La escuela que dejó de ser. Xavier Massó Aguadé
Читать онлайн книгу.como la «decíamos» hasta ahora, hay términos sinónimos varios para referirnos a ella, como «enseñanza» o «instrucción», que no dejan lugar a posibles errores sobre a qué nos estamos refiriendo. Términos que hasta hace poco se habían utilizado indistintamente, o incluso preferentemente, para referirnos al ámbito escolar. Hoy en día están completamente erradicados y su eventual uso solo se hace para evocarlos peyorativamente. Como veremos, no se trata de una simple superposición terminológica. Que hayan desaparecido podrá ser cualquier cosa menos una casualidad.
Como tampoco lo es que, hasta hace poco, soliera decirse que la escuela «enseña» y la familia «educa», y que tal expresión cada vez se oiga menos y vaya quedando desarraigada en su uso social. Una distinción intuitiva de lo que le correspondía a cada institución en lo que atañe al proceso global de formación de un individuo. Paralelamente a este cambio en la manera de decir educación, la institución escolar va despojándose cada vez más de las funciones académicas, de transmisión de conocimientos, en beneficio de prestaciones asistenciales, de primar la inteligencia emocional sobre la cognitiva, y de aprendizajes meramente competenciales.
Consecuentemente con sus propios planteamientos de base, cabe reconocerlo, las pedagogías «innovadoras» sostienen que la escuela ya no tiene que «enseñar», sino que su finalidad es «educar». En su versión aparentemente más suavizada, que ya no «solo» tiene que «enseñar», sino «también» educar. Una tosca discriminación conceptual que consiste en disociar dos términos cuya relación consiste en que uno es un subconjunto del otro. Como si enseñar matemáticas no fuera «también» educar.
Asimismo, y dando a entender lo que subyace a este cambio terminológico, se añade que hay que cambiar lo que se enseña, ya sea porque no sirve, porque no gusta, o porque ha de adaptarse aquello que se enseñe a la función educadora con respecto a la cual las eventuales enseñanzas deben estar supeditadas. Y esto sería por lo visto educar, mientras que lo que se enseñaba hasta ahora no sería merecedor de tal consideración. Las razones del porqué permanecen de momento todavía pendientes de aclaración.
Se aduce para ello que, en la moderna sociedad de la información y del conocimiento, la institución escolar ha perdido la exclusiva del dominio que hasta ahora usufructuaba en régimen de monopolio. El conocimiento, o mejor, la información, es hoy en día accesible en ámbitos distintos al escolar, por lo tanto, esta función queda, al menos parcialmente, reemplazada por la más genérica de educar. En la línea de algunos destacados expertos educativos, lo que ocurre es que, de ser el sistema educativo el depositario de los conocimientos que se transmitían, ahora se queda en simple mediador entre la instancia a través de la cual se accede a estos conocimientos, y los alumnos, que acceden directamente a ella a través de internet.
Un planteamiento ramplonamente falaz. Entre otras razones porque este carácter de mediación de la escuela siempre fue así, de modo que proponerlo como novedad es como pretender haber inventado la pólvora en el siglo XXI. La diferencia estriba, en todo caso, en que antes la mediación que ejercía la escuela era entre el saber acumulado por el docente, y el discente al cual se le transmitía. Da igual, en este sentido, que los «almacenes» del saber estuvieran situados en la mente del profesor, en el libro de texto o en la enciclopedia universal. De todas maneras, más allá de la ramplonería con que se plantea, a este argumento subyacen categorizaciones de mucho más calado.
A estos «almacenes» se les añade ahora otro cuya irrupción ha sido ciertamente espectacular: internet. En realidad, en lo que concierne a la información almacenada, internet es una fuente más que añadir a las enciclopedias, a los libros de texto o a la mente del profesor. Pero con una diferencia substancial: su accesibilidad, tanto para bien como para mal. Dicho sea de paso, esto último tampoco es una novedad exclusiva de internet, sino que, como todo, dependerá del uso que se haga del medio. Solo que en el caso de internet el arco de posibilidades es mucho más extenso, mucho más amplio, y de recorrido más fácil.
En efecto, desde el punto de vista educativo, internet no es otra cosa que la posibilidad de disponer de la biblioteca universal en casa; lo cual por supuesto que no es poco. Algo inédito e impensable hace apenas tres décadas, y sin duda alguna digno de inexcusable aprovechamiento con finalidades educativas. Pero lo que se plantea al considerarlo la única o primordial fuente de información, con la escuela relegada a la función del moderno coaching, ya no de mediadora en la transmisión, es la reconversión del docente en una suerte de bibliotecario telemático. Y al igual que un bibliotecario no ha leído, ni puede haberlo hecho, todos los libros de la biblioteca que tiene a su cargo, tampoco ahora el profesor de matemáticas ha de ser un experto en ellas. Huelga decir que si este planteamiento se formula desde la «honestidad intelectual» mejor suprimir el predicado y dejarlo en honesto y… nada más.
Y no hará falta, claro, que el profesor de matemáticas sea un experto en esta materia, porque tampoco deberá enseñar gran cosa más allá de lo estrictamente propedéutico para que el alumno pueda acceder a la información que desee, cuando la ocasión lo requiera. Consiguientemente, si el profesor no ha de enseñar, tampoco es necesario que sepa nada más allá de lo estrictamente indispensable para su nueva función de bibliotecario telemático. Y esto, en el mejor de los casos; en el peor, un simple monitor de entretenimiento.
Siguiendo con esta argumentación, nuestros sistemas educativos son estructuras heredadas del pasado que perduran con sus inercias en una sociedad en la cual no encajan. Hoy no estamos ya en la sociedad industrial de los siglos XIX o XX, sino en la posindustrial, digital y de la información; en la sociedad interconectada. Y una escuela heredada de una sociedad que ya no existe es anacrónica, no cumple las funciones que el actual estado de cosas exige de ella y no ha lugar en él. Estamos sin duda alguna ante un nuevo paradigma educativo. El problema es hacia dónde nos conduce.
Asumiendo lo anterior, resulta entonces que esta nueva realidad altera completamente el contexto en que hasta ahora nos habíamos movido, abriendo un escenario en el cual la escuela «tradicional» haría las veces de decorado de cartón piedra filmográfico en medio de un sinfín de efectos especiales digitales; una institución que no puede seguir ejerciendo su función tradicional –carece de lugar y de sentido–, y menos aún bajