La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid

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La luz del Oriente - Jesús Sánchez Adalid


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expectación era enorme. No quedaba un solo sitio vacío y la multitud gozaba viendo llegar a los participantes. Mi padre saludó a los otros propietarios y fue inspeccionando cada uno de los carros.

      —Nada nuevo —dijo cuando regresó junto a nosotros—. Sin Legnus esto es pan comido. Quiero que te pongas en la cabeza, Lico, que no haya duda alguna desde el principio de la carrera.

      —¡Lico, recoge ya tu palma! —gritó un espectador desde las gradas.

      Miré a mi padre con gesto suplicante, pero no vi vacilación alguna en sus ojos; cuando tomaba una decisión era imposible lograr que se volviera atrás.

      Súbitamente, la gente comenzó a ponerse en pie; las autoridades se estaban acomodando en la tribuna. Después de que el cónsul hiciera su entrada, la atención del público comenzó a centrarse en uno de los callejones. Algunos señalaban con el dedo. El carro de Legnus estaba en la fila, como dispuesto a salir a la pista, con los brillantes caballos sujetos por un esclavo.

      —¿Y eso? —pregunté a Lico.

      —No te preocupes. Es obligación del esclavo preparar el carro.

      Los aurigas fueron subiendo a sus plataformas y dirigiéndose hacia la línea de salida. Lico estaba el último, todavía a mi lado en el callejón.

      —¡Vamos, quítate la túnica! —me dijo.

      —¿Qué?

      —¡Que te pongas esto! —dijo mientras se desnudaba y me entregaba su ropa de auriga—. Es una oportunidad única: sin Legnus quedarás el primero. Nunca más te obsequiará la Fortuna con una tarde como esta. Una vez consagrado y con la palma en la mano, tu padre no podrá decirte nada. Ya sabes cómo trata la multitud al vencedor.

      No dudé antes de tomar mi decisión. Me puse la túnica de auriga y corrí hacia el carro, pues los demás estaban ya camino de la línea. Pensé: «Si me mata por esto, no podré morir siendo más feliz». El corazón me golpeaba con furia en el pecho y respiré hondamente una vez en la plataforma, pisando con fuerza las maderas, para darle firmeza a las piernas. Miré en torno a la gente y comprobé cómo se interrogaban unos a otros, extrañados. Cuando localicé el rostro de mi padre, de pie bajo la tribuna, fijé los ojos en él.

      «Siempre te he obedecido sin rechistar y no me has tratado mejor que a un esclavo», quise decirle con la mirada. Entonces disimuló su rabia forzando una sonrisa, pues sus amigos le daban golpes en la espalda y le felicitaban, ajenos a lo que de verdad estaba pasando.

      Entonces, el gentío se puso en pie y comenzó a aplaudir, mirando hacia la salida principal. Legnus apareció corriendo por mitad de la pista, en dirección a su carro, radiante y con el rostro pletórico, sin signo alguno de debilidad.

      —¡Qué maricón! —oí gritar a Lico—. Ha sido todo una maniobra teatral para darle esplendor a su llegada.

      La situación era ya irremediable. Yo iba camino de la línea y estaban a punto de dar la salida. «La mano izquierda firme en la baranda y la derecha en las bridas. Si he de quedar en mala posición, al menos que no me arrugue ni me caiga en las curvas», pensé.

      La señal de salida sonó y mis caballos arrancaron de forma inmejorable, pero, antes de cumplirse la primera vuelta, Legnus ocupaba claramente el primer lugar, seguido de un joven de Itálica. En la segunda vuelta estuvimos tres veces en línea. Legnus corría confiado, porque Lico no estaba en la pista. Hacía piruetas y maniobras acrobáticas, para ganarse al público y aderezar así la victoria que tenía segura. En la cuarta vuelta le tomé la delantera, aprovechando que se descuidó al entregarse a uno de aquellos movimientos. El de Itálica también lo pasó. Me parecía mentira, pero iba el primero. Oí detrás de mí un fuerte impacto y volví la cabeza: el carro del de Itálica había perdido una rueda al golpearse con la espina y hacía eses. Legnus intentó pasarlo pero ya quedaba solo una vuelta. Cuando consiguió ponerse detrás de mí forzó al máximo los caballos, pero yo iba ya a entrar en la meta. Fue poca la diferencia, pero conseguí vencerlo limpiamente.

