Cuentos ecuatorianos de aparecidos. Mario Conde

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Cuentos ecuatorianos de aparecidos - Mario Conde


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la cabeza. La cara llena de vellos. Un poncho rojo hasta la cintura. Tenía los pies chiquitos, en contraste con unas manos inmensas con las que pepeaba3 unas bolas.

      Un escalofrío recorrió el cuerpo de Vico cuando reconoció al duende; sin embargo, en lugar de salir corriendo, se acercó al observar que las bolas que sostenía el pequeño demonio eran de colores increíbles. Con un movimiento de cabeza, el duende le invitó a jugar y Vico, a quien le brillaban los ojos de las ansias, aceptó.

      Como estaba oscureciendo, fueron al lado de una tienda ubicada al filo de la quebrada, donde un foco alumbraba a las personas que llegaban a comprar en la noche. Vico trazó una bomba en el suelo, ambos pusieron las bolas al centro e iniciaron el juego. Las primeras partidas fueron para él pues era hábil como pocos, mientras su contrincante pateaba el suelo y se retorcía de las iras.

      Tras perder varias partidas, el hombrecito del sombrero enorme, que tenía el rostro encendido de rabia, se acomodó el poncho rojo hacia atrás y la suerte cambió a su favor. Vico no volvió a ganar y en cuestión de minutos se quedó sin una bola.

      El duende guardó las bolas en una bolsita de cuero que llevaba en la cintura y empezó a acercarse al muchacho ambicioso; parecía que quería atraparlo con aquellas manos inmensas. Vico se estremeció y se quedó sin aliento; el demonio estaba a punto de atraparlo cuando, para su suerte, escuchó una voz conocida que lo llamaba.

      —Vico, Vico… ¡A comer, hijo!

      La voz de su abuela le devolvió la respiración. Aliviado, Vico tragó un bocado de aire y se dispuso a marcharse, no sin antes mirar desafiante a su rival y exigirle una revancha para la próxima noche. El pequeño demonio, oculto entre la oscuridad, inclinó el sombrero en señal de aceptación. Entonces apareció la abuela, se extrañó al hallar a su nieto solo a esas horas y se lo llevó a casa.

      En la tarde, luego de la escuela, pasó practicando en el patio de la casa. Al oscurecer, se dirigió a la iglesia y entró allí como si fuera a rezar. Disimuladamente, mojó en la pila de agua bendita las bolas que traía en el bolsillo y se las guardó. Vico salió santiguándose y se encaminó a la cita al filo de la quebrada.

      El duende lo aguardaba escondido entre las sombras, cubierto el rostro con el enorme sombrero negro, sosteniendo la bolsita de cuero en sus inmensas manos. Sin decir palabra, Vico trazó la bomba en el suelo y reanudaron el juego.

      Igual que la noche anterior, el muchacho vicioso ganó las primeras partidas. El duende, a quien parecía que le saltaban los ojos de la rabia, volvió a acomodarse el poncho rojo hacia atrás.

      El rostro del pequeño demonio estaba enrojecido de las iras. De algún modo, aquel muchacho lo había engañado para ganarle, lo que significaba que no podía llevárselo.

      Vico, a diferencia del humillado duende, se sentía feliz y le brillaban los ojos del orgullo. Pero quería más. Deseaba ganarle también la bolsita de cuero, así que retó al demonio a apostarla a cambio de diez bolas.

      El duende aceptó loco de contento y volvieron a jugar. Vico ganó nuevamente. Esta vez el demonio no hizo ningún berrinche; es más, perdió riéndose a carcajadas. Al final, el muchacho ganó la bolsita de cuero y las bolas de colores pero, como la ambición rompe el saco, acababa de perder su alma.

      El duende empezó a acercarse con las manos abiertas, amenazante. En la oscuridad, sus ojos se encendieron como bolas de fuego. Súbitamente aterrado, Vico retrocedió a la quebrada, adonde parecía guiarlo el pequeño demonio. Quería gritar para pedir auxilio, pero sentía que una mano le tapaba la boca. Un sudor frío le recorría el cuerpo. El corazón le rebotaba como si quisiera salirse del pecho. El espanto le nubló la vista.

      Cuando creyó que era el fin y estaba a punto de desmayarse, vio una figura como una aparición bendita. Otra vez era su abuela, que se aproximaba trayendo algo entre las manos.

      La noche anterior, la anciana había sospechado que el maligno andaba rondando a su nieto, así que traía un fuete en una mano y una botella de aguardiente y un paquete de cigarrillos en la otra. Puso la botella y los cigarrillos en el suelo, a un lado del pequeño demonio, a tiempo que gritó en forma amenazante:

      —Duende, duende, ¿prefieres fuete o aguardiente?

      En el acto, el demonio tomó las cosas del suelo y desapareció, dejando su característico olor a azufre. Entonces Vico se desplomó con los pelos erizados, el rostro pálido y rígido, la boca cubierta de espuma.

      Tras unas voces de auxilio de la abuela, los huambaleños acudieron de inmediato desde las casas cercanas. Alguien trajo colonia y la aplicó en la nariz y en la frente del desmayado, en tanto una vecina rezaba el Avemaría. El muchacho empezó a reanimarse lentamente; había faltado poco para que le cargara el duende.

      A la mañana siguiente, Vico halló con sorpresa la bolsita de cuero en el bolsillo del pantalón. La abrió con ansias pero no encontró las bolas de colores increíbles. La bolsa contenía bolitas de excremento de chivo.

      1. La creencia en este ser mitológico se extiende en todo el país. Véase bibliografía.

      2. Sitios apartados o tenebrosos donde se cree que moran malos espíritus o almas en pena.

      3. Lanzar una bola o canica contra otra.

      4. Expresión coloquial de las zonas rurales para referirse al demonio.

      5. Bola o canica que sirve para golpear (pepear) a otras bolas. Se le llama también bola de pepear.

      Según la creencia popular, el alma de un niño fallecido sube directamente al cielo ya que es inocente y pura. Sin embargo, se dice que hay casos en que la almita es tan tierna que no nota la muerte y se queda vagando por la casa donde vivió el cuerpo.

      Se supo de uno de estos casos en un pueblo de la serranía ecuatoriana. Había allí una familia que tenía cuatro hijos, chicos todavía. Un día, ocurrió una desgracia y el más pequeño, un niño de tres años, murió ahogado en una poza de agua.

      Los padres lloraban y gritaban de pena. Como los familiares no pueden vestir a un difunto para el velorio porque este podría llevárselos con él, una vecina, la curandera del pueblo, arregló al niño y le puso un trajecito blanco comprado por los padrinos.

      Una vez que el cuerpo estuvo listo, la vecina colocó las manos del niño en posición de oración, las ató con una larga cinta blanca y dejó los extremos de la cinta sueltos. De este modo, cuando los padrinos del niño murieran, sus almas se aferrarían a la cinta y el ahijado, convertido en angelito, los subiría al cielo.


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