El juicio de Miracle Creek (versión española). Angie Kim
Читать онлайн книгу.me quedaban cinco minutos antes de apagar el oxígeno. Así que me fui. Me cubrí la boca para distorsionar la voz y dije con la voz grave y el acento marcado de Pak: “Las cambiaremos. Espera un momento”. Y salí corriendo.
La puerta de casa estaba entreabierta y tuve la esperanza de que Mary se encontrara allí, limpiando como le había pedido y de que algo, por fin, saliera bien en ese día. Pero entré y ella no estaba. No había nadie, no tenía idea de dónde estaban las baterías y nadie me iba a ayudar. Era lo que había supuesto desde el principio, pero esos segundos de esperanza me habían impulsado la ilusión hasta el cielo para después dejarla estrellarse. Mantén la calma, me dije y comencé la búsqueda en el armario de acero que utilizábamos para guardar cosas. Abrigos. Manuales. Cables. No había baterías. Cerré la puerta con fuerza y el armario se sacudió; el temblor metálico me pareció un eco de los golpes de TJ. Imaginé su cabeza martillando el metal, abriéndose como una sandía madura.
Sacudí la cabeza para expulsar ese pensamiento.
—¡Mei-ya! —grité el nombre coreano de Mary, que ella odiaba. Silencio. Sabía que no obtendría respuesta, pero me disgusté igual—. ¡Mei-ya! —volví a gritar más fuerte, estirando las sílabas para que me rasparan la garganta. Necesitaba sentir dolor para poder acallar los ecos tétricos de los golpes de TJ que retumbaban en mis oídos.
Busqué por toda la casa, caja por caja. Cada segundo que pasaba sin que encontrara las baterías, me indignaba más. Pensé en nuestro enfado de esa mañana, cuando le había dicho que tenía que ayudar más en la casa —¡tenía diecisiete años!— y ella se había marchado sin pronunciar palabra. Pensé en cómo Pak se había puesto de su lado, como siempre. (“No renunciamos a todo y vinimos a los Estados Unidos solo para que cocine y limpie”, dice siempre. “No, ese es mi trabajo”, quiero responder. Pero nunca lo hago). Pensé en cómo Mary gira los ojos con gesto irritado, cómo se tapa las orejas con los auriculares y finge no escucharme. Todo me servía para mantener activada la indignación, ocupar la mente y apartar los golpes de cabeza de TJ. La rabia contra mi hija me resultaba conocida y cómoda, como una vieja manta. Calmaba el pánico y lo convertía en un medio absurdo.
Cuando llegué a la caja que estaba en el rincón donde dormía Mary, abrí la tapa y tiré todo al suelo. Basura adolescente: entradas rotas de películas que yo nunca había visto, fotografías de amigas a las que yo no conocía, notas manuscritas. La que estaba encima de todo decía: Te estuve esperando. ¿Mañana, quizá?
Sentí deseos de gritar. ¿Dónde estaban las baterías? (Y en algún sitio de mi mente: ¿Quién había escrito esa nota? ¿Un chico? ¿Esperándola para qué?) En ese momento sonó el teléfono —era Pak, otra vez— y vi 20:22 en la pantalla y recordé: la alarma que no había activado. El oxígeno.
Al responder, quise explicarle que no había apagado el oxígeno pero que lo haría en unos minutos, que no era un problema porque él a veces lo dejaba correr más de una hora, ¿no? Pero mis palabras salieron de un modo diferente, como un vómito incontrolable:
—Mary no está —me quejé—. Hacemos todo esto por ella y nunca está. La necesito para que me ayude a encontrar baterías nuevas para el DVD antes de que TJ se reviente la cabeza a golpes.
—Siempre te imaginas lo peor de ella. Está aquí, ayudándome —respondió Pak—. Y las baterías están debajo del fregadero de la cocina, pero no dejes solos a los pacientes. Enviaré a Mary a buscarlas. Mary, ve ahora mismo, lleva cuatro baterías al granero. Yo iré en un minu…
Corté. A veces es mejor no decir nada.
Corrí hasta el fregadero de la cocina. Las baterías estaban allí como él había dicho, en una bolsa que yo había confundido con basura, debajo de unos guantes de trabajo sucios de tierra y hollín. Ayer mismo estaban limpios. ¿Qué había estado haciendo Pak?
Sacudí la cabeza. Tenía que regresar rápido al lado de TJ.
