La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid

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La luz del Oriente - Jesús Sánchez Adalid


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relegado y optó, junto con otros magistrados de provincias, por alejarse de los círculos enrarecidos donde debió de estar en peligro. Desde que se exilió en Emerita, se alejó definitivamente de la vida pública y eludió todo contacto con los ambientes municipales. Del pasado no hablaba jamás, ni para bien ni para mal. Lo poco que yo sabía de su vida era a través de mi madre, o a través de mi tío Silvano, que gustaban de fantasear y presumir de los tiempos en que vivieron en Roma, incorporados a los círculos de la nobleza. Pero sospecho que ni ellos mismos llegaron a saber nunca los motivos de su caída en desgracia.

      En este momento, pasado el tiempo, deduzco la amarga nostalgia del viejo Imperio que embargaba a mi abuelo. Algo se había rebelado manifiestamente contra los antiguos beneficiarios del orden social y político: el terror que, en particular bajo los primeros emperadores Severos, se abatió sobre la clase senatorial, herida por condenas a muerte y confiscaciones sin número; las medidas políticas y administrativas que limitaron el papel del Senado y de los senadores; las que impusieron a los elementos acomodados de las poblaciones urbanas aplastantes cargas fiscales y económicas. Ciertamente, en la elección de los jefes y autoridades se reflejó una preferencia: jefes militares, sin duda, pero llegados por otros caminos que la carrera senatorial que había valido su mando a Vespasiano o a Trajano. Mi abuelo había visto a aquellos nuevos poderosos entregarse a un juego sangriento de irrisorias marionetas, con muchos cambios desconcertantes, contradicciones y sobresaltos, en los que la liberación de los instintos tuvo su parte y explicó lo caprichoso. Fue imposible negar su desprecio por las jerarquías del pasado, su ignorancia de los encantos de una civilización refinada a cuya última generación había pertenecido mi abuelo. Por eso se sintió fuera de sitio, relegado por el mero orden de las cosas.

      Después del asesinato de Cómodo, surgieron soberanos del bajo pueblo italiano o provincial, de origen muy modesto y de educación intelectual muy mediocre. La latinidad rústica se implantó entonces sólidamente. Hombres que no habían hecho otra carrera que la del ejército, salidos de la última fila y habiéndose elevado solo por sus méritos a los puestos de confianza, se sentaban en los asientos de honor por encima del antiguo orden senatorial y se emparentaban fácilmente con el círculo de la nobleza. A veces sospeché que mi padre, militar de profesión, escogió a mi madre por puro afán de reafirmar su fulminante ascenso social, y aquella duda me hizo sufrir en la juventud.

      Al desencanto de mi abuelo se sumó la escandalosa proliferación de sectas y cultos orientales, que llegaron para pegarse como lapas a los antiguos dioses, hasta convertirlos en irreconocibles figuras exóticas de ambiguo significado y sincrética unidad. Amaba la filosofía, pero se quejaba amargamente de que últimamente estaba contaminada. «El viejo fantasma del platonismo tiene la culpa de todo —me dijo una vez—, porque con su idealización de un mundo en otro lugar ha hecho a los hombres desdeñar el presente y buscar otras seguridades y otros consuelos. Él es la puerta por donde se ha colado el cristianismo separatista y los infectos cultos mistéricos que devoran el corazón de nuestra cultura».

      Cuando decía estas cosas y otras semejantes, parecía ser fiel a la vieja religión. Pero jamás lo vi sacrificar nada a los dioses ni cuidar del fuego sagrado del hogar. Tampoco lo vi llevar al larario las ofrendas después de cada comida diaria ni invocar la protección de los lares y de los penates o desear contentar a los lémures. Decididamente, mi abuelo Quirino no creía en los dioses.

      2

      Mi primera memoria vaga difusa entre las nieblas tempranas de Villa Camenas, a orillas del río, entre las extensas vegas que se extienden más allá de Metilium. Mi padre puso nombre a la villa en recuerdo de las ninfas acuáticas cuyas fuentes brotan en un bosquecillo cercano a Roma, en las proximidades de la puerta Capena. Ciertamente, en lo que al agua se refiere, no pudo escoger un nombre más adecuado, pues junto a la casa manaban dos fuentes abundantes y, dondequiera que se cavaba unos palmos, brotaba con alegría entre las limpias arenas. El capricho de hacer la casa en aquel lugar le costó no pocos disgustos: la humedad subía desde el suelo y trepaba por las paredes; todas las mañanas las losas del patio aparecían mojadas por el rocío y la lucha contra las zarzas no tenía tregua. Pero lo peor eran las crecidas del río, que nos obligaron más de una vez a subir apresuradamente a las barcas que siempre estaban amarradas en la orilla. Los inviernos eran cortos, pero fríos y lluviosos; los veranos, densos y vaporosos, con desesperantes nubes de mosquitos.

