Correr, la experiencia total. George Sheehan

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Correr, la experiencia total - George Sheehan


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a la conclusión− se debe incuestionablemente a su capacidad para estimular las facultades místicas de la naturaleza humana».

      Eso es lo que el alcohol hace: te permite tener un atisbo de ti mismo en tu mundo particular, de ti mismo como parte del cosmos. La bebida también revela la persona que eres. Tanto si eres un esquizoide solitario que abriga grandes ideas y vive sus fantasías. O el maniacodepresivo gregario que quiere gozar del calor y de la amistad eterna de un grupo. O el paranoide musculoso dispuesto a resolver cualquier problema con los puños.

      Lo que el alcohol no hace es convertir esas revelaciones en propósitos llevados a la acción. Al haber vislumbrado la persona que es, el bebedor debe dar con una vía alternativa y fructífera para llegar a su verdad. Para conseguirlo, debe primero desengancharse de la bebida y salvarse de las mentiras de la vida diaria. Por eso es frecuente que los exalcohólicos −que han ido y han vuelto− experimenten un renacimiento. Es el antiguo alcohólico quien finalmente une su ser dividido. Es el borracho reformado quien acepta sin reservas la persona que es. Y persigue esa perfección por mediocre o anormal que pueda parecer a otros.

      Ser un exalcohólico, sin embargo, no es fácil. Beber tal vez sea fútil y, en último término, degradante, pero sólo los bebedores afortunados lo descubren. Y es incluso más afortunado quien inicia un nuevo y saludable camino hasta la cima de sus potencias físicas y mentales. Antes de que ceda el hígado, el corazón se hipertrofie, y el cerebro comience a deteriorarse, debe captar el mensaje de que hay una forma mejor de experimentar el universo y a sí mismo.

      Mis propios hábitos con la bebida cambiaron por dos acontecimientos afortunados. En los tiempos en que salía de juerga los sábados por la noche, siempre había supuesto que la bebida me hacía brillante. Pensaba que alguien debería estar anotando todo lo que decía, preservando para la posteridad todas esas ideas estupendas y todas esas agudezas. Sin embargo, una noche, alguien sacó un vídeo casero en que aparecía yo bajo la influencia del alcohol. Lo que vi en la pantalla recordaba más al eslabón perdido que a la imagen del intelectual que yo tenía de mí mismo. Había ahí pruebas fotográficas de que, cuando me emborrachaba, era incapaz de pensar, y mucho menos de expresar lo que pensaba. Dejé de beber en serio. No tanto para volver a ser quien era, sino para volver a integrarme en la raza humana.

      El atletismo de fondo, mi siguiente descubrimiento, fue un factor positivo y decisivo. Las imposiciones nunca funcionan. Las vidas cambian con afirmaciones, no con negaciones. Y si uno quiere dejar de beber para siempre, se debe implicar activamente en ser lo que es. Las carreras de fondo hicieron eso por mí. Me volvieron a poner en contacto con el cuerpo. Y mi cuerpo, descubrí, pensaba por sí mismo. Ya no aceptó nada más que lo mejor. Al ponerse en forma, se negó a dejarse estropear. Una vez alcanzada su plena potencia, atrajo mi mente y mi voluntad.

      La hora que pasaba corriendo comenzó a ofrecerme esos estados alterados de la conciencia que antes me aportaba el alcohol de manera tan volátil. Correr w me proporcionaba subidones naturales. No estoy seguro de lo que sucede en esos momentos. Andrew Weil, el autor de La mente natural, lo llama integración de las esferas de la conciencia y la inconciencia de nuestra vida mental. «Dicha integración –afirma él− es esencial para la plenitud (salud) del cuerpo y la mente».

      No discutiré tal afirmación, pero lo que sí sé es que, fuera lo que fuese, comienza en el cuerpo. Primero, al alcanzar esa condición física que revela la persona real que hay dentro de mi cuerpo (al igual que el escultor extrae la estatua que está dentro de la piedra). Y, a continuación, por medio de este cuerpo, este espejo del alma, esta llave de acceso a la personalidad, este indicador del temperamento, me veo a mí mismo tal y como realmente soy.

      Ya no bebo casi. Ya no soy la alegría de las fiestas. El anfitrión que me invita se da cuenta a los cinco minutos de que ha cometido un error. Habitualmente vagabundeo hasta la cocina para tomar una taza de café y luego encuentro un libro grueso y algún lugar tranquilo para leer hasta que termine la fiesta. He descubierto quién soy. Y no tengo intención de representar el papel de nadie más.

