La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos. Washington Irving

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La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos - Washington Irving


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un extremo. Desde ahí podía escucharse en un día de verano somnoliento el suave murmullo de las voces de sus alumnos, repitiendo las lecciones, como el zumbido de una colmena; interrumpido de vez en cuando por la voz autoritaria del maestro, que profería una amenaza o una orden, o, quizá, por el estremecedor sonido de la vara, mientras apuraba a algún rezagado en el florido camino del conocimiento. A decir verdad, él era un hombre concienzudo, y siempre tuvo en cuenta la máxima de oro: "La letra con sangre entra". Los alumnos de Ichabod Crane ciertamente aprendían.

      Sin embargo, no imagino que él fuera uno de esos potentados crueles de la escuela que gozaban con el dolor de sus súbditos; por el contrario, administraba la justicia con discriminación y no con severidad; quitándole la carga en la espalda a los débiles y echándola sobre las de los fuertes. El débil e insignificante escuincle, que se estremecía a la vista de la vara, pasaba con indulgencia; pero la sed de justicia se satisfacía al infligir una doble dosis a un niño holandés terco y que se hacía el duro ante los golpes de la vara. A todo esto lo llamó: "cumplir con su deber por parte de sus padres", y nunca aplicó un castigo sin asegurar, para darle consuelo al niño torturado, que lo recordaría y se lo agradecería en el día más duro que le tocara vivir.

      Cuando terminaban las horas de escuela era incluso el amigo y compañero de juegos de los muchachos más grandes; y algunas tardes escoltaría a algunos de los más pequeños a sus casas, los que casualmente tenían hermanas bonitas, o madres que eran buenas amas de casa, lo que era evidente por los objetos dispuestos en la alacena. De hecho, le convenía mantener buenas relaciones con sus alumnos. Los ingresos provenientes de su escuela eran pequeños y hubieran sido apenas suficientes para proporcionarle el pan diario, ya que era un gran comelón y, a pesar de ser flaco, tenía los poderes de digestión de una anaconda; pero para ayudar a su mantenimiento, según la costumbre del país en esos lugares, era alojado y alimentado en las casas de los granjeros a cuyos hijos instruía. Con estos vivía sucesivamente una semana a la vez, recorriendo así los barrios del vecindario, con todos sus objetos personales atados en un pañuelo de algodón.

      Para que todo esto no fuera demasiado oneroso para los bolsillos de sus rústicos patrones, que eran buenos para considerar los costos de la educación como una pesada carga, y ver a los maestros de escuela como unos zánganos, tenía varias formas de mostrarse útil y agradable. Ayudaba a los granjeros ocasionalmente en los trabajos más livianos de sus granjas, ayudaba a hacer pacas de heno, arreglaba las cercas, llevaba a los caballos al agua, expulsaba a las vacas de los pastos y cortaba leña para el fuego del invierno. Dejaba a un lado también toda la dignidad dominante y el poder absoluto con que reinaba en su pequeño imperio: la escuela, y se volvía maravillosamente amable y lisonjero. Encontraba aprobación en los ojos de las madres acariciando a los niños, especialmente a los más pequeños; y al igual que el león audaz, que con tanta magnanimidad sostenía al cordero, se sentaba con un niño en una rodilla y al mismo tiempo mecía una cuna con el pie durante horas enteras.

      Además de sus otras vocaciones, él era el maestro de canto del vecindario y juntó muchos brillantes chelines al instruir a los jóvenes en la salmodia. Los domingos, para él, era una cuestión de vanidad tomar su lugar preferente en la iglesia, con una banda de cantantes elegidos, donde, en su imaginación, le arrebataba completamente el protagonismo al párroco. Lo cierto es que su voz resonaba por encima del resto de la congregación; y hay sonidos curiosos que aún se escuchan en esa iglesia, y que incluso pueden escucharse a casi medio kilómetro de distancia, del lado opuesto al estanque del molino, en una tranquila mañana de domingo, y que se dice que provienen verdaderamente de la nariz de Ichabod Crane. Así, con diversos e improvisados métodos, de esa ingeniosa manera que comúnmente se denomina "por las buenas o por las malas", el valioso pedagogo salió adelante bastante bien, y quienes no entendían nada del trabajo mental consideraban que gozaba de una maravillosa vida fácil.

