Mujeres que escriben. Varias Autoras
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Una vez acabada la ceremonia, nadie lanzó arroz. Solo hubo abrazos y felicitaciones sinceras, afectuosas, pero no alegres. Fotografía de rigor y de vuelta a la casa para terminar la maleta, recoger los documentos y emprender camino al aeropuerto.
La despedida fue triste y apurada. Ningún Barahona Santibañez había tomado antes jamás un avión, ni emprendido en su vida un viaje tan exótico. Ninguno se había alejado de la familia por tanto tiempo. Al aeropuerto llegaron a despedir a mi mamá todos los Barahona: la tía Gina, la amargada; la Inés, la amorosa madrina; las solteronas Irma y Lila; el tío Pascual, el facho, y el tío Ramón, el lacho; la prima Elia, que siempre amó en secreto a mi papá y envidiaba profundamente a mi mamá; la Ale, la cahuinera, que en ese tiempo era solo una niña; el Enzo, el primo regalón y tiro al aire; y el Jorge, el otro primo regalón, el cojo, recién graduado de Medicina.
Los Gutiérrez, en cambio, que vivían en un barrio más acomodado, y que ya habían visitado el aeropuerto de Santiago en variadas ocasiones, se limitaron a despedirse en la iglesia, y desear muy buen viaje a la nueva esposa, y enviarle saludos al nuevo recién casado.
De camino a Japón, Simona casi no sintió el vuelo de treinta horas porque la noche anterior no había pegado un ojo, y porque el matrimonio sin novio de cuerpo presente y el llanto la habían dejado agotada. Pero una vez que aterrizó, el nerviosismo superó al cansancio.
Mi mamá bajó del avión confundida y perdida. Decidió seguir a la masa en busca de su maleta. De japonés no sabía absolutamente nada. Cuando por fin se disponía a pasar por policía internacional, un oficial nipón, delgado y diminuto, pero atemorizante, le gritó en su idioma incomprensible, lo que días después entendería como: “Acompáñeme, sus papeles no cumplen con la normativa para ingresar al país del sol naciente, usted está detenida”. Luego de horas de reclusión sin entender nada, mi papá, Bernardo, el mateo, estudiante brillante, becario orgulloso, guardián de la moral y las buenas costumbres y flamante recién casado, se las apañó para que la policía nipona liberara a su joven y agotada esposa.
Una vez juntos, después de un discreto beso y un apretado abrazo, mi mamá olvidó la pena, la sensación de soledad, las dudas, el cansancio, el miedo. Por fin pudo disfrutar por unos minutos del gran paso que había dado en su vida.
Caminaron hacia la estación de trenes, ubicada en el subterráneo del mismo aeropuerto moderno de Tokio, y viajaron en tren bala, espectacularmente moderno para cualquier nacido en Chile en los años cincuenta, hasta Fukuoka, la ciudad provinciana donde residían los becarios latinoamericanos de la Universidad de Kiushi.
El barrio era sencillo pero hermoso. Las casitas era todas iguales, de material liviano, pequeñas, de arquitectura típica japonesa. Cada espacio estaba muy bien pensado para colocar cada uno de los muebles y enseres. No había espacio para la improvisación. Cada vez que mi mamá intentaba ser “creativa”, una vecina nipona cruzaba la calle para explicarle que esa no era la ubicación adecuada para el refrigerador, la mesa, la cama, que en realidad era un Tatami, un colchón liviano tendido en el suelo, sin catre.
El primer año transcurrió tranquilo, aburrido. Mientras mi papá pasaba sus días en la Universidad, mi mamá intentaba apañárselas con la soledad en un país extraño. Trabajó como modelo para una clase de pintura, aunque siempre posaba vestida, porque se negaba a desnudarse en público.
Hasta que un día mi madre no soportó más la soledad. Pastillas anticonceptivas por el inodoro, a la mierda el miedo de mi padre a la inestabilidad económica, Simona estaba decidida a ser madre.
Y en ese contexto nací yo. Llegué el mundo en un país extranjero, desconocido, a llenar los días de soledad de mi mamá y los días de estrés de mi papá. Mis primeras palabras fueron una mezcla entre español y japonés. Jugaba mucho con otros niños hijos de becarios chilenos y latinoamericanos y también con niños japoneses.
