La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid

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La luz del Oriente - Jesús Sánchez Adalid


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a sus madres; la mía era una mujer muy hermosa, no es que a mí me lo pareciera. Desde niño me acostumbré a escucharlo constantemente. A menudo me preguntaba qué sentiría mi padre al gozar de semejante favor de la fortuna, pero, cuando llegué a la pubertad, me angustiaba ver cómo apenas la tenía en cuenta y la buscaba con escasa frecuencia.

      Ahora comprendo el porqué de los sucesos que ni el paso del tiempo ni los demás acontecimientos de la vida han conseguido borrar de mi mente. Una mujer inmadura, sola y acostumbrada a no asumir responsabilidades se vio envuelta en aquel mundo confuso y poblado de tinieblas.

      Todo empezó cuando mi tío Silvano la indujo a introducirse en los misterios de Isis, que llevaban ya largo tiempo absorbiendo a las matronas desocupadas y ávidas de emociones. Cuando las almas se ahuecan, sirven de nido a cualquier extravagancia, y aquellas creencias fueron a albergarse donde encontraron sitio preparado.

      Ella tuvo siempre pavor a la muerte: era su obsesión. Siendo todavía niña, su madre había muerto de fiebres, y mi abuelo Quirino se había vuelto extremadamente pesimista. Aunque aquella casa estuvo poblada de caprichos, puedo adivinar que la angustia reinaba en el ambiente.

      Silvano era mayor que mi madre y tenía una imaginación delirante. Andaba siempre recorriendo las reuniones de las mujeres y desdeñaba las tareas de los hombres. En Emerita, pasaba la vida enredado en mil asuntos, pero sin hacer nada provechoso. Y, cuando llegaba a Villa Camenas, siempre se las arreglaba para poner en funcionamiento alguna de sus invenciones: juegos de pelota nuevos, ensayo de algún mimo, confección de vestidos o fiestas bajo la luna. A veces, permanecía más de un mes en casa, hasta que se peleaba con mi madre por alguna nimiedad o simplemente se aburría. Aunque mi padre no lo comprendía, lo toleraba porque entretenía a su mujer y era el único capaz de sacarla de la melancolía. Pero tenía cierta afición a meterse en líos y contaba con abundantes enemigos. En Metellinum era muy mal visto por algunos hombres y, como en Emerita, adorado por las mujeres. En cierta ocasión escuché a un administrador quejarse a mi padre de Silvano, después de que sus hijas frecuentaran alguna de sus reuniones.

      —No hay cuidado —contestó indiferente mi padre—. Mi cuñado es de esos a los que todas aman pero ninguna desea.

      —Sí, pero les mete pájaros en la cabeza y andan soliviantadas —replicó el administrador.

      Aparte de esta, mi padre recibió algunas quejas más, pero nunca pudo imaginar hasta dónde llegarían los desvarios de Silvano.

      En cierta ocasión, mi tío llevó a casa al sacerdote de Isis. Como mi madre sufría terrores nocturnos y gran temor a la oscuridad, a él le pareció oportuno sondear en el mundo de los muertos. Todavía no entiendo cómo mi padre consintió en dejar entrar a aquel extraño vestido de lino y con la cabeza rapada.

      Mi madre estaba poseída por una gran ansiedad y abrió sus brazos a la divinidad, sometiéndose al juicio del sacerdote. En poco tiempo la vi cambiar. Abandonó el adormecimiento y la melancolía en que andaba sumida la mayor parte del día y comenzó a interesarse por algunas cosas: aprendió a tocar la flauta y entonaba dulces melodías; se confeccionó vestidos de lino y trajo tirsos, hiedras y espejos de plata que fue colocando en diversos lugares de la casa. La villa empezó a ser frecuentada por extrañas mujeres que venían a las largas reuniones que presidía el sacerdote; y mi madre viajaba a Emerita al menos una vez al mes para permanecer allí cuatro o cinco días.

      Al principio, se entregó a aquellos asuntos como cosa exclusivamente suya. Después, se fue ganando a las mujeres de la casa y consiguió que mis hermanastras Belona y Salia acudieran a las reuniones. Hasta entonces, mi madre y sus hijastras se habían tolerado en la distancia, odiándose pero sin enfrentarse, pues mi padre detestaba las peleas. Si algo tuvo de bueno el paso de Isis por la casa, fue conseguir la unión de aquellas tres mujeres.

      Nunca me extrañé de que se rindieran a Isis, pues tenían pasión por lo oculto. Inventaban historias de lémures que ellas mismas se creían y luego pasaban las noches en vela, aterrorizadas. Creo que fue la afición a la muerte la que terminó uniéndolas a mi madre y a ellas. Cuando se celebraban los conjuros de los lémures, los días 3, 11 y 13 de mayo, se juntaban y dormían en la misma estancia, con las lámparas encendidas por miedo a los espíritus malévolos, después de haber pasado la tarde visitando los columbarios donde se albergaban las cenizas de los criminales y de los desaparecidos en trágicas muertes. Nunca comprendí aquella manía de perseguir lo que se teme.

      Mi padre toleró el culto a la diosa, aunque aborrecía las religiones orientales, porque unió a sus hijas con su mujer y las mantuvo entretenidas. Pero, pasado un cierto tiempo, aparecieron las complicaciones.

      Todo empezó pocas semanas antes de que en Emerita se celebraran los juegos imperiales. Como había que acudir para cumplir con el ceremonial, mi padre no faltaba jamás a las fiestas. Estábamos alrededor de la mesa, que se había instalado en el atrio, y nos disponíamos a cenar. Habían acudido mis hermanos mayores desde Metellinum, con sus mujeres y sus hijos, los administradores y algunos amigos de mi padre. Era el día primero de abril y la primavera ya estaba en su esplendor. Frente a la mesa había dispuesta una parrilla sobre la que Tucio asaba algunos lagartos. Él solía salir a cazarlos en aquellas fechas, pues, recién despertados del invierno, resultaban presa más fácil. Era el plato favorito de mi padre. Tucio, después de quitarles la piel, los asaba sobre las ascuas y los bañaba en una salsa agridulce a base de hierbas y miel. Resultaban una comida excelente. Yo me había levantado a buscar la crátera para escanciar el vino mientras los lagartos eran servidos en los platos. Cuando regresé, encontré a mi padre de pie, enardecido y gritándole directamente a mi madre:

      —¡Ah, eso no! He soportado en mi casa a ese sacerdote charlatán con el cráneo rapado y he aguantado sin rechistar vuestros aullidos y devaneos a la luz de la luna, pero cosas de caldeos, comagenos y estafadores que prohiben los alimentos no las voy a tolerar. En esta mesa se seguirá sirviendo lo mismo y todo el mundo comerá lo que yo. ¿Es que vamos a terminar peor que los judíos que se privan del manjar del cerdo?

      Mi madre y mis hermanas se habían negado a probar los lagartos, pues se emparentaban con uno de los dioses adorados en Egipto. Esto había colmado la paciencia de mi padre, que gozaba con los placeres de la mesa más que con ninguna otra cosa.

      6

      Cuando finalizaron las ceremonias imperiales, mi padre envió a mis hermanas a Emerita con su madre. Ya no volvieron nunca a vivir en Villa Camenas, porque se les buscó a cada una un esposo. Yo eché en falta sobre todo a Salia, aunque hacía mucho tiempo que me había acostumbrado a estar solo. Uno de los últimos días de septiembre, por la tarde, estaba yo arrojando el anzuelo desde la orilla con Tucio cuando se presentó mi padre con la cara sonriente y me pidió que lo acompañara hasta la casa. Cuando llegamos a la explanada que hay frente al atrio, nos encontramos con uno de los esclavos que sujetaba las riendas de una espléndida biga: los caballos eran negros, magníficamente igualados, limpios y brillantes bajo la luz de la tarde; el carro, verde oscuro, de madera de ciprés pulida, con bellos remates dorados y figuras talladas en claro sobre el frontal.

      —¡Qué preciosidad! —grité mientras miraba extasiado aquella maravilla—. ¿Te lo has comprado en Emerita?

      —No —contestó—, lo mandé hacer para ti. Los caballos los ha criado mi amigo Carino en sus cuadras, pero te advierto que aún no están hechos a la biga.

      Aquello era mucho más de lo que un muchacho de dieciséis años podría llegar a desear. Hacía tiempo que mi padre me había cedido uno de los mejores caballos de la cuadra, pero nunca supuse que le ilusionaba que corriera en los juegos representando a sus caballerizas. Él había sido siempre muy reservado a la hora de tomar decisiones en sus asuntos de negocios y nadie, salvo Tucio, participaba de sus ideas.

      —Ahora tendrás que prepararte para correr en la arena en los juegos de mayo —dijo Tucio.

      —¿Y Lico? —pregunté.

      Lico era el principal auriga y vivía en Emerita, al cuidado de las cuadras que tenía allí mi padre.

      —Una cosa no quita a la otra


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