La prometida inadecuada - Solo para sus ojos. Liz Fielding

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La prometida inadecuada - Solo para sus ojos - Liz Fielding


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Princesa y la Rana, Metcalfe? –preguntó él alzando la bola.

      Ese hombre tenía unas manos preciosas. No eran suaves. Tenía cicatrices en los nudillos y, aunque los dedos eran largos y delgados, tenían la textura del acero.

      –No conozco ese cuento –dijo él.

      –Me sorprende que conozca otros –comentó ella, obligándose a concentrarse en la bola de nieve.

      Contenía una escena en la que una chica, que llevaba una corona, estaba sentada junto a una rana en el borde de un pozo.

      –Disney ha llegado a Ramal Hamrah.

      –¿En serio? –naturalmente–. Ah, sí, bueno, supongo que decidió no ir allí con este cuento. Supongo que tenía sus razones. Yo, personalmente, elegiría alguna otra.

      –Pero esta chica es una princesa. A Ameerah le gustará.

      Al igual que la empleada de la tienda, que había desaparecido tras recibir una fría mirada, Diana reconoció la orden. Ese hombre no necesitaba palabras para dar órdenes, podía hacerlo con esos ojos oscuros.

      –No es un cuento bonito –le advirtió ella–. Admito que la Cenicienta está muy vista; pero, al menos, es buena. Y aunque Blancanieves no es exactamente una maravilla…

      –No dispongo de todo el día –le advirtió él.

      –No, señor –Diana agarró la bola, la sacudió y empezó a caer la nieve dentro–. Está bien, la cosa es así: a una princesa mimada se le cae una bola de oro a un pozo. La rana le propone un trato. Si la princesa se la lleva a casa, la deja comer de su plato, la deja dormir en su cama, le da un beso de buenas noches…

      Diana titubeó, distraída con la sensual curva de los labios de él, y perdió el hilo del cuento.

      –¿Es una rana parlante?

      Diana se encogió de hombros.

      –Es un cuento. Si quiere ceñirse a la realidad, será mejor que nos vayamos de aquí.

      Él reconoció el sentido de esas palabras con un leve movimiento de cabeza.

      –Le da las buenas noches con un beso.

      –Sí. Y, si ella le promete hacer todas esas cosas, la rana bajará al fondo del pozo y le devolverá la bola de oro.

      –Una rana con honor habría hecho todo eso sin condiciones.

      –Una chica con agallas lo haría ella misma.

      –¿Usted habría bajado al fondo del pozo, Metcalfe?

      –¡Yo jamás le daría un beso a una maldita rana!

      –¿Le parece mal?

      –No existen las bolas de oro gratis –declaró ella.

      –No, claro que no.

      Él hizo algo con los ojos y, de repente, Diana sintió un profundo calor bajo la chaqueta del uniforme.

      –En fin –dijo ella rápidamente al tiempo que se pasaba un dedo por el cuello de la camisa para dejar que le entrara un poco de aire fresco–, la princesa accede. Es más, le promete la Luna, ya que adora esa bola de oro, y la rana baja al fondo del pozo, agarra la bola, se la devuelve a la princesa y esta sale corriendo al palacio dejando atrás a la rana.

      Él se llevó una de esas hermosas manos al corazón.

      –No puedo creerlo.

      Quizá el jeque Zahir no estuviera riendo, pero sus ojos, llenos de humor, brillaron.

      –Supongo que la rana no se daría por vencida…

      –No, nada de eso. La rana va al palacio, se presenta ante el rey, le dice lo que ha hecho la princesa y el rey le dice a ella que las princesas siempre tienen que cumplir su palabra.

      –Una princesa no debería necesitar que le dijeran eso.

      –Puede que le sorprenda, pero eso también se aplica a los simples mortales. En fin, a la princesa no le hace gracia, pero no le queda más remedio que dejar que la rana coma de su plato; sin embargo, se acuesta sin la rana.

      –A esa princesa le cuesta aprender. ¿Se da la rana por vencida?

      –¿Usted qué cree?

      –Creo que la princesa va a tener que dejar que la rana se acueste en su cama.

      –Exacto. Y, por fin, la princesa se da por vencida y le da un beso de buenas noches.

      –Comprendo a la rana. A propósito, ¿tiene el cuento un final feliz?

      –Depende de cómo se mire. A la mañana siguiente, cuando la princesa se despierta, resulta que la rana se ha convertido en un apuesto príncipe.

      Él arqueó las cejas y ella se sonrojó.

      –¿Se casan? –preguntó el jeque Zahir.

      –Se lo he advertido. Esa princesa es muy superficial, no comprendo por qué el príncipe se casa con ella. En fin, supongo que es por lo típico: las chicas, en los cuentos, siempre se casan con los príncipes y viven felices por siempre jamás.

      Zahir, notando escepticismo en su voz, se la quedó mirando con expresión pensativa.

      –No parece muy convencida.

      –Una aprende pronto en la vida que se necesita algo más que un apuesto príncipe para tener un final feliz.

      –No voy a discutirle eso –contestó Zahir–. En mi país, el matrimonio no tiene el componente sentimental que tiene en Occidente. Las familias arreglan los matrimonios.

      –Supongo que eso evita un montón de angustia emocional –dijo ella con seriedad. Entonces, unos hoyuelos aparecieron en sus mejillas–. Las ranas deben de pasarlo muy mal.

      –Desde luego –dijo Zahir mirando de nuevo las bolas de nieve–. Dígame, en su opinión, ¿cuál de estas heroínas es más apropiada para una princesa de hoy en día? ¿La «fregona» que esperaba en su casa a que el hada madrina apareciera con su varita mágica? ¿La que se dedica a hacerles las tareas domésticas a una panda de hombres que no pueden creer la suerte que tienen? ¿O la princesa que trata de huir de la rana?

      –Creo que esta última. Eso sí, sin reparar en la princesa. Es la rana la interesante, la rana es la que sabe lo que quiere y no se rinde. Sí, es un buen modelo para una princesa moderna.

      Zahir esperó, seguro de que ella iba a añadir algo más.

      –En realidad, para cualquier adulto.

      –Se refiere a la rana, claro. Bueno, ¿le parece que vayamos a pagar?

      Diana contuvo el deseo de ir corriendo a su casa mientras el jeque Zahir le entregaba el regalo a la princesa Ameerah. Contenta, había aceptado la invitación del portero de la embajada para que dejara el coche detrás del edificio mientras esperaba sentada en el cómodo cuarto de estar del personal de la embajada.

      Afortunadamente, había logrado llevar al jeque sin ningún incidente y, a pesar del tráfico, su conocimiento de los atajos por las calles de Londres les permitió ir solo con diez minutos de retraso en el horario.

      Después de salir de la tienda de juguetes, él solo le había dirigido la palabra para confirmar que saldría de la embajada a las siete menos cuarto.

      ¿Por qué se sentía desilusionada? ¿Qué había esperado? Aquel era un trabajo, nada más. Y, en ese momento, a solas con una taza de té, un bocadillo y un trozo de pastel, se sacó el móvil del bolsillo para llamar a su casa.

      –¡Mamá! –exclamó Freddy con entusiasmo–. ¡Me han dado una pegatina por leer bien en clase hoy!

      –¡Vaya! ¡Estoy impresionada!

      –Quería enseñártela. ¿Cuándo vas a venir a casa?

      Diana tragó saliva. Le resultaba


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