      Había sido la primera carrera de los juegos y no podía haber transcurrido de forma más espectacular. El público estaba en pie, enfervorizado, cuando me detuve, y los criados de la cuadra y Lico corrieron hacia mi carro.

      —¡Lico, ha sido la Fortuna! —dije cuando llegó hasta mí.

      —No, eres bueno de verdad, ha quedado bien claro a los ojos de todos. Ese presumido de Legnus ha tenido su merecido: un principiante, y en la primera carrera del día, lo ha dejado en ridículo.

      En efecto, el público se volcó conmigo para castigar la arrogancia de Legnus. La victoria fue por eso más jugosa. Además él se enfureció y quiso, a gritos, hacer ver que el de Itálica había sido el causante de su derrota. Pero nadie le hizo caso.

      En las siguientes pruebas en las que participó venció, como era de esperar, pero los triunfos ya no le lucieron. Cuando fuimos juntos a recoger la palma, me dijo entre dientes:

      —Has tenido suerte, pero en los juegos de otoño nos veremos.

      Faltaban meses para los juegos de otoño; ¿quién podía pensar ahora en ellos?

      Crucé el arco de laureles con la palma en la mano y el alma hinchada por los halagos y las muestras de admiración de la gente. Aquello parecía un sueño, pero frente a la puerta triunfal me topé con la realidad y se me heló la sangre: mi padre estaba esperándome con sus amigos y vi la gravedad de su rostro, aunque adiviné cierta confusión en sus gestos. Todos me rodearon abrazándome y él también se acercó para felicitarme. Pensé que lo hacía porque estaban los otros delante, pero que luego, en casa, me sacaría la piel a tiras.

      Más tarde, olvidé el temor en las tabernas. Lico y los demás aurigas y criados me llevaron casi en volandas a beber vino. Todo estaba abarrotado de gente y en los brindis siempre citaban mi nombre. Cuando fui a llevarme la copa a los labios, Lico detuvo mi mano.

      —¡Espera! —dijo—. Hagamos una libación en honor de la Magna Mater. Hoy te ha mirado directamente a los ojos.

      Ambos arrojamos el vino al suelo y pedimos que llenaran de nuevo los vasos.

      11

      Cuando empezó a oscurecer, llegó el momento de ir a casa de Hiberino. Mi tío ofrecía una cena a sus amigos, como solía hacer el día grande de la fiesta. Animado por el vino, crucé la puerta dispuesto a encontrarme con mi padre, que ya había llegado.

      En efecto, estaba en el patio, bebiendo de pie con el resto de los invitados, esperando pasar al triclinio. Cuando entré, se acercaron todos a mí para felicitarme de nuevo. Él permaneció en su sitio. Me acerqué sin poder ocultar el temor en el rostro. Cuando estuvimos el uno frente al otro, sonrió con sinceridad y extendió los brazos.

      —Ven a mí, hijo mío —dijo—. ¿Cómo voy a desaprobar yo lo que la Fortuna ha querido hacer esta tarde?

      Pidió vino a voces y lo escanció él mismo en mi copa. Después inició los cánticos de los vencedores y los demás lo seguimos, entusiasmados, forzando al máximo las gargantas.

      Aquella fue la primera vez que me sentí como un hombre más en presencia de él y sus amigos. Ocupé un lugar de honor en el triclinio y bebí cuanto quise sin que nadie me llamara la atención. Hiberino había dispuesto todo de manera que resultase una fiesta inigualable. Él estaba más ocurrente y alegre que nunca. Cuando empezaron a servir los platos, se acercó a mí y me habló al oído:

      —Ahora viene lo bueno —dijo.

      Creí que se refería a una inmensa fuente de pájaros dorados en las brasas, pero enseguida me di cuenta de lo que se proponía. Por una de las puertas laterales entró un pequeño coro acompañado de instrumentos y cantando dulcemente. Un poco después entró Eolia, ricamente vestida y tocada con el gorro frigio. Nadie hacía sonar la lira como ella. Cantó y recitó poemas, danzó y después vino a echarse junto a mi tío. Él se puso en pie y anunció su próxima boda. Hiberino gustaba de hacer así las cosas, dramatizando,


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