Cuando corrí hacia fuera, un olor desconocido en el aire —como madera húmeda quemada— me invadió la nariz. Oscurecía y no se veía bien, pero a lo lejos reconocí a Pak, corriendo hacia el almacén.
Mary iba delante de él, a toda velocidad.
—¡Mary, ya está, he encontrado las baterías! —grité, pero ella siguió corriendo, no en dirección a la casa, sino hacia el granero—. ¡Mary, para! —volví a gritar, pero ella siguió corriendo y pasó delante de la puerta del granero en dirección a la parte trasera. No sé por qué, pero me asustó verla ahí, y grité de nuevo, esta vez su nombre en coreano, más suave—: ¡Mei-ya! —Corrí hacia ella. Mary se volvió. Algo en su rostro me detuvo; parecía brillar, de algún modo. Una luz anaranjada le iluminaba la piel y resplandecía, como si estuviera delante del sol poniente. Sentí deseos de acariciarle el rostro y decirle: “Eres hermosa”.
Oí un ruido desde la dirección en que iba ella. Como un crujido, pero más apagado, como si una bandada de gansos levantara de repente, cientos de aleteos al mismo tiempo para elevarse al cielo. Me pareció verlos, una cortina gris recortando el viento y elevándose cada vez más hacia el cielo violáceo, pero parpadeé, y el cielo estaba vacío. Corrí hacia el sonido y entonces lo vi. Vi lo que había visto Mary, lo que la había hecho correr hacia allí a toda velocidad.
Llamas.
Fuego.
La pared trasera del granero… en llamas.
No sé por qué no corrí ni grité. Mary tampoco lo hizo. Yo quería correr, pero solo pude caminar despacio, con cuidado, paso a paso en esa dirección, con los ojos clavados en las llamas anaranjadas y rojas que revoloteaban, saltaban y cambiaban de lugar como compañeros de baile en plena danza.
Cuando sonó la explosión, se me doblaron las rodillas y caí. Pero en ningún momento le quité los ojos de encima a mi hija. Todas las noches, cuando apago la luz y cierro los ojos para dormir, la veo, veo a mi Mei en ese momento. Su cuerpo se eleva y se arquea por el aire como el de una muñeca de trapo. Con gracia. Con delicadeza. Justo antes de que aterrice en el suelo con un golpe suave, veo cómo rebota su cola de caballo. Como lo hacía cuando era una niña pequeña y saltaba a la comba.
UN AÑO DESPUÉS EL JUICIO: PRIMER DÍA
Lunes, 17 de agosto de 2009
YOUNG YOO
MIENTRAS ENTRABA EN LA SALA del tribunal, se sintió como una novia. Desde luego, su boda había sido la última vez —y la única— en que toda la gente reunida en un lugar guardaba silencio y se daba la vuelta para mirarla mientras caminaba por el pasillo. De no haber sido por la variedad de colores de pelo y los susurros en inglés (“Mira, los dueños”; “La hija estuvo en coma durante meses, pobrecita”; “Él se quedó paralítico, qué tremendo”), podría haber pensado que seguía estando en Corea.
La sala del tribunal era pequeña y se parecía a una iglesia antigua, con bancos de madera que crujían a ambos lados del pasillo. Mantuvo la cabeza agachada, al igual que había hecho veinte años antes durante su boda; no solía ser el centro de atención, le resultaba desagradable. Ser humilde, ser invisible, no llamar la atención:: esas eran las virtudes de las esposas, no la notoriedad ni la estridencia. ¿No era acaso ese el motivo por el que las novias llevaban velo, para protegerse de las miradas, para ocultar el rubor de sus mejillas? Miró hacia los lados. A la derecha, detrás del fiscal, vio caras conocidas, los familiares de los pacientes.
Los pacientes se habían reunido solamente una vez: en julio pasado, para la sesión informativa en el exterior del granero. Su marido había abierto las puertas para mostrarles la cámara azul recién pintada.
—Esto —había dicho Pak con expresión orgullosa—, es Miracle Submarine. Oxígeno puro. Alta presión. ¡A recuperarse, juntos! —Todos aplaudieron. Las madres lloraron.
Y ahora, aquí estaban las mismas personas, serias, sombrías. La esperanza del milagro se había evaporado de sus rostros y había sido sustituida por la curiosidad de los que compran revistas sensacionalistas en el supermercado. Y también por lástima… si