la botella en lo alto:

      —Mientras más cerca del fondo, más cerca del cielo.

      —Del infierno —corregí entre dientes, con la intención de ser oído, pero no comprendido.

      El neonazi, fuera de sí, soltó el frágil cadáver de alcohol y fue a reunirse con sus amigos en las olas; ellos


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