Tuve la fortuna de gozar de la atención exclusiva de mi madre durante mi primer año de vida y del sistema de salud del primer mundo. Hasta entrada mi adultez, nunca tuve una enfermedad grave y rara vez caí en cama. Además, gocé de la chochera de ser el primer retoño de mi padre, que en su juventud disfrutó a concho su paternidad. Tenemos álbumes de fotos llenos de mi padre junto a mí, recién nacida, en paseos familiares a Okinawa, la isla paradisiaca de los japoneses.
Después de Japón, partimos unos meses a vivir a Barcelona con Eliana, hermanastra de mi abuela, su marido Alberto, el catalán, y sus tres hijos. Ahí aprendí a caminar, tirando de la cola del Toby, el perro de mis tíos. Cuando tenía un año y medio, volvimos a Chile. El día en que aterrizamos, mi abuela paterna se coló por el control policial del aeropuerto, me agarró en abrazos y partió conmigo hacia afuera, donde estaba todo el resto de la familia, que había ido a recibirnos. Yo lloraba, porque no entendía nada, ni conocía a esas personas, que eran muchas. Dos familias con muchos tíos y primos, de la que finalmente terminé formando parte activa.
A medida que fui creciendo, fui construyendo este relato en mi cabeza, con versiones de distintas personas, en las que aparecían nuevos detalles. El resto del rompecabezas, lo armé con las fotografías familiares. Cuando falta una pieza, simplemente uso la imaginación.
A veces pienso, ¿de dónde mi filosofía de vida, mi veta rebelde, mi negativa a tener un matrimonio convencional, mis ganas de huir, de viajar, y mi apego a la familia? ¿Por qué siempre pienso distinto a los demás, porqué razono de otra manera?
Creo que la respuesta está en este recuerdo construido con recuerdos ajenos.
Despedir a mi papá
Por Lorena Canihuán
Lo había visto a fines de noviembre. Estaba contento y orgulloso, como todos nosotros: la Fran, mi sobrina-hija, terminaba el colegio llevándose todos los premios posibles.
Fue un viaje corto, sólo para acompañar a mi Fran, celebrar y ver a la familia. Pero volvimos en enero, con ánimo de vacaciones y más tiempo. Apenas llegamos, me di cuenta de que algo no andaba bien: habían pasado unas semanas y mi papá había bajado mucho de peso. Estaba feliz de vernos, como siempre, pero me preocupé y le sugerí ir al doctor. Se negó un par de veces, pero fuimos igual, a la consulta de un doctor viejo, conocido, de esos que les inspiran confianza a los mayores y que nos había operado de algo a todos en la familia.
Le hablé de la pérdida de peso y dijo que podía ser la diabetes u otra cosa. Le dije que me preocupaba esa “otra cosa” y él, muy lúcido, le pidió hacerse los exámenes justos. El diagnóstico: cáncer. Tenía un tumor enorme pegado al hígado y no había nada que pudiera hacerse, salvo cuidarlo y mantener el dolor a raya.
Fueron las peores vacaciones de mi vida, yendo y viniendo de consultas y laboratorios. Lo peor, es que él no entendió el diagnóstico: el doctor hablaba en marciano para él, que el carcinoma y la carcinomatosis. Mi papá era un viejo sabio, pero no había terminado ni la enseñanza básica. Su sabiduría venía de la vida, de la necesidad, de la infinita bondad y ejemplo de la mujer que lo crió aun no habiéndolo parido. Pero la vida no le había enseñado lo que era un carcinoma y salió de la consulta sin saber lo que tenía. Un amigo médico me dijo: “tranquila, la oncóloga le va a decir”, pero la oncóloga Auge no lo vería sino hasta marzo.
Mientras, hacíamos arreglos para que mi hijo Vicente y yo pudiéramos quedarnos más tiempo con él. Llamé al colegio, donde me dijeron lo que necesitaba oír: que en la vida hay prioridades y que el colegio era lo menos importante para Vicente en ese momento, que acompañara a su Tata, atesorara cada momento con él y que volviera cuando se pudiera. Fue un rayo de sol entre tanta oscuridad, como también lo fue la compañía de mi familia, la que comparte mi sangre y la que no. Los que me escucharon cuando pude hablar y los que sólo apretaron mi mano cuando el llanto no me dejaba articular una sola palabra.
En medio de todo, la Fran se matriculó en la Universidad y todo era un ir y venir de Osorno a Valdivia buscándole casa. Nos sirvió para salir y despejarnos un poco.
Había