Hermanas de sangre. Тесс Герритсен

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Hermanas de sangre - Тесс Герритсен


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y la herida por donde había entrado la bala, en el lado izquierdo del cuero cabelludo, aparecía oculta por el negro cabello. El rostro no había sufrido daños y el torso estaba sólo estropeado por las manchas naturales de la piel. Había marcas recientes de pinchazos en la ingle y en el cuello, donde Yoshima, el ayudante del depósito de cadáveres, había sacado sangre para los análisis del laboratorio. Pero, salvo esos detalles, el torso estaba intacto: el escalpelo de Abe aún no había realizado una sola incisión. De haber tenido ya el pecho abierto y expuesta la cavidad, la vista del cadáver no habría sido tan inquietante. Los cadáveres abiertos eran anónimos. Los corazones, pulmones y bazos no eran más que órganos, tan carentes de individualidad que se podían trasplantar como piezas de recambio de un automóvil entre un cuerpo y otro. Pero aquella mujer todavía estaba entera y sus rasgos eran perfectamente reconocibles y asombrosos. La noche anterior, Maura había visto el cuerpo vestido por completo y en sombras, iluminado sólo por el rayo de la linterna de Rizzoli. Ahora sus rasgos estaban expuestos con dureza a la luz de las lámparas de la mesa de autopsias; la ausencia de ropa revelaba el torso desnudo, y aquellos rasgos le resultaban algo mas que familiares.

      «Dios mío, es mi propia cara, mi propio cuerpo lo que hay encima de la mesa.»

      Sólo ella sabía cuan exacto era el parecido. Nadie más en aquella sala había visto la forma de los pechos desnudos de Maura, la curva de sus muslos. Sólo conocían lo que ella les había permitido ver: su rostro, su cabello. Era imposible que supieran que las similitudes entre aquel cadáver y ella llegaban a la intimidad del tono castaño rojizo del vello púbico.

      Observó las manos de la mujer, los dedos largos y estilizados como los de la propia Maura. Manos de pianista. Los dedos estaban ya manchados de tinta. También le habían hecho radiografías del cráneo y de la dentadura. Esta última radiografía estaba expuesta en la caja luminosa: dos blancas hileras de dientes relucían como en la mueca del gato de Cheshire. «¿Sería ése el aspecto de mi radiografía? ¿Somos idénticas incluso en el esmalte de nuestros dientes?»

      —¿Habéis averiguado algo más acerca de ella? —preguntó con un tono de voz que le sorprendió por su falsa tranquilidad.

      —Todavía estamos comprobando el nombre de Anna Jessop —dijo Rizzoli—. Todo lo que tenemos hasta el momento es ese permiso de conducir de Massachusetts, expedido hace cuatro meses. En él pone que tiene cuarenta años, cabello negro, ojos verdes, mide un metro sesenta y nueve y pesa cincuenta y cinco kilos. —Rizzoli echó un vistazo al cadáver de encima de la mesa—. Yo diría que concuerda con la descripción.

      «Y yo también —pensó Maura—. Tengo cuarenta años y mido un metro sesenta y nueve. Sólo el peso es diferente. Yo peso cincuenta y siete.» Sin embargo, ¿qué mujer no mentiría sobre su peso para el permiso de conducir?

      Observó en silencio cómo Abe completaba el examen externo. De vez en cuando efectuaba una anotación sobre el diagrama impreso del cuerpo de una mujer. Herida de bala en la sien izquierda. Manchas naturales en el bajo torso y los muslos. La cicatriz de una apendicectomía. Luego dejó el bloc y se trasladó a los pies de la mesa para recoger muestras vaginales. Cuando Yoshima y él hicieron girar los muslos para exponer el perineo, la mirada de Maura se centró en el abdomen del cadáver. Se quedó mirando la cicatriz de la apendicectomía, una delgada línea blanca sobre la marfileña piel.

      «También yo tengo una.»

      Recogido el frotis, Abe se acercó a la bandeja del instrumental y cogió el escalpelo.

