Cuentos ecuatorianos de aparecidos. Mario Conde

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Cuentos ecuatorianos de aparecidos - Mario Conde


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mayor, un chico de unos nueve años, tomó unos caramelos de una bandeja y los puso en las manos del difuntito, tendido en un pequeño ataúd blanco.

      Su abuelo se dio cuenta de la acción y le preguntó por qué había hecho eso. Con naturalidad, el chico dijo que a su hermanito le gustaban los caramelos.

      El anciano sacó a su nieto del cuarto del velorio y lo llevó al patio. Allí le explicó que su hermano había muerto y que los muertos no necesitan comer ni beber. Tras pensar un rato, el chico preguntó:

      —¿Cómo se deja de estar muerto?

      El abuelo reflexionó en silencio. Respondió entonces que no había forma de volver a la vida porque cuando una persona muere, el alma sale del cuerpo y se va al cielo. Eso sí, como su nieto había muerto tan pequeño, su almita debía de andar aún penando por la casa. Con un poco de suerte, incluso era posible observarla, aunque el almita ya no podía distinguir a los vivos.

      —Quiero ver el alma de mi hermanito —pidió el chico.

      El anciano lo tomó de la mano y le acercó a un perro que aullaba por un rincón del patio. Acarició la cabeza del animal y con cuidado le sacó unas lagañas, las que untó en sus ojos y en los del chico.

      —Los perros pueden ver seres del más allá —explicó—; ahora nuestros ojos serán como los del animal y veremos el almita en pena.

      Abuelo y nieto entraron en la casa.

      El ataúd blanco descansaba sobre una mesa. Una pequeña sombra flotaba sobre el ataúd. Pese a no tener una silueta definida ni rasgos humanos, se notaba agitación en los movimientos del almita, como si tratase de entrar en el diminuto cadáver.

      Al abuelo y al nieto se les fueron las lágrimas. La almita estaba penando; a ratos, se apartaba del cadáver y parecía buscar a sus padres o a sus hermanos, pero no encontraba a nadie.

      Pasada la medianoche, la sombra descendió a ras del suelo y salió del cuarto, pasando entre las piernas de los asistentes al velorio, huyendo como si estuviera asustada.

      Al día siguiente, las campanas de la iglesia empezaron a repicar desde las seis de la mañana. Los padrinos y familiares llegaron a la casa en duelo para llevarse al difuntito. El hermano mayor quiso ir al traslado pero el abuelo se lo impidió pues, luego de la iglesia, iban al cementerio, un lugar pesado para los niños.

      Antes de salir de la casa, los padrinos sacaron el cuerpo del ataúd y lo tendieron sobre una banca, en el centro del patio. El padre tomó a sus tres hijos pequeños y los llevó ante el cadáver vestido con el trajecito blanco. El chico mayor distinguió que la almita en pena estaba allí. Los adultos levantaron a los pequeños de ambos brazos y, uno a uno, los ayudaron a saltar sobre el fallecido, como cuando se salta las llamas de la chamiza. De esta manera, los niños no extrañarían a su hermanito y no se enfermarían de pena.

      Con tristeza, el chico miró que la almita se movía con agitación, como si pudiera observar que estaban diciéndole adiós. Los adultos metieron el cadáver en el ataúd y se lo llevaron.

      Luego de ayudar a repartir la comida, el abuelo se acercó al hermano mayor y dijo que era tiempo de que la almita se fuera al cielo. Ambos abrieron la caja donde la madre guardaba la ropa del fallecido, recogieron las pertenencias en un costal y se marcharon de la casa. Como si reconociera sus prendas, la sombra se apartó de los leños y salió flotando detrás del chico y del anciano.

      El abuelo llevó el costal al río y empezó a botar las pertenencias en el agua; así los recuerdos se irían y el alma podría descansar en paz. Cuando el viejo terminó de arrojar las últimas prendas, unas botas de caucho que el niño se ponía para ayudar a regar los sembríos, la almita empezó a flotar más alto. Abuelo y nieto observaron que una pequeña sombra ascendía al cielo.

      6. La historia de las almas en pena se extiende en todo el país y su lugar de origen es incierto. Se puede ubicar la historia como próxima a Cayambe, pues allí aún se practican estas celebraciones tradicionales por la muerte de un niño.

      7. Celebración andina denominada en quichua Tacshay; es una fiesta con música, comida y baile.

      8. Especie de corral para cuyes que está ubicado dentro de la cocina de una casa campesina en la serranía.

      En el límite entre la provincia de Pichincha y Cotopaxi, en un sector llamado Chaupi, ocurrieron hace años una serie de accidentes de tránsito en los que fallecieron decenas de personas. Al principio, dijeron los partes policiales que las desgracias se debieron a la irregularidad de la carretera y a las repentinas neblinas y lluvias del lugar. Sin embargo, cuando estas fueron demasiadas como para pensar que se trataba de pura mala suerte, se realizó una investigación que arrojó resultados inexplicables: los accidentes habían ocurrido pasadas las seis de la tarde, los siniestrados eran solo autobuses interprovinciales y, cosa de no creer, se decía que había un causante de todo. Un ser del más allá.

      Conductores y pasajeros sobrevivientes contaban que una repentina aparición se precipitaba de pronto a la mitad de la vía. Instintivamente, a fin esquivarla, los chóferes maniobraban sin éxito y los autobuses se volcaban con gran estruendo. Entre las latas retorcidas, los vidrios rotos y la agonía de la gente, los sobrevivientes afirmaban haber visto el alma en pena de una mujer, que observaba parada desde el filo de la carretera.

      Los accidentes siguieron sucediéndose. En uno de estos, un conductor, ileso en la parte física pero con los nervios desechos a causa del terror, refirió una historia que espeluznó a las autoridades encargadas del caso:

      En el viaje Ambato-Quito, a la altura del páramo, el sector se cubrió de neblina y empezó a caer una fuerte llovizna. Yo conducía a velocidad prudente cuando por Chaupi, antes del control de policía, se lanzó a la carretera una mujer vestida de blanco. Juraría que la mujer no se percató de ningún peligro. Giré el volante lo que pude, la unidad dio dos vueltas de campana y nos estrellamos contra la cuneta. ¡Cuál no sería mi asombro cuando, entre la confusión, vi que la mujer seguía parada en la vía, como si el autobús la hubiese traspasado sin tocarla! La neblina y la lluvia envolvían una horrible aparición: llevaba un vestido blanco de novia, tenía una calavera pelada y dos ojos que brillaban como bolas de fuego. Por un momento, gracias a Dios solo un momento, el espectro me miró con una furia diabólica. Luego se echó a correr y se perdió entre el bosque de pinos del sector.

      Tras esta declaración se supo que, meses atrás, una joven riobambeña viajó a Quito en vísperas de su matrimonio. La chica, de una familia pudiente de su ciudad, había salido con unas amigas para adquirir el vestido de novia en un almacén exclusivo de la capital.

      El grupo regresaba a Riobamba cuando, en el control de Chaupi, un policía retuvo la licencia de la chica. La joven novia bajó del auto, cruzó la carretera y fue a buscar el documento en la caseta de control. Cuando salió e intentó regresar al auto, una fina llovizna y la neblina le impidieron ver que una unidad de transporte interprovincial venía por la carretera. En media vía, la chica alcanzó a distinguir que unas luces se aproximaban a toda velocidad. Eso fue lo último que vio antes de que el autobús la arrastrara por más de veinte metros.

      Al año del fallecimiento de la chica, su familia celebró la misa de honras en el sector donde ocurrió la tragedia.


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