Hermanas de sangre. Тесс Герритсен
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Hermanas de sangre
Título original: Body Double
© 2004 Tess Gerritsen. Reservados todos los derechos.
© 2021 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1163-4
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
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Para Adam y Danielle.
Prólogo
Aquel chico la estaba mirando otra vez.
Alice Rose, de catorce años, procuró concentrarse de nuevo en las diez preguntas del examen que tenía encima del pupitre, pero su mente no estaba atenta al inglés del primer curso, sino a Elijah. Podía sentir la mirada del muchacho como un rayo que le apuntara en plena cara, podía sentir su calor en la mejilla; y se dio cuenta de que se estaba ruborizando.
«¡Concéntrate, Alice!»
La siguiente pregunta del examen estaba borrosa por culpa de la fotocopiadora y tuvo que forzar la vista para descifrar las palabras.
«Charles Dickens utilizaba a menudo nombres que coincidían con los rasgos de sus personajes. Señala algunos ejemplos y explica por qué los nombres eran apropiados para cada personaje.»
Alice mordisqueó el lápiz mientras intentaba buscar una respuesta. Pero no podía pensar mientras él estuviera sentado en el pupitre de al lado, tan cerca que podía percibir el olor a jabón de pino y a humo de madera que desprendía. Olores masculinos. Dickens, Dickens... ¿A quién le importaban Charles Dickens, Nicholas Nickleby y el aburrido inglés de primero, cuando el fabuloso Elijah Lank la estaba mirando? Oh, Dios mío, era tan atractivo, con su cabello negro y sus ojos azules. Los ojos de Tony Curtis. La primera vez que vio a Elijah pensó eso mismo, que parecía el mismísimo Tony Curtis, cuyo rostro le sonreía desde las páginas de sus revistas favoritas: Modern Screen y Photoplay.
Inclinó la cabeza hacia delante y el cabello le cayó sobre la cara. Entonces, a través de la cortina de pelo rubio, lanzó de soslayo una mirada furtiva. Sintió que el corazón le daba un vuelco al confirmar que, en efecto, él la estaba observando, y no con el desdén con que la miraban todos los demás chicos del colegio, aquellos chicos perversos que la hacían sentir lerda y boba, y que murmuraban sus mofas en voz demasiado baja para entender lo que decían. Sabía que hablaban de ella, porque siempre la miraban cuando cuchicheaban. Aquellos chicos eran los mismos que habían pegado con celo la foto de una vaca en su taquilla y mugían si por casualidad ella les rozaba al pasar por el pasillo. Elijah, en cambio, la miraba de forma totalmente distinta... Sus ardientes ojos. Los ojos de una estrella de cine. Poco a poco levantó la cabeza y le devolvió la mirada, en esta ocasión no a través del velo protector del cabello, sino con el reconocimiento sincero de que había captado la suya. Elijah había llenado la hoja del examen y la tenía vuelta hacia abajo, el lápiz encima del pupitre. Concentraba en ella toda su atención y Alice apenas podía respirar bajo el hechizo de su mirada.
«Le gusto. Lo sé. Le gusto.»
Se llevó la mano a la garganta, al botón superior de la blusa. Los dedos rozaron la piel y dejaron un rastro de calor. Pensó en la mirada de Tony Curtis derritiéndose por Lana Turner, esa mirada capaz de lograr que a una chica se le trabara la lengua y le temblaran las rodillas. La mirada que precedía al inevitable beso. Ahí era cuando las películas se desenfocaban. ¿Por qué siempre ocurría eso? ¿Por qué la imagen se volvía siempre borrosa justo en el momento más interesante?
—Se acabó el tiempo, muchachos. Por favor, entregad los exámenes. Al instante, Alice dirigió de nuevo su atención al pupitre, al papel fotocopiado del examen, donde la mitad de las preguntas todavía estaban sin responder. ¡Oh, no!
¿Por dónde se había escurrido el tiempo? Sabía las respuestas; sólo necesitaba unos minutos más...
