La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid

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La luz del Oriente - Jesús Sánchez Adalid


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esas ropas de niño no podrás pasar por la calle sin que se vuelvan para mirarte.

      —Deja que ella te aconseje —dijo Hiberino—. Mañana os acercaréis los dos al sastre para que te hagan ropas a la moda. Se ve que tu padre no te ha instruido para vivir en sociedad.

      —Pero ven temprano para que te corte un poco el cabello. Se me da muy bien, ¿verdad, Hiberino? —añadió Eolia.

      Cuando regresé a casa aquella noche aún no había llegado Lico. Estuve contemplándome en el espejo, tratando de descubrir si mis ropas delataban mal gusto o descuido.

      Lico llegó muy tarde, cargado de vino; el olor a taberna me llegó en cuanto cruzó la puerta.

      —¡Vaya, estás levantado! —dijo, mientras se dejaba caer sobre el diván.

      —He cenado en casa de Hiberino.

      —¿Estaba la bella Eolia? —preguntó con sorna.

      No contesté a la pregunta. Me fijé en las ropas de Lico; me agradaba su estilo juvenil, con la túnica corta, sobre la rodilla, y las correas bien ceñidas desde los tobillos.

      —¿Tú crees que esta ropa que llevo está mal? —pregunté.

      Rompió a reír después de mirarme de arriba abajo.

      —Para Metellinum no está mal, pero ahora estás en Emerita —contestó—. Aquí se cuida mucho el aspecto exterior. Si quieres, mañana podemos ir a comprar algo adecuado.

      —Ya he quedado con Eolia. Me cortará el cabello y me encargará en el sastre ropa a su gusto. ¿Crees que encontrará lo que necesito?

      —¡Por Hércules! No podrás tener mejor maestra en el arte del vestir. Desde que tu tío se juntó con ella parece un senador.

      Por la mañana fui aprisa a casa de Hiberino, impaciente por encontrarme de nuevo con Eolia. Cuando llegué, el atrio estaba aún a oscuras y el criado me dijo que regresara más tarde, porque sus amos estaban aún en el lecho. Pero cuando me disponía a salir, escuché a Eolia llamarme desde el alto.

      —¡Félix! ¡Pobrecillo! Había olvidado que quedé contigo. ¡Sube!

      Apareció cubierta tan solo por una sábana que la envolvía desde el escote y que sujetaba con una mano. El pelo le caía suelto sobre los hombros, largo y con una ligera ondulación, mucho más hermoso que cuando llevaba su peinado habitual, tan estudiado. Cuando estuve en el alto me tomó la mano y me llevó hasta su alcoba. Mi tío estaba en la cama y se revolvió quejumbroso cuando Eolia abrió las ventanas y entró la luz. Me pareció inmenso, como una mole entre las mantas. Me miró y sonrió mostrando el hueco que habitualmente cubría un diente de oro.

      —¡Ay! Lo peor de las juergas es siempre el día siguiente —dijo—. Si algún médico encuentra una pócima que mitigue la resaca se cubrirá de oro.

      Alargó la mano hasta la vasija del agua y bebió a grandes tragos.

      Unas criadas entraron portando jarros humeantes y llenaron una bañera que había al fondo, entre unas macetas. Eolia, de espaldas, dejó caer la sábana y se metió en el agua sin pudor. En un gesto reflejo, volví la cara hacia mi tío.

      —No te asustes —dijo—. No hay un cuerpo como ese en toda Hispania. No desprecies la suerte de contemplar algo tan bello por tu escrupulosa conciencia.

      A pesar de la desinhibición de Hiberino, no pude volver a mirar en aquella dirección: no estaba acostumbrado a aquella espontaneidad de costumbres. Después de bañarse, Eolia se vistió detrás de un biombo, mientras canturreaba alegremente.

      —Ven y siéntate aquí —me dijo luego.

      Cuando me hube sentado en el taburete, se situó detrás de mí e introdujo sus dedos entre mis cabellos suavemente, de la nuca hacia la coronilla.

      —Tus cabellos son delicados y brillantes como los de tu madre. Gracias a Zeus no has heredado los rizos espesos de tu padre.