      A algunos les caía mejor cuando bebía.

      4. Comenzar

       Si crees que la vida te ha dejado de lado o, peor aún, que estás viviendo la vida de otro, todavía puedes demostrar que los expertos se equivocan.

      Los que creen que saben algo afirman que conceder una segunda oportunidad a un hombre no cambiará el desastre que fue su primera vida. A lo largo de los años dramaturgos y novelistas nunca nos han brindado la esperanza de que volver a vivir nuestras vidas supusiese alguna diferencia esa segunda vez. Científicos y psicólogos parecen darles la razón. Incluso pensadores tan distintos como Bucky Fuller y B. F. Skinner marchan de la mano a este respecto. «No deberíamos intentar cambiar a la gente –escribió Skinner−. Deberíamos cambiar el mundo en que vive la gente». Es una idea que Fuller también expresaba con frecuencia.

      También hay personas, no cabe duda, que opinan lo contrario. La gente relacionada con la fe, la esperanza y la caridad parece pensar que cualquier día es tan bueno como otro para cambiar la historia personal. Los filósofos, desde que se lleva cuenta del tiempo, lo han recomendado. Desde Píndaro hasta Emerson, nos han dicho que nos convirtamos en lo que somos, que cumplamos nuestro propósito, que elijamos nuestra propia realidad, nuestro propio camino para ser personas. Lo que no nos dijeron era cómo hacerlo ni lo difícil que sería. Cuando San Pablo anunció la transformación en el Hombre Nuevo, nos recordó el ilimitado potencial del hombre, aunque las vidas que llevamos nos recuerden constantemente los límites evidentes de este potencial.

      Claramente, la buena vida no es tan accesible como dicen los libros. Y, sin embargo, no es por falta de ganas de intentarlo el que hayamos fracasado. Iniciamos esa nueva vida casi con la misma frecuencia con la que Mark Twain dejaba de fumar (miles de veces) y casi con el mismo éxito.

      ¿Será mañana el primer día del resto de nuestras vidas? ¿Y esa vida será completamente distinta del desastre que es hoy en día? La respuesta, sin duda, tiene que ser sí, o todos esos grandes hombres nos lo habrían dicho. Pero ¿cómo se consigue?

      Lo primero que hay que hacer, a mi entender, es volver sobre nuestros pasos. Retornar a ese período de la vida en que actuábamos con todo el éxito del que un ser humano es capaz (aunque casi seguramente no fuimos conscientes de ello). Retornar a esos tiempos en que el alma, tu ser, no era lo que poseías, ni tu estatus social ni tampoco la opinión de otras personas, sino una totalidad compuesta por cuerpo, mente y espíritu. Y esa totalidad interactúa libremente con el entorno.

      En algún punto pasada la infancia, la integración del ser y la respuesta al universo comenzaron a disolverse. Cada vez asociábamos más quiénes éramos con lo que teníamos, nos juzgábamos por las opiniones de los demás, tomábamos nuestras decisiones siguiendo las reglas de otros y vivíamos con sus valores. Por coincidencia o no, nuestra condición física comenzó a declinar. Habíamos alcanzado la bifurcación en el camino. Y tomamos el camino trillado.

      Uno que tomó el camino invadido por las malas hierbas y pocas veces transitado fue Henry David Thoreau. El mundo sabe que Thoreau era un intelectual, un observador astuto, un rebelde opuesto a los valores convencionales. A lo que no se ha dado suficiente importancia es a que era un atleta… y de los buenos. También era, desde luego, un gran excursionista. Eso le mantuvo en una condición física estupenda. «Habito mi cuerpo −escribió− con extraordinaria satisfacción, tanto su debilidad como su vigor». No sería exagerar decir que las otras actividades de Thoreau obtuvieron su fuerza de la vitalidad de su cuerpo. Ni que el ser que era Thoreau dependía de ser todo lo físico posible. Ni que ninguna vida se puede vivir plenamente sin vivirla por completo a nivel físico.

      Si Thoreau estaba en lo cierto, la forma de descubrir quiénes somos es por medio del cuerpo. La forma de recuperar la vida es volver al ser físico que fuimos antes de equivocar el camino: Ese ser en sintonía que escuchaba con el tercer oído, que era consciente de la cuarta dimensión y tenía un sexto sentido para detectar las fuerzas que le rodeaban. Ese ser en sintonía


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