La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid

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La luz del Oriente - Jesús Sánchez Adalid


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la mañana me despertaron las voces de mi padre y el ruido de las carretas, fuera, en la calle. Pensé: «Gracias a Zeus mi mente está despejada». Salí al exterior, desnudo, y me topé con él en el mismo umbral de la puerta.

      —¡Por Heracles! Veo que tus músculos están a tono —dijo sonriendo, y me abrazó de forma menos mecánica que la habitual.

      Junto a él estaba Lico, vestido ya, sujetando las riendas del caballo. Enseguida me di cuenta de que ya le había contado los logros de la noche anterior. Ambos cruzamos una mirada de complicidad.

      Frente a la casa, descargaron las piezas de un nuevo carro que habían venido embaladas en una de las carretas. Cuando se desprendieron los envoltorios, aparecieron los riquísimos adornos dorados y las maderas oscuras delicadamente pulidas.

      —¿Qué te parece? —dijo mi padre orgulloso—. Un tratante turdetano me debía dinero hacía tiempo y pude echarle mano a esto, antes de que lo despedazaran los demás acreedores. Pienso montarlo en la procesión de las Megalensias, con el vencedor de los juegos a mi derecha.

      Un manojo de nervios se adueñó de mi estómago.

      Mi padre se marchó enseguida al centro de la ciudad, y quedó en regresar por la tarde para supervisar él mismo los entrenamientos y el estado de los caballos que habían de participar en las pruebas.

      Cuando estuvimos solos, Lico se puso frente a mí y me habló con firmeza:

      —¡Escucha! Todo cuanto has sufrido hasta hoy puede ser recompensado esta misma tarde. Es muy importante que consigas controlarte como ayer. Impresionar a tu padre no es fácil, pero he visto su rostro iluminarse cuando le hablé esta mañana de tu habilidad sobre la biga.

      —Tengo que conseguirlo, Lico. Estas Megalensias son muy importantes para mí. Necesito hacerlo bien en esos juegos. ¡Quiera Zeus que mi padre quede conforme!

      —Para que puedas juntarte en las fiestas con tu tía Eolia —respondió con ironía.

      —Ah, pero…

      —¡Ahora puedo decírtelo! —Me sujetó por los hombros—. A un muchacho de tu edad le traiciona la mirada cuando está cegado por la pasión. Te he visto mirarla a todas horas cuando vivías en casa de Hiberino. Además, ¿has olvidado que hablas en sueños? Acepta un consejo: olvídate de ella. Esa mujer ha traído problemas a los hombres que se han cruzado con sus ojos y, créeme, no han sido pocos.

      Comprendí las palabras de Lico, pero sentí que las cosas iban a discurrir de otra manera. Me ilusioné con quedar en un buen puesto para poder impresionarla y sentirme como un hombre a su lado.

      Las piernas me temblaron cuando subí al carro aquella tarde. Mi padre estaba en las gradas, junto a otros propietarios, discutiendo o riendo a carcajadas, como solían hacer cuando se juntaban. De vez en cuando miraba de reojo hacia la pista, aunque se esforzaba por mantenerse indiferente; como en otras ocasiones, parecía no querer dar importancia a mis asuntos. Yo, en cambio, tenía la mente en blanco.

      —¡Recuerda! —gritó Lico con autoridad—: El brazo derecho en las riendas y el izquierdo extendido desde la baranda, los pies firmes y el cuerpo ligeramente hacia delante. Y ¡borra ese gesto de temor!

      Dio la señal y arreé los caballos con un grito potente y seguro, pero enseguida me traicionaron los nervios: aunque en la primera curva conservé la entereza, en la segunda no pude evitar volverme para ver el rostro de mi padre y encogí la pierna derecha; en las siguientes me arrugué de forma ridícula, como hacía meses que no me ocurría.

      Cuando detuve el carro, Lico corrió hasta las riendas apretando los dientes con rabia y maldiciendo sin parar. Volví a mirar a las gradas y vi que mi padre me daba la espalda con desprecio.

      Cuando nos juntamos más tarde, en las cocheras, dijo con gravedad:

      —Lico, correrás con los negros en la biga que compré a Félix; este año no quiero que compita la cuadriga.