      Yo siempre había lamentado no parecerme a mi padre, pues era fuerte de constitución, ancho de espaldas y de mentón prominente. Mi estatura era mediana y mi cuerpo ágil, aunque no musculoso, de formas semejantes a los miembros de la familia de mi madre, que contaban con fama de ser bellos de rostro. Me halagaban las palabras de Eolia, que me parecía la mujer más hermosa que había conocido. Ella despertó en mí el deseo de gustar.

      Cuando terminó de cortarme el cabello, extendió una mixtura brillante a lo largo de algunos mechones y me perfumó el cuello y los brazos.

      —Solo falta una cosa —dijo.

      Extrajo de un cajón una navaja afilada y rasuró el bozo que me crecía, oscuro, sobre el labio superior y en la barbilla. Después colocó delante de mí el espejo y deleitó de nuevo mi vanidad.

      —¡Qué lástima que no pueda verte ahora tu madre! Verdaderamente eres un muchacho agraciado por la diosa Fortuna, que reparte sus dones donde quiere y dota de belleza a quien ella elige.

      Después de decir aquello, me besó dulcemente en las mejillas y el rubor acudió de nuevo a ellas.

      —Sí, no está mal —dijo mi tío, que acababa de levantarse—. Disfruta ahora que puedes, antes de que acuda la grasa a tu cintura y se descuelguen tus formas, o el pelo se te escape día a día, desde la frente hasta la nuca. El tiempo, que solo perdona a los dioses, tiene ya su sentencia dictada.

      Aquella misma mañana el sastre me tomó las medidas. En pocos días tuve túnicas de los mejores tejidos, una clámide al estilo griego y una trabea blanca adornada con bandas de púrpura. Pronto empecé a gustar el placer de ser admirado en las calles.

      Cuando llevaba cierto tiempo en Emerita me di cuenta de que no echaba en falta la vida campestre. Vivir en la ciudad tenía su propio encanto. Entonces, me sentí lejos de la autoridad de mi padre y sin darme cuenta empecé a actuar de forma opuesta a como él lo hubiera hecho en mis circunstancias. Fue como una liberación y, a veces, como una venganza contra la vida austera y monótona de Villa Camenas.

      Comencé la nueva visión de mi entorno centrando mi admiración en mi tío Hiberino y, sobre todo, en Eolia. Me encantaba aquella casa, y la originalidad con la que ellos resolvían los asuntos cotidianos. Aunque tenía dieciséis años, mi alma era como una tabla sin escritura y brotó en ella el deseo de tener experiencias. A esa edad es difícil resistirse a la seducción de lo externo.

      La misma mansión de mi tío estaba dispuesta para impresionar, y no se organizaba nada sin el disimulado propósito de causar admiración y envidia en los demás. Aquella superficialidad me embargó, y su dulce placer fue también liberación y venganza contra el deseo enfermizo de buscar el sentido profundo de la existencia, heredado de mi madre y de mi abuelo Quirino.

      Mi mente se ahuecó entonces y se enamoró de la vanidad. Debo agradecer a Lico, con su duro entrenamiento, que mi cuerpo no sucumbiera a la obesidad y a la languidez que lo acechaban en aquel régimen de vida. Él me hizo consciente de que un buen armazón físico es el mejor aliado del hombre, incluso a la hora de divertirse.

      Lo había visto someterse a largas privaciones y agotadores ejercicios, con la misma naturalidad con la que se entregaba después al placer y al vino, siendo capaz de tumbar en la taberna al más entrenado de los borrachos. Nunca fui capaz de llevar hasta el extremo aquella alternancia programada, pero aprendí miméticamente a no dejarme arrastrar nunca del todo por el vicio.

      Mi vida social empezó en casa de Hiberino, recién estrenado el rigor del invierno. Ya llevaba yo cierto tiempo empeñado en desterrar de mí cualquier actitud que delatara mi anterior vida en el campo. De manera que comencé a sentirme de Emerita, como si no hubiera vivido jamás en otra parte. Como mi casa era fría y estaba poco acondicionada, mi tío, animado por Eolia, me invitó a pasar el invierno con ellos. Así, pasé a vivir en su opulenta mansión de la vía Lautitia y me sumergí alegremente en su ambiente. Aunque Lico me avisó de que mi padre no aprobaría el cambio, no puso mayor inconveniente, pues las lluvias anegaron los caminos y el entrenamiento de la biga hubo de verse interrumpido. Pero


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