      Aun así, la vida en Villa Camenas era hermosa. Jamás podré olvidar el color de las viñas en otoño y los paseos a caballo por los estériles arenales sembrados de juncos. La vista alcanzaba hasta los montes de Metellinum, en la dirección en la que corrían las aguas, y se perdía entre las densas alamedas de las orillas, al otro lado de la vega.

      Mi padre recibió aquellas tierras cuando regresó de Roma, con sus compañeros de la orden ecuestre, después de haber dado la victoria al emperador Septimio Severo frente a su adversario Albino Cloro. El vencedor fue generoso con los hispanos, que lo habían apoyado. Para hombres como mi padre, en la edad en que la vida militar se empieza a hacer fatigosa, aquello supuso la retirada definitiva de las artes de hacer la guerra.

      Desde que el uso de la razón acudió a mi mente, conozco a mi padre al frente de la casa, pero los criados y mis hermanos recuerdan otros tiempos en los cuales se ausentaba, a veces por más de un año. Toda su vida anterior estuvo para mí envuelta en el misterio. Lo que sabía era a través de mi madre, de los criados o de mis hermanos mayores, pero sospecho que en aquellos relatos abundaba la fantasía.

      Mi padre era un hombre práctico, amante del orden y poco dado al lujo externo y a las fiestas. La mayor parte del tiempo la dedicaba a recorrer los sembrados y a cuidar de que su propiedad y sus ganados no sufrieran mermas. Hacía ya tiempo que su única afición eran los caballos y la gestión de sus tierras. Nunca amó la política, ni las cuestiones sociales. Detestaba la urbe. Aun así, varias veces al año, acudían sus amigos para juntarse a recordar los viejos tiempos y a componer sátiras sobre los hechos conocidos del momento. En verano se reunían en el jardín y las voces y las risas entraban por las ventanas. Para mis hermanos aquello era un acontecimiento: se situaban en las terrazas y aguzaban el oído para no perder detalle de la conversación. Después, durante días, se regocijaban con lo que habían escuchado. Pero yo era entonces pequeño y apenas recuerdo el tema de aquellas reuniones.

      Mi padre y sus amigos habían pasado la vida luchando. Eran hombres de la Séptima Legión, acostumbrados a tener que pelear en destinos periféricos, mal pagados y con escasos medios militares. Ello había conformado toda una forma de ser: eran escépticos, críticos y solo reconocían valor al dinero. Con la victoria de Septimio Severo, la suerte les había mirado directamente a la cara. Por fin había llegado el momento de regresar y prosperar con la recompensa del nuevo emperador. Algunos se convirtieron rápidamente en asentados plutócratas al frente de los cargos municipales que pudieron agenciarse. Otros pasaron al grupo restringido de los grandes, favorecidos por el príncipe y por la habilidad de sus especulaciones. La ostentosa Emerita era generosa en asignaciones imperiales y en «aguinaldos» nobiliarios. Pero mi padre estuvo entre los que optaron por cobrarse el favor en tierras; siempre desdeñó las intrigas de la ciudad y su ambiente enrarecido.

      Aun así, como tantos otros caballeros de Emerita, conservó una casa en la urbe, aunque la mayor parte del año la pasábamos en la villa rústica. Si no hubiera sido por la obligación del culto oficial, estoy seguro de que apenas habríamos puesto nuestros pies en aquellas calles atestadas de gente. Pero, al menos en dos ocasiones al año, había que acudir para presentarse ante los dioses del Imperio.

      Guardo nítidos recuerdos de aquellos viajes a Emerita. Los días precedentes a la partida exasperaban a las mujeres de la casa, apresuradas por los preparativos. Llegada la madrugada, sentía los brazos de mi madre alrededor del cuerpo y cómo estos me levantaban del lecho y me transportaban por los pasillos en penumbra. Después, el fresco del exterior en el rostro y el denso rumor de los pájaros removiéndose entre los árboles. Entonces entreabría perezosamente los ojos y comprobaba que estaba en la carreta, acostado junto a mis hermanos. Por las aberturas de los toldos entraba la primera luz de la mañana. Se escuchaban las órdenes y las varas chocaban contra la piel de los bueyes, las pesadas ruedas chirriaban y la comitiva emprendía su marcha.


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