La prometida inadecuada - Solo para sus ojos. Liz Fielding

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La prometida inadecuada - Solo para sus ojos - Liz Fielding


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una antigüedad. Era de cristal veneciano.

      –¿Para una niña de diez años? –las palabras salieron de sus labios antes de poder contenerse.

      A punto de entrar en el coche, él se detuvo y frunció el ceño.

      –Me refiero al cristal. ¿Es una buena idea? –Diana tuvo la impresión de que nunca antes habían cuestionado su sentido común e intentó arreglarlo–. La mía no es de cristal, sino de una resina que se parece al cristal. No es ninguna antigüedad, pero rebota.

      «¡Cállate ahora mismo!».

      –Como es para una niña, quizá algo menos… frágil estaría mejor. El cristal es un poco… En fin, es…

      Por fin, la boca de Diana captó el mensaje y se cerró.

      –¿Frágil? –concluyó el jeque Zahir, aún sin sonreír.

      –No me cabe duda de que la que ha comprado usted debía de ser preciosa –dijo ella rápidamente–. Pero me temo que usted no tiene hijos.

      –¿O no haría semejante regalo?

      –Mmmm –murmuró ella con los labios cerrados–. Quiero decir que tendría que mantenerla fuera del alcance de la niña. Es un tesoro, más que un juguete.

      –Entiendo.

      Él aún tenía el ceño fruncido, aunque su expresión no mostraba irritación. Era como si estuviera enfrentándose a una realidad.

      Manteniendo la sonrisa con un esfuerzo, Diana continuó:

      –Sin duda, las princesas deben de ser menos torpes que las niñas de a pie.

      –No –respondió él, quitándole la respiración una vez más–, por lo que yo sé.

      De repente, el jeque sonrió ligeramente. La sonrisa hizo que el corazón de Diana se parase.

      –No es solo una cara bonita, ¿verdad, Metcalfe? –preguntó él.

      –Mmmm.

      –Dígame, ¿por cuánto se separaría de ese juguete?

      Ella tragó saliva.

      –Lo siento, pero ya no lo tengo.

      Él arqueó las cejas.

      –No es que se haya roto –le aseguró Diana–. Se lo di a…

      «Díselo».

      «Dile que tienes un hijo de cinco años».

      «Es lo que la gente hace, hablar de sus hijos, de los juguetes de sus hijos y de lo que hacen sus hijos».

      «Lo hace todo el mundo menos tú, que no paras de hablar».

      Diana hablaba de todo, excepto de Freddy. Porque, cuando hablaba de su pequeño, sabía que la gente que la escuchaba solo quería oír lo único que ella jamás le diría a nadie.

      El jeque Zahir estaba esperando.

      –Se la di a un niño que estaba enamorado de la bola de cristal.

      –No se ponga tan trágica, Metcalfe, no hablaba en serio –dijo él profundizando su sonrisa–. Venga, vamos de compras.

      –Sí, señor –entonces, Diana lanzó una mirada hacia la Terminal–. ¿No quiere esperar a que le traigan su equipaje?

      Había supuesto que alguien se lo llevaría al coche; pero el jeque, entrando en el vehículo por fin, contestó:

      –Ya se están encargando de eso, no se preocupe.

      Sadie tenía razón, aquel era otro mundo. Diana cerró la puerta, respiró profundamente y puso en marcha el motor.

      De compras con un jeque.

      Increíble.

      Increíble.

      A pesar de que James lo había planificado todo hasta el mínimo detalle, los planes se habían ido abajo en un instante de distracción.

      ¡Y qué distracción!

      Zahir había cruzado el vestíbulo de «Llegadas» esperando al eficiente y casi mudo Jack Lumley aguardándole. Sin embargo, se había topado con Metcalfe. Una mujer cuyas curvas se veían realzadas por el severo corte de la chaqueta. Una mujer de cuello largo y delgado, de cabellos castaños.

      Y una boca que prometía problemas.

      Era la clase de distracción para la que no tenía tiempo en ese viaje.

      Aunque no podía quejarse. Le encantaba la excitación de lo nuevo, no se arrepentía de todo el trabajo que le había llevado convertir una pequeña empresa de turismo por el desierto en un negocio multimillonario.

      Él solo había desarrollado el turismo en Ramal Hamrah, había hecho de él una verdadera industria. Ahora su país aparecía constantemente en las revistas de turismo, en los suplementos de los periódicos dominicales. Y no solo el desierto, sino también las montañas y la historia del país.

      Había creado un lujoso complejo turístico con jaimas en el desierto. El club de yates estaba casi acabado. Y ahora estaba a punto de inaugurar las líneas aéreas que llevarían el nombre de su país.

      Había trabajado mucho para hacer todo aquello realidad.

      En vez de construir altos bloques de apartamentos y hoteles, al contrario que los países vecinos, había optado por un desarrollo respetuoso con el medio ambiente, utilizando materiales de la zona y construcciones al estilo tradicional con el fin de crear un ambiente lujoso.

      Además, el cambio de actitud del turismo internacional durante el último año le había dado ventajas en el mercado y, de repente, se había convertido en su visión de futuro.

      Sí, su visión era de futuro… y estaba solo.

      «No tienes hijos…».

      En fin, cuando uno estaba construyendo un imperio, tenía que dejar de lado otras cosas. Una situación que su madre estaba empeñada en cambiar. Incluso en esos momentos, cuando él estaba en la limusina observando los brillantes cabellos castaños de Metcalfe, su madre estaría repasando la lista de posibles candidatas para el puesto de esposa de su hijo, dispuesta a negociar un arreglo matrimonial con la familia de la afortunada chica.

      También haría feliz a su padre la llegada de un nieto que continuara el apellido.

      Así se había hecho durante miles de años. En su cultura, no se entendía el concepto romántico del amor de Occidente. En su cultura, el matrimonio era un contrato que beneficiaba a las dos familias implicadas. Su esposa sería una mujer a la que él respetaría. Su esposa llevaría la casa y le daría hijos: hijos que ensalzarían su honor, hijas que le proporcionarían felicidad.

      Su mirada volvió a clavarse en la joven sentada delante de él, en la suave curva de su mejilla que se reflejaba en el espejo retrovisor. En la sugerencia de un hoyuelo.

      Ella tenía la clase de rostro que parecía siempre a punto de sonreír, pensó Zahir sonriendo para sí mismo mientras repasaba la lista de expresiones que había visto en ella hasta el momento; desde el horror al soltar una palabra impropia de una conductora al sonrojo y la preocupación.

      Cristal. Para una niña. ¿Cómo demonios se le había ocurrido semejante idea? ¿Cómo se le había ocurrido a James?

      Metcalfe nunca cometería ese error.

      Tampoco se conformaría con una relación basada en el respeto. No… con una sonrisa como la de ella. Pero, claro, ambos procedían de mundos diferentes. Ella llevaba una vida completamente desconocida para las jóvenes vírgenes entre las que su madre elegiría a su esposa.

      Metcalfe también era muy diferente a las mujeres altamente sofisticadas y profesionales que había conocido en el mundo de los negocios, que llevaban unas vidas más parecidas a las de los hombres que a las de las mujeres; aunque su carencia de sofisticación era suplida por su capacidad


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