Mujeres que escriben. Varias Autoras

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Mujeres que escriben - Varias Autoras


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otros a hacerlo conmigo. Hice un aviso muy artesanal en power point, lo publiqué por las pocas redes que existían entonces y de pronto, éramos ocho leyendo y escribiendo en la terraza del edificio céntrico donde vivo. En esa oportunidad fuimos siete mujeres, un solo hombre. Seguí dando talleres de autobiografía y no ficción con regularidad y esa proporción se mantuvo: siempre llegaron más mujeres que hombres. Creo que puedo contar con una sola mano a los valientes que llegaron a este espacio en siete años. Todos eran hombres especiales: abiertos, con ganas de aprender y habían pasado por experiencias particulares. Podría decir que tenían una masculinidad cultivada. Esos poquitos hombres fueron los regalones del taller, el chiche de sus compañeras y de esta profesora. Fue hermoso tenerlos en ese espacio: de alguna manera eran testimonios de un cambio de paradigma, ejemplos vivos del comienzo del fin del patriarcado.

      Pero en general, el espacio del taller fue ocupado mayoritariamente por nosotras, las mujeres. Iba a escribir aquí que no sabía por qué, pero no es así. Si sé por qué fuimos más mujeres: nosotras estamos acostumbradas a reunirnos y contarnos historias. Hablamos. Pedimos consejos. Damos consejos. Nos escuchamos. Tenemos la costumbre ancestral de estar juntas y conversar sobre lo que nos pasa. Somos, en esencia, narradoras. Nos contamos cosas, pero no cualquier cosa. Narramos sobre nuestros dolores, nuestros problemas, nuestros obstáculos y desafíos. Desanudamos nuestros ovillos sentimentales. Hablamos sobre nuestras emociones y lo que estamos viviendo. Nos interesa entrar en esos misterios. Narramos acerca de las profundidades de la existencia. Narramos la vida. Por eso después de un par de años, ése fue el nombre que le puse al taller de autobiografía: Narrar La Vida. Más tarde cambió a Mujeres que Escriben que, a la larga, es lo mismo: las que llegaron aquí a narrar la vida son casi puras mujeres. No fue un acto de exclusión, simplemente ocurrió así.

      Hay cosas que suceden en el taller para las cuales las palabras se me vuelven poquita cosa. ¡Poquita cosa! Y eso que yo amo las palabras de este idioma precioso que es el español. Pero sí. Lo que pasa en el taller es algo difícil de describir. Compartimos experiencias, historias de vida. Nos escuchamos en silencio. Nos respetamos. Lloramos y reímos. Nos damos cuenta de que no estamos solas. Nos hacemos compañía. Entendemos nuestra historia y el porqué de sus procesos. Sanamos pedacitos de nuestra historia. Y también suceden muchos milagros, literales y metafóricos. Pero lo más bello que sucede es que en muy poquito tiempo un grupo de mujeres desconocidas se convierten en una tribu.

      En los casi siete años que llevo dando este taller ininterrumpidamente han pasado más de cien mujeres de distintas edades, actividades, orígenes, razas, creencias y experiencias de vida. Todas, dispuestas a acoger a la otra, sin juicio, con cariño y respeto. Todas dispuestas a compartir sus experiencias e historias de vida más profundas con honestidad. Al final de cada ciclo siempre nos vamos con la sensación de que este grupo de mujeres que antes eran unas completas desconocidas, nos terminamos conociendo más de la una y de la otra que la propia familia, la pareja o los amigos del mundo exterior. Escribir la vida es también un ejercicio de sumergirse y profundizar, algo para lo cual no hay mucho tiempo y espacio en nuestra vida cotidiana.

      Cuando les pregunto qué fue para ellas el taller, la mayoría responde que fue un regalo. Pero el regalo en realidad ha sido para mí: a veces no puedo creer la suerte de haber invocado a tantas diosas a mi propia casa. ¡Y pensar que todo partió con un afiche horrendo de powerpoint! No saben lo agradecida que estoy con cada una de las hermosas mujeres que han pasado por el taller. Me han llenado de amor, ternura y sabiduría. Me han reconciliado con mi lado femenino. Me han sanado también a mí.

