Hermanas de sangre. Тесс Герритсен
Читать онлайн книгу.caído. Alice se ruborizó y cruzó los brazos.
—Tengo un alfiler —dijo él.
—¿Qué?
Elijah buscó dentro del bolsillo y sacó un imperdible.
—Yo siempre pierdo los botones. Resulta un poco embarazoso. Ven, deja que te lo cierre.
Alice contuvo la respiración cuando él tendió la mano hacia la blusa, y apenas pudo reprimir los temblores cuando deslizó sus dedos bajo la tela para cerrar el imperdible. «¿Notará los latidos de mi corazón? —se preguntó—. ¿Advertirá que siento mareos apenas me roza?»
En cuanto él se apartó, Alice soltó el aire, bajó los ojos y vio que la abertura estaba pudorosamente cerrada con el alfiler.
—¿Mejor así?
—¡Oh, sí! —Se interrumpió para recuperar la compostura, y luego, con majestuosa dignidad, añadió—: Gracias, Elijah. Has sido muy amable. Transcurrió un momento de silencio. Los cuervos graznaron; las hojas de otoño eran como llamas resplandecientes que consumieran las ramas, allá en lo alto.
—¿Crees que podrías ayudarme un poco, Alice? —preguntó él.
—¿En qué?
«Oh, qué respuesta más estúpida. ¡Tendría que haberme limitado a responder que sí! Sí, haría cualquier cosa por ti, Elijah Lank.»
—Se trata de ese proyecto que estoy haciendo para biología. Necesito que alguien me ayude, y no se me ocurre nadie más a quien se lo pueda pedir.
—¿Qué tipo de proyecto es?
—Te lo enseñaré. Pero tendríamos que ir a mi casa.
Su casa. Alice nunca había ido a casa de un chico. Asintió.
—Antes pasemos por la mía para dejar los libros.
Elijah sacó su bicicleta del aparcamiento. Estaba casi tan abollada como la de ella, los guardabarros oxidados, el vinilo del asiento medio pelado. Aquella vieja bicicleta hizo que él le cayera todavía mejor. «Formamos una auténtica pareja — pensó—. Tony Curtis y yo.»
Primero fueron a casa de ella. Alice no le invitó a entrar; la abochornaba demasiado que viera el mobiliario viejo y pasado de moda, la pintura desconchada de las paredes. Corrió al interior, soltó la cartera de los libros sobre la mesa de la cocina y salió presurosa.
Por desgracia, Buddy, el perro de su hermano, también hizo lo mismo. Justo en el instante en que ella salía por la puerta de la calle, el perro se escapó veloz como una mancha negra y blanca.
—¡Buddy! —le gritó—. ¡Vuelve aquí!
—No parece oír muy bien, ¿verdad? —preguntó Elijah.
—Porque es un perro estúpido. ¡Buddy!
El chucho miró hacia atrás, meneó la cola y luego trotó calle abajo.
—Oh, no te preocupes —comentó ella—. Ya volverá cuando quiera. —Montó en la bicicleta—. ¿Dónde vives?
—En lo alto de Skyline Road. ¿Has ido alguna vez por allí?
—No.
—Es un largo trayecto cuesta arriba por la colina. ¿Crees que podrás?
Ella asintió. «Por ti soy capaz de cualquier cosa.»
Pedalearon alejándose de su casa. Confiaba en que doblaran por la calle mayor y pasaran por delante de la tienda de batidos donde al salir de clase los chicos siempre remoloneaban, ponían monedas en el tocadiscos automático o bebían refrescos. «Verían que vamos juntos en bicicleta —pensó—. ¿No haría eso chismorrear a las chicas? Ahí va Alice con Elijah, el de los ojos azules.»
