Corazón Latino. Michelle Reid

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Corazón Latino - Michelle Reid


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no dudaba de que si se alojaban allí era porque podían pagar su alto precio.

      Pensó en cuánto había cambiado ella en aquellos siete años. Entonces no se le hubiera ocurrido cuestionar el precio de una suite de hotel. La habían educado para lo mejor, sin pensar en el precio.

      Ahora no solo pensaba en el precio, sino que se preguntaba cuánto tiempo iba a tener que trabajar para pagarlo.

      De hecho, el dinero era una obsesión para Caroline en aquel momento. O más bien la falta de ello, junto con la necesidad constante de alimentar al monstruo en el que se había convertido su casa familiar.

      Frunció el ceño mientras buscaba entre la gente la figura alta y delgada de su padre.

      Durante dos siglos había habido miembros de la familia Newbury viviendo en Highbrook Manor. Pero las posibilidades de que siguieran estando allí los Newbury dependían de lo que estaba haciendo su padre en aquel momento precisamente.

      Caroline atravesó el edificio y fue a preguntar a recepción si su padre había dejado algún mensaje.

      No había dejado mensaje alguno.

      Fue a comprobar que no estaba en ninguno de los bares de los salones, con la débil esperanza de que se hubiera quedado charlando allí y hubiera perdido la noción del tiempo.

      Su corazón empezó a latir más intensamente, porque sabía que solo podía estar en un lugar.

      Tomó una escalera que bajaba. Aquello necesitaba un coraje especial, que solo alguien que la hubiera conocido hacía siete años podía comprender. Cuando llegó abajo, le temblaban las piernas. Prácticamente no había cambiado nada. Seguía teniendo un cartel anunciando el gimnasio, los salones de belleza y la piscina cubierta.

      Seguía teniendo un par de puertas a la derecha, que estaban firmemente cerradas como para mantener cuidadosamente oculto de ojos inocentes lo que pasaba detrás de ellas.

      Pero el cartel que colgaba de las puertas no era inocente: Casino.

      Un lugar donde la excitación compulsiva y la desesperación se daban la mano, y donde una carta o un dado tenían el potencial de salvarte o hundirte.

      Si se había rendido a sí mismo, estaba segura de que lo encontraría detrás de esas puertas, pensó, mientras daba un paso al frente.

      —Se sentirá decepcionada —dijo una voz.

      Caroline se dio la vuelta, sorprendida, y descubrió al extraño con quien había compartido el ascensor. Alto, moreno, indiscutiblemente atractivo…

      Caroline volvió a sentir un vértigo en el estómago, puesto que se parecía terriblemente a Luis. Era de la misma edad, la misma constitución física, el mismo color de piel y de pelo, típicamente español.

      —¿Cómo dice? —dijo ella.

      A Luis también lo había conocido allí, en ese lugar del edificio.

      —El casino —el hombre hizo un movimiento de cabeza en dirección a las puertas—. No abre hasta las diez. Llega demasiado temprano.

      Instintivamente miró el reloj. Eran las nueve y cuarto. Aliviada, sonrió al extraño.

      Ahora se sentía culpable. Por no confiar en su padre, por estar enfadada, por pensar lo peor de él.

      —¿Le apetece tomar un vaso de vino en el bar del salón? —la invitó el extraño.

      Caroline se puso colorada, dándose cuenta de que el hombre había malinterpretado su sonrisa.

      —Gracias, pero estoy acompañada —le informó, y se dio la vuelta hacia la escalera.

      —Por tu padre, sir Edward Newbury, ¿quizás?

      Caroline se detuvo.

      —¿Conoces a mi padre?

      —Nos conocemos —sonrió él, con una sonrisa enigmática, como si supiera algo que ella ignorase—. Lo acabo de ver —agregó—. Cruzó el edificio rumbo a los ascensores, hace unos minutos. Parecía estar en un apuro… —volvió a sonreír burlonamente.

      Ella se sintió incómoda.

      —Gracias —dijo ella cortésmente—. Por decírmelo —se dio la vuelta nuevamente y se alejó de él.

      El hombre le sujetó la muñeca.

      Ella se sobresaltó.

      —No te marches corriendo —murmuró él—. Realmente me gustaría conocerte mejor.

      Su voz era agradable, pero el que le hubiera sujetado la muñeca había sido una intrusión, y hubo algo que la alertó, porque estaba segura de que si intentaba soltarse, él la sujetaría más fuertemente.

      No le gustaba aquel hombre, pensó. Ni su atractivo físico, ni su encanto, ni su confianza en sí mismo, ni que usara la fuerza para detenerla.

      Ni aquella sensación de que hubiera estado espiando sus movimientos. Ni que ella se sintiera vulnerable a su presencia.

      —Por favor, déjame marchar —dijo ella.

      Él apretó más su muñeca.

      —Pero si te dejo marchar, no sabrás cómo conocí a tu padre —señaló él—. O mejor aún, dónde lo conocí…

      —¿Dónde?

      —Bebe un vaso de vino conmigo —insistió él—. Y te lo diré.

      —Estoy segura de que si a mi padre le parece memorable el haberte conocido, me lo contará. Y ahora, si me permites… —tiró de la muñeca, y luego subió la escalera sin mirar atrás.

      Pero por dentro estaba temblando, porque tuvo miedo de que él la persiguiera. Y le había hecho daño en la muñeca.

      ¿Quién era? ¿Qué relación tenía con su padre?

      En cuanto entró en la suite se dirigió a la puerta de la habitación de su padre. Después de golpear insistentemente, la abrió y descubrió que su padre se había ido nuevamente.

      Por el modo en que había dejado la ropa, debía de haberse marchado deprisa.

      ¿Querría evitarla? ¡Oh, sí! Estaba intentando evitarla, lo que quería decir una sola cosa. Había vuelto a descarrilarse otra vez.

      En un acto de rabia, se agachó a recoger los pantalones del suelo y estaba a punto de tirarlos encima de la cama cuando algo cayó de uno de los bolsillos. Cayó encima de uno de sus pies. Parecían recibos. Los alisó.

      Durante unos segundos se quedó inmóvil, casi sin respirar. Y luego, empezó a examinar cada uno de los bolsillos de la ropa que se había llevado a Marbella.

      Diez minutos más tarde, estaba de pie en medio de la habitación, mirando a su alrededor.

      Llevaban menos de veinticuatro horas en Marbella, y según los recibos, en ese tiempo su padre había jugado y había perdido casi cien mil libras.

      De pie, al lado de una ventana de una habitación de control, Luis Vázquez miraba el suelo del casino del hotel, una de sus últimas adquisiciones de hoteles de lujo.

      No lo podían ver desde abajo. La ventana le permitía mirar, pero no que lo vieran. Y detrás de él se encontraba el verdadero control, a través de un circuito cerrado de pantallas de televisión vigilado por el personal de seguridad.

      La ventana era simplemente otra forma de ver el salón del casino en su totalidad.

      Luis prefería controlar la planta del casino con sus propios ojos. Debía de ser porque había sido un jugador empedernido en un momento de su vida, y no podía creer nada que no viera él mismo. Ahora las cosas eran diferentes. Ya no necesitaba apostar para ganar dinero para vivir. Tenía riquezas, poder y una agradable sensación de respeto hacia sí mismo que le había costado mucho ganarse, y sin embargo…

      Frunció el ceño. El tener respeto a sí mismo no le otorgaba


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