      El maestro de escuela era generalmente un hombre de cierta importancia en el círculo femenino de un vecindario rural; se le consideraba una especie de personaje ocioso, caballeroso, de gustos y logros inmensamente superiores a los toscos habitantes rurales, y, de hecho, sólo inferior al párroco en cuanto a conocimientos. Su presencia, por lo tanto, podía ocasionar un poco de revuelo en la mesa de té de una casa de campo, y la adición de un plato supernumerario de pasteles o dulces, o, por supuesto, el desfile de un juego de té de plata. Nuestro hombre de letras, por lo tanto, estaba particularmente feliz entre las sonrientes damas del pueblo. Se le veía con las mujeres en el cementerio en los ratos entre los servicios de los domingos, recolectando uvas de las vides silvestres que estaban en los árboles circundantes para obsequiarles, leyendo todos los epitafios en las lápidas para entretenerlas, o paseando, con un grupo de ellas, a lo largo de las orillas del estanque adyacente; mientras que los cohibidos ratones de campo del pueblo se replegaban tímidamente, envidiando su elegancia y forma de conducirse.

      Por su vida medio itinerante, también era una especie de gaceta viajera, que llevaba todos los chismes locales de casa en casa, de modo que su presencia siempre se recibía con satisfacción. Además, las mujeres lo estimaban como un hombre de gran erudición, ya que había leído varios libros y era un gran conocedor de la Historia de la brujería en Nueva Inglaterra de Cotton Mather, en la cual, por cierto, creía firme y poderosamente.

      De hecho, era una extraña mezcla de pequeñas astucias y simple credulidad. Su apetito por lo maravilloso y sus poderes para digerirlo eran igualmente extraordinarios; y ambos habían sido incrementados por su residencia en esta región hechizada. Ningún cuento era demasiado repugnante o monstruoso para su capacidad de asimilación. A menudo, después de que se despidiera de sus alumnos por la tarde, era su deleite acostarse en el rico lecho de trébol que bordeaba el pequeño riachuelo que se escuchaba en su escuela, y leer las truculentas historias del viejo Mather, hasta que el crepúsculo vespertino hiciera de la página impresa una simple niebla ante sus ojos. Entonces se iba y, mientras se abría camino por el pantano y el arroyo, y el terrible bosque, para dirigirse a la casa de la granja donde se estuviera hospedando, cada sonido de la naturaleza, a esa hora de las brujas, agitaba su excitada imaginación: el graznido de los chotacabras desde la ladera de la colina; el croar del sapo en el árbol, ese presagio de la tormenta; el ulular sombrío de la lechuza; hasta el repentino ruido que hacían en el matorral asustados algunos pájaros que se preparaban para dormir. También las luciérnagas, que brillaban más vívidamente en los lugares más oscuros, de vez en cuando lo sobresaltaban, si una de ellas de especial brillo, se cruzaba en su camino; y si, por casualidad, un enorme escarabajo que venía volando se estrellaba contra él, el pobre tipo se sentía morir, con la idea de que había sido golpeado con el bastón de una bruja. Su único recurso en tales ocasiones para, ya fuera eliminar esos pensamientos o para ahuyentar a los espíritus malignos, era cantar melodías de salmos; y la buena gente de Sleepy Hollow, cuando estaban sentados a la puerta por la noche, a menudo se asombraba al escuchar su voz nasal cantando: "...de encadenada dulzura exhalada..." , flotando desde la colina distante, o a lo largo del oscuro camino.

      Otra de sus fuentes de placer asustadizo era pasar largas noches de invierno con las viejas esposas holandesas, mientras se sentaban junto al fuego a hilar, con algunas manzanas que se asaban y crepitaban en el fogón, y escuchar sus maravillosas historias de fantasmas y duendes, y campos encantados, y arroyos encantados, y puentes encantados, y casas encantadas, y particularmente del jinete sin cabeza, o el (soldado) hessiano galopante de Hollow, como a veces lo llamaban. Él a su vez las deleitaba con sus anécdotas de brujería, y de las terribles profecías y las imágenes y los sonidos premonitorios que prevalecían en los primeros tiempos de Connecticut; y las asustaba miserablemente con especulaciones sobre cometas y estrellas fugaces; ¡y con el hecho alarmante de que el mundo estaba de cabeza y que estaban la mitad del tiempo patas para arriba!

      Pero, si obtenía un placer en todo esto, mientras se acurrucaba cómodamente en el rincón de la chimenea de una recámara que tenía un tono rojizo por el fuego de la madera crepitante, y donde, por supuesto, ningún espectro se atrevía a mostrar su rostro, lo pagaba muy caro con los terrores de su posterior vuelta a casa. ¡Qué formas y sombras temerosas asolaban su camino, en medio del resplandor tenue y cadavérico de una noche nevada! ¡Con qué inquieta mirada observaba cada tembloroso rayo de luz que vislumbrara través de los terrenos baldíos, proveniente de alguna ventana lejana! ¡Cuán a menudo se aterraba por algún arbusto cubierto de nieve


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