Pero él no enfiló por la calle mayor, sino que dobló por Locust Lane, donde apenas había casas; sólo la parte trasera de algunos comercios y el aparcamiento de los empleados de la fábrica de conservas Neptune’s Bounty. En fin. Al menos estaba paseando en bicicleta con él, ¿no? Lo bastante cerca detrás de Elijah para observar sus muslos al pedalear, su trasero apoyado en el sillín.
Elijah se volvió a mirarla, y su cabello negro ondeó al viento.
—¿Cómo vas, Alice?
—Estoy bien.
Aunque la verdad era que se estaba quedando sin aliento, pues habían salido del pueblo y empezaban a ascender la montaña. Elijah debía subir en bicicleta a Skyline todos los días, así que estaría acostumbrado; apenas se le veía jadear y movía las piernas como si fueran potentes pistones. En cambio ella resollaba y hacía grandes esfuerzos para avanzar. El destello de una pelambrera captó su atención. Miró hacia un lado y vio que Buddy les había seguido. Parecía cansado también; la lengua le colgaba por fuera mientras corría para mantenerse a su altura.
—¡Largo, a casa!
—¿Qué has dicho? —preguntó Elijah mirando hacia atrás.
—Es ese estúpido perro otra vez —jadeó ella—. No deja de seguirnos. Se va a... Se perderá.
Miró colérica a Buddy, pero el perro seguía trotando a su lado, con sus alegres y absurdos andares caninos. «Bueno, continúa —pensó ella—. Agótate. A mí no me importa.»
Siguieron ascendiendo por la montaña, mientras la carretera serpenteaba en suave zigzag. Entre los árboles atisbaba de vez en cuando imágenes lejanas de Fox Harbor abajo, el agua como cobre fundido bajo el sol de la tarde. Luego los árboles se hicieron más densos y sólo pudo ver el bosque, vestido con brillantes colores rojos y anaranjados. La carretera cubierta de hojas se curvaba ante ellos. Cuando Elijah se detuvo al fin, Alice notó las piernas tan cansadas que apenas podía sostenerse de pie sin temblar. Buddy había desaparecido de su vista, y sólo confió en que fuera capaz de encontrar el camino de regreso a casa. Pero no cabía la menor duda de que ella no iría a buscarle. Al menos de momento, con Elijah allí de pie, mirándola con ojos centelleantes. El chico apoyó la bicicleta contra un árbol y se colgó la cartera del hombro.
—¿Dónde está tu casa? —preguntó ella.
—Es aquel camino de entrada. —Señaló más adelante, hacia un buzón oxidado que había sobre un poste.
—¿No vamos a ir a tu casa?
—No. Hoy mi prima está enferma en casa. Se ha pasado la noche vomitando; será mejor que no entremos. De todos modos, mi proyecto está ahí fuera, entre los árboles. Deja la bicicleta. Tenemos que caminar.
Apoyó la bicicleta junto a la de él y le siguió, con las piernas todavía inestables por la subida a la montaña. Entraron con paso firme en el bosque. Los árboles crecían densos, el suelo estaba alfombrado con una gruesa capa de hojas. Le siguió animosa, apartando los mosquitos con la mano.
—¿Así que tu prima vive contigo? —preguntó.
—Sí, vino para quedarse con nosotros el año pasado. Supongo que ahora ya es permanente. No tiene ningún otro sitio donde ir.
—¿Y a tus padres no les importa?
—Sólo está papá. Mamá murió.
—Oh.
Alice no supo qué decir al respecto, y al final murmuró un sencillo «lo siento». Pero no pareció que él la hubiese oído.
Los matorrales eran cada vez más espesos, y los espinos le arañaban las piernas desnudas. Tenía dificultades para mantener el mismo paso que él. Elijah avanzaba delante, dejándola con la falda enganchada en los vastagos de las zarzas.
—¡Elijah!
Él no le contestó. Siguió avanzando como un explorador intrépido, con la cartera de los libros colgada del hombro.
—¡Espera!
—¿Quieres ver esto o no?
—Sí,