—Alice. ¡Alice!
Alzó la mirada y vio a la señora Meriweather con la mano tendida.
—¿No me has oído? Ha llegado el momento de que entreguéis el examen.
—Pero yo...
—No quiero excusas. Tienes que empezar a escuchar, Alice.
La señora Meriweather le arrebató el examen y se alejó por el pasillo. A pesar de que apenas podía oír los murmullos, Alice supo que las chicas que estaban justo detrás chismorreaban a propósito de ella. Se volvió y descubrió que tenían juntas las cabezas y que se tapaban la boca con las manos, sofocando las risitas. «Alice puede leer los labios, no dejemos que vea qué decimos de ella.»
Entonces vio que algunos chicos también se reían, al tiempo que la señalaban.
¿Cuál era la gracia?
Alice bajó la vista y descubrió con horror que el botón superior de la blusa se le había caído, haciendo que ésta se le abriera.
En ese momento sonó el timbre que anunciaba el fin de la clase. Alice cogió la cartera de los libros, la apretó contra el pecho y salió presurosa del aula. No se atrevía a mirar a nadie a los ojos. Se limitó a seguir caminando cabizbaja; las lágrimas se le agolpaban en los ojos. Entró corriendo en los lavabos y se encerró en uno. Mientras otras chicas entraban y se reían, arreglándose ante los espejos, Alice permaneció oculta tras la puerta cerrada con pestillo. Podía oler los diferentes perfumes, sentir el silbido del aire cada vez que la puerta se abría. Aquellas niñas bonitas, con sus jerseys nuevos. A ellas nunca se les caían los botones, nunca iban al colegio con faldas de segunda mano ni con zapatos con suelas de cartón.
«Largaos. Por favor, que se vaya todo el mundo.»
Por fin dejaron de entrar y salir.
Con la oreja pegada a la puerta del váter, Alice forzó el oído para comprobar si aún quedaba alguien en los lavabos. Atisbo por la rendija y no vio a nadie de pie ante el espejo. Sólo entonces salió.
El pasillo también estaba desierto; todos se habían marchado ya a sus casas. No había nadie para atormentarla. Con los hombros encogidos como si quisiera protegerse, avanzó por el largo pasillo repleto de taquillas estropeadas y pósters que anunciaban el baile de Halloween para dos semanas después. Un baile al que con toda seguridad ella no iba a asistir. Aún le escocía la humillación del baile de la semana anterior y, con toda probabilidad, le seguiría escociendo siempre. Las dos horas que había pasado sola, aguardando de pie contra la pared con la esperanza de que algún chico la sacara a la pista. Cuando por fin se le acercó uno, no fue para bailar, sino que de repente se dobló por la cintura y le vomitó encima de los zapatos. No habría más bailes para ella. Llevaba sólo dos meses en aquella ciudad y ya deseaba que su madre volviera a hacer las maletas y se trasladara otra vez, que los llevara a algún sitio donde pudieran empezar de nuevo. Donde las cosas fueran distintas.
«Sólo que nunca lo son.»
Salió del colegio por la puerta principal y avanzó bajo el sol otoñal. Se hallaba inclinada sobre la bicicleta, tan concentrada en abrir el candado que no oyó los pasos. Hasta que la sombra no se cernió sobre su cara no descubrió que Elijah estaba a su lado.
—Hola, Alice.
Dio tal respingo al erguirse que volcó la bicicleta. ¡Oh, Dios, era una idiota!
¿Cómo podía ser tan torpe?
—Ha sido un examen difícil, ¿verdad? —preguntó él, pronunciando con claridad y arrastrando las palabras.
Era otra de las cosas que le gustaban de Elijah: a diferencia de los demás chicos, su voz era siempre nítida, nunca farfullaba. Y siempre permitía que le viera los labios. «Conoce mi secreto —pensó—. Y, aun así, quiere ser amigo mío.»
—¿Has contestado