      El libro que ahora ustedes tienen en sus manos es un tesoro. Un diario de vida íntimo y colectivo de más de 80 mujeres chilenas y algunas extranjeras que aquí narran sobre padres, familia, hijos, abuelos. También sobre el sexo y las relaciones de pareja, laberintos personales y momentos inolvidables de la vida. En una época en la que la causa feminista ha vuelto a cobrar fuerza, este libro es una joya. Una llave que abre la puerta hacia el mundo interior de nosotras, las mujeres. Aquí están nuestros amores, nuestros deseos, nuestros dolores, nuestros miedos, nuestras luces y nuestros aprendizajes. Aquí está nuestro testimonio de vida. Aquí está lo que somos y lo que sentimos. Todo en primera persona. Escrito por cada una, por todas, para todas y por qué no, para todos aquellos que nos quieran leer, escuchar y conocer de verdad.

      Todo lo que aquí recaudemos, irá para llevar la experiencia de este espacio a otros grupos de mujeres que lo puedan necesitar. Porque así somos las tribus de mujeres: colaboramos con otras para que también puedan formar tribus.

      Gracias por leer.

      Esperamos que disfruten este viaje de Mujeres que Escriben.

I. Constelaciones familiares
Padres

      Guacha

      Por Alexandra Cornejo

      A veces me sentía guacha, tanto de madre como de padre. Y no es que haya perdido a mis padres, al contrario. Ellos aún viven y siempre se preocuparon/preocupan mucho por mí. De mi salud, porque paso enferma, de mis estudios y de que me encuentre bien. Pero creo que se les olvidó algo. Algo así como un cariñito, un te quiero, un te amo.

      Me sentía guacha de amor. De niña no lo notaba tanto, hasta que a los quince conocí a la Java, una amiga, y a su mamá. Sobre todo, a su mamá. Una tarde de septiembre fui a buscar a la Java a su depa, y no pongo departamento, porque en la villa San Luis de Maipú, más conocida como la San Lucho, no hay de esos. Bueno, la fui a buscar para callejear por ahí, su mamá salió a saludarme y a despedirse de su hija proclamando un fuerte: “chao, te amo”.

      Bajamos por las escaleras estropeadas de los depas, y mientras caminábamos por esa calle llena de hoyos para tomar la 401, micro que recorre todo Maipú hasta más allá de Plaza Italia, pensaba en la escena que acababa de presenciar. Nunca había visto y oído a alguien que le dijera te amo a su hija cuando esta se dirigía a callejear. Sentí que callejear se convertía en algo muy especial.

      Para mí, los abrazos solo eran para los cumpleaños, las navidades y los años nuevo, nada más. No me abrazaban porque si nomás. Y los te amo nunca los oí. En ese momento, cuando conocí los te amo de la mamá de la Java, sentí un vacío como de cariño. Y me preguntaba por qué las cosas eran así, por qué la Java podía recibir cariñitos y te amos en grandes cantidades y yo no.

      Me costó entender el poco afecto que me demostraban mis padres. Lo entendí cuando comprendí sus historias, sus vivencias, sus carencias. Tanto la Eli, mi mamá, como el Eduardo, mi papá, fueron muy pobres cuando chicos. Vivían en Lo Prado, y quizás era tanta la pobreza que no había tiempo para el cariño, no sé.

      Ellos vivían a una distancia de tres cuadras cuando se conocieron. A los dos los unía la misma calle llamada Isla Decepción. Qué brígido decirle a alguien juntémonos en Isla decepción. Es como si desde el comienzo algo fuera a salir mal, alguien fuera a salir mal.

      Mi padre decepcionó a mi madre antes de que naciera mi hermana mayor. No sé si mi mamá lo perdonó, pero llevan 27 años casados, y hace dos, se volvieron a casar para celebrar las bodas de plata.

      Ellos dicen que lo hicieron para celebrar a lo grande, con plata. Su primer matrimonio fue chico, pobretón. Se casaron junto con mi tía Mónica para que saliera todo más barato. Por lo que entiendo la decisión de su segundo ritual. Más íntimo, con más cotillón y hasta con fotógrafo.

      Tanto la Eli y el Eduardo, recurrentemente hablan de su niñez y la pobreza que tuvieron que enfrentar. De las sopas de pan, del pan con aceite y del pan solo. Exprimían hasta el último recurso gastronómico que el pan tuviera. También hablan de sus padres y del pobre cariño que les demostraban.

      Mi padre siempre cuenta que la primera vez que mi Tata le dio un beso, fue cuando se casó a los 26 años. Él sí que debe haber sentido esa falta de cariño de la que yo hablo. Por otro lado, mi madre, cuenta que mi abuela era muy estricta. Cuando mi madre llegaba del colegio, debía hacer el aseo de toda la casa, porque mi abuela era madre soltera y trabajaba todo el día. Si algo no quedaba bien, venían los retos, los golpes,


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