      Observar el primer corte fue casi insoportable. De hecho, Maura se llevó la mano al pecho como si sintiera la hoja penetrando en su propia carne. «Esto ha sido un error —pensó mientras Abe practicaba la incisión en forma de Y—. No sé si seré capaz de presenciarlo.» Pero se quedó anclada en su sitio, atrapada por la fascinación del horror mientras veía a Abe separar la piel de la caja torácica, desollándola con celeridad, como si fuera una pieza de caza. Trabajaba sin darse cuenta del horror de Maura, centrada toda su atención en la tarea de abrir el torso. Un patólogo eficiente podía efectuar una autopsia complicada en menos de una hora y, en aquel punto del análisis del cadáver, Abe no perdería el tiempo con una disección innecesariamente elegante. Maura siempre había pensado en Abe como en un hombre simpático, muy aficionado a la comida, la bebida y la ópera, pero en aquellos instantes, con su abultado abdomen y su enorme cuello de toro, le recordaba a un carnicero obeso en el momento de clavar el cuchillo en la carne.

      La piel del pecho estaba ya abierta, los pechos ocultos debajo de los colgajos separados, costillas y músculos a la vista. Yoshima se inclinó encima con las tijeras y cortó las costillas. Cada golpe seco provocaba en Maura un respingo. «Con qué facilidad se quiebran los huesos humanos —pensó—. Creemos que nuestro corazón está protegido en el interior de una recia caja de costillas, y sin embargo basta con el apretón de las agarraderas, el corte de la tijera y, una tras otra, las costillas se rinden al acero templado. Estamos hechos de un material muy frágil.»

      Yoshima cortó el último hueso y Abe cercenó las hebras de los tendones y de los músculos. Los dos retiraron la coraza del pecho como si levantaran la tapa de una caja.

      En el interior del tórax abierto brillaron el corazón y los pulmones. «Órganos jóvenes», fue el primer pensamiento que acudió a Maura. Pero no, reflexionó. A los cuarenta años no se es tan joven, ¿verdad? No era fácil reconocer que, a los cuarenta años, ella estaba ya en la mitad de su vida. Que, al igual que la mujer tendida sobre la mesa, no se podía considerar una joven.

      Los órganos que vio en el pecho abierto tenían apariencia normal, sin señales evidentes de patología. Mediante cortes precisos, Abe separó los pulmones del corazón y los depositó en una palangana de metal. Bajo las intensas luces realizó cortes para ver el parénquima del pulmón.

      —No era fumadora —informó a los dos detectives—. No hay edema. Un tejido sano y hermoso.

      Excepto por el hecho de que estaba muerto.

      Volvió a dejar los pulmones en la palangana, donde formaron un montoncito rosado, y cogió el corazón. Cabía con facilidad en su enorme mano. De pronto, Maura fue consciente de su propio corazón, que palpitaba con fuerza en su pecho. Al igual que el de aquella mujer, cabría en la mano de Abe. Sintió un atisbo de náusea sólo de pensar en que él pudiera sostenerlo, que le diera la vuelta para inspeccionar los vasos coronarios tal como hacía en aquellos momentos. Aunque sólo fuera una simple bomba mecánica, el corazón estaba situado en el mismo centro del cuerpo, y verlo expuesto a la vista de todos hizo que sintiera un vacío en el pecho. Respiró hondo y el olor de la sangre empeoró la sensación de náusea. Apartó la vista del cadáver y se encontró con la mirada de Rizzoli que, sin duda, había visto demasiado. Ambas se conocían desde hacía casi dos años y habían trabajado juntas en bastantes casos, hasta el punto de tener la máxima consideración hacia la otra como profesional. Sin embargo, al lado de aquella consideración había cierta cautela respetuosa. Maura sabía hasta qué punto eran agudos los instintos de Rizzoli, y mientras ambas se miraban por encima de la mesa, supo que la otra había advertido cuan cerca estaba de salir en estampida de la sala. Ante la muda pregunta de los ojos de Rizzoli, Maura se limitó a apretar la mandíbula. La reina de los muertos reafirmó su carácter invencible.

      Se concentró de nuevo en el cadáver.

      Abe, inconsciente de la tensión oculta que recorría la sala, había abierto las cavidades del corazón.

      —Las válvulas parecen normales —comentó—. Las coronarias están blandas, y los vasos, limpios. Dios, confío en que mi corazón tenga un aspecto tan sano como éste.

      Maura echó un vistazo a la enorme barriga y dudó de que fuera así, consciente de la pasión que él sentía por el foie gras y las salsas grasientas. Disfruta de la vida mientras puedas, era la filosofía de Abe. Satisfaz tus apetitos ahora, porque todos acabaremos, más pronto o más tarde, como nuestros amigos sobre esta mesa. ¿De qué sirven las coronarias saludables si has vivido una existencia privada de placeres?

      Abe dejó el corazón en la palangana y prosiguió su labor con el contenido del abdomen. El escalpelo penetró hondo a través del peritoneo


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