La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid

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La luz del Oriente - Jesús Sánchez Adalid


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y recoge tu ropa, tu padre viene de camino.

      Lico estaba frente a mi cama, descorriendo las cortinas. Dos criados habían llegado con las cosas de mi padre, mientras que él se había detenido para hacer algunas gestiones. Tuve que trasladarme apresuradamente a mi casa para esperarlo.

      —Es mejor que tu padre no sepa lo que has estado haciendo últimamente, si no tú y yo podemos pasarlo mal —dijo, mientras me acompañaba por mitad de la vía Lautitia.

      Mi padre llegó hacia el mediodía.

      Como estaba muy fatigado del viaje, comió algo y se fue a dormir la siesta. Cuando despertó, a última hora de la tarde, tomó un baño y después comenzó el interrogatorio.

      —He visto al maestro de retórica esta mañana —dijo, con tono distraído, mientras se arreglaba la barba.

      Lico me miró y levantó las cejas, asustado: ambos sabíamos muy bien cómo iniciaba mi padre las reprimendas. Nos mantuvimos en silencio, preparados para lo peor.

      —He sabido que has faltado mucho últimamente. ¿Acaso has estado enfermo? —continuó, sin mirarme.

      No pude decir nada; adiviné en su tono que ya lo sabía todo.

      —¡Contesta! —gritó, atento todavía al espejo.

      —Es muy aburrido. Ya conozco los textos, Jano los repetía siempre.

      Se dio entonces la vuelta y se puso de pie, mirándome fijamente. O él había menguado o yo había alcanzado ya su estatura, porque nuestros ojos se encontraron a la misma altura.

      —¿Y las leyes, también te aburren? Porque he visto asimismo al maestro de leyes…

      En una mano tenía la navaja de afeitar. Las venas de su cuello estaban inflamadas y resoplaba, cada vez más alterado.

      —¡Claro, andas de fiesta en fiesta, presumiendo como si ya fueras un abogado consagrado o un cónsul! —gritó—. Pero… has de saber que mi hermano Hiberino ha llegado adonde está por su propio esfuerzo. Si él hace cuanto quiere con su tiempo y su dinero es porque solo le pertenecen a él. Él ha escogido a esa mujer y ese estilo de vida porque puede elegir lo que quiera. En cambio, tú… Tú aún no eres nada.

      Dicho esto, soltó la navaja y me sujetó con fuerza por un brazo.

      Sentía que la otra mano iba a golpear de un momento a otro contra mi cara.

      —¡Escúchame bien! Ya estoy enterado de todo: ¿quién no lo está? Todo el mundo sabe que andas por ahí presumiendo y paseando con esa ramera capaz de hechizar al más inteligente de los hombres con tal de sacarle las entrañas.

      —No, padre. Eolia…

      No pude decir más, su palma abierta chocó como si fuera de madera contra mi mejilla y casi caí al suelo a causa del impacto.

      —¡Eolia es una ramera! ¡Qué sabes tú de la vida! Eres tan solo un pollo que ha dejado el cascarón. La zorra hace lo que quiere con Hiberino. Él puede comprar el placer al preció que quiera, pero a ti te está convirtiendo en un payaso. Esa ropa que llevas no es adecuada para tu edad. ¿Quién ha podido aconsejarte sino ella? Y tú, Lico —dijo mirándolo—, eres un necio y un traidor. ¿Has pensado que ya soy viejo y que he perdido el control de las cosas? Te encargué expresamente que se entrenara y has consentido que lo tambalee el primer viento. Así nunca llegará a ser un atleta. ¿O es que temes que te arrebate el puesto?

      Dos gruesas lágrimas corrieron por las mejillas de Lico. Bajó la cabeza avergonzado y suspiró. Amaba a mi padre y le debía todo cuanto era. Había sido siempre su ojo derecho y si se esforzaba por ganar en las carreras era por él. Supongo que jamás antes había sufrido su cólera de aquella forma.

      El veredicto de mi padre fue inapelable. Ambos tuvimos que abandonar la casa de vía Lautitia y nos marchamos a vivir fuera de los muros, en la casita que antes ocupaba Lico, donde estaban las cuadras de los caballos y los carros, junto al circo.

      La vida fue entonces muy dura para mí. Además, parecía que todo se ponía en mi contra: el cielo estuvo despejado desde los primeros días de febrero y la primavera llegó presurosa, con calores tempranos y vientos suaves. Lico me levantaba de madrugada y me hacía correr hasta que el sol estaba alto. Luego debía saltar sobre una tabla con muelles para fortalecer las piernas y ganar en equilibrio sobre el carro. Las mañanas las pasaba en la escuela y por las tardes entrenaba, hasta el anochecer, en la pista. Al final del día caía rendido sobre los textos que debía leer a la luz de la lucerna y me parecía que nunca llegaría el descanso. Lico se mostraba implacable y yo no me atrevía a proponerle una tregua.

      Pero aquella ascética rutina, que duró largos meses, dio sus frutos: llegaron por fin los juegos en honor de la Magna Mater y me sentía en forma.

      Empezaron los preparativos coincidiendo con mis primeros logros en el entrenamiento. Lico me había advertido que si no lograba mantenerme erguido en las curvas no iba a consentir que me presentara a la competición. Yo me sentía fuerte y con ganas de participar, aunque aún encogía una pierna para sostenerme cuando el carro se inclinaba al virar.

      —Tu padre no soporta que el auriga no domine completamente la plataforma —dijo una tarde, al terminar el entrenamiento en la pista.

      —Pero… en la biga eso es casi imposible —dije.

      —Ya lo sé, pero si no logras disimularlo lo suficiente, no podré dejarte competir este año.

      —Mis tiempos son buenos y manejo a la perfección el adelantamiento… ¿Qué puede importar una mera cuestión estética?

      —Tu padre es así, tú ya lo conoces bien; son manías, o llámalas como quieras.

      Desde ese mismo día centré toda mi atención en mi pierna derecha. Una tarde conseguí mantenerme bien firme después de forzar al máximo los caballos. El truco consistía en cambiar de posición la mano izquierda y tensar el brazo desde la baranda frontal, mientras sujetaba las riendas con la derecha.

      Corrí hasta la casilla, pues Lico se había retirado hacía tiempo:

      —¡Lo conseguí! ¡Ya puedo competir! —le dije entusiasmado.

      —Más te vale. Tu padre llegará mañana o pasado —dijo, mientras se enfundaba en la túnica para acompañarme a comprobarlo.

      Cuando di siete vueltas con absoluta seguridad y firmeza, corrió hasta el almacén y montó el carro que solía utilizar.

      Se puso en línea conmigo y pidió al guarda que diera la salida. El sol se había ocultado hacía un buen rato y la luna presidía aquella noche serena de primavera. Sonó la señal y Lico se puso enseguida a varios metros por delante de mí, pero conseguí recuperar el terreno y aguanté, superándolo incluso en varias ocasiones. Ambos carros cruzaron la meta casi a la vez y el guarda aplaudió entusiasmado desde la puerta de las cocheras.

      Cuando nos hubimos detenido del todo, Lico saltó hasta mi carro y revolvió mis cabellos cariñosamente.

      —¡Eres un mimado de la Fortuna! —dijo sonriendo—. El sacrificio de estos meses ha merecido la pena. Tu padre estará contento cuando te vea en la pista.

      En aquel momento sentí deseos de correr con él hacia la calle de las tabernas para celebrar el acontecimiento y le dije en tono suplicante:

      —¿No podemos beber aunque sea solo unos tragos? Estoy agotado y necesito llenar el espíritu.

      —No —respondió con firmeza—. Si mañana llegara tu padre podría encontrarte con las piernas vacilantes. Recuerda que una copa de vino siempre llama a sus hermanas y el tiempo corre en las tabernas como si le hubieran salido alas.

      ¿Quién podía quitarle la razón? Los juegos estaban cerca y era más prudente contener la euforia.

      Aquella noche di vueltas en el lecho. Soñé despierto con la victoria y deseé atravesar la puerta del triunfo. Si vencía en los juegos podía impresionar a Eolia, que como


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