      —Pero, amo…

      —¡No se hable más de este asunto! —replicó mientras caminaba hacia su caballo para volver a la ciudad.

      Lico me miró entonces con gesto apenado. Yo corrí hasta la casilla y me desahogué golpeando todo lo que encontraba a mi paso. Luego me dejé caer en el lecho y lloré como un niño.

      El día siguiente dieron comienzo las fiestas con el traslado de la diosa desde su templo, junto al río, hasta el foro principal. Como fuimos a pasar la noche a la casa de la ciudad, los tímpanos y las flautas nos despertaron muy temprano. Al abrir los ojos, me encontré con la desilusión de que había llegado el gran día y yo había sido excluido.

      Toda Emerita estaba engalanada para recibir a la Gran Madre, recordando el día en que su imagen llegó al puerto de Ostia, en la Magna Roma. En el foro había un inmenso pedestal adornado con miles de flores para servir de trono a la diosa. A ambos lados se habían situado los estrados y, frente al Fornix, la tribuna de las autoridades.

      Mi familia no solía acompañar la imagen en su llegada, sino que la esperaba en la plaza, ocupando el lugar que le correspondía. Ese año no acudió mi abuelo Quirino, pues se encontraba delicado de salud. Mi padre se sentó con los militares y a mí me pusieron junto a Hiberino. Mi tío llegó tarde, como siempre, cuando la diosa estaba ya casi en el foro. Como era de esperar, entró solo, jadeante y sudoroso, refunfuñando; era poco amigo de las ceremonias públicas.

      La procesión cruzó el arco y la multitud gritó de emoción. En otras ocasiones yo había sentido la excitación del momento, pero mi ánimo estaba derrumbado. La entrada fue verdaderamente espectacular: delante de la carroza, una gran carreta tirada por bueyes sostenía una jaula repleta de leones que hicieron estremecer al gentío con sus rugidos. Múltiples cintas de colores unían la jaula con la mano de la diosa, como si ella misma condujera a las fieras. Sobre la cabeza de Cibeles, las torres que la coronaban lanzaban humo hacia las alturas.

      —¡Mírala! ¡Allí, junto a los coribantes, bajo la peana de Atis! —exclamó mi tío Hiberino al tiempo que me golpeaba con el codo.

      Era Eolia, vestida a la manera frigia, con el rostro brillante y transfigurado, danzando frenéticamente al ritmo de los sistros. Pude comprobar que era el centro de muchas miradas, eclipsando incluso a la misma diosa entre los que estaban más cerca.

      Mi tío se frotaba las manos de gusto y reía nerviosamente sin apartar los ojos de ella.

      —¡Es hermosa! ¡Es como una diosa! ¡Qué mujer! De verdad soy afortunado.

      Y de verdad lo era, pensaba yo. La estuvimos siguiendo con la vista, pero desapareció entre la gente cuando la multitud que seguía a la comitiva llegó a la plaza.

      10

      Aquella misma tarde, después de la entronización de la Magna Mater en el foro, daban comienzo las competiciones en el circo. Los tres primeros días se dedicaban a las carreras y los siguientes al anfiteatro y al teatro. Las celebraciones terminaban con una grandiosa representación en la que se ensalzaban los misterios de la vida de la diosa. El sol brillaba con fuerza. Casi parecía verano. Al ser el primer espectáculo, la gente corría eufórica en dirección al circo desde bien temprano. Lico llegó pronto a recogerme. Estaba tranquilo. Si yo hubiera tenido que participar no habría cerrado los ojos en toda la noche.

      Cuando llegamos a la pista, uno de los esclavos corrió hacia nosotros.

      —¡Legnus no participa! —anunció—. Lo encontraron hace un rato, sin conocimiento, cerca del río: el vino lo ha ganado este año.

      A Lico se le iluminó el rostro. Legnus era su mayor opositor: compartían las victorias desde hacía dos temporadas. Sin él en la pista, el ganador estaba designado. Después de alegrarse por él mismo, se entristeció por causa mía.

      —¡Lástima! —dijo, mirándome con cariño—, si corrieras tú tendrías muchas posibilidades.

      Decidí permanecer en el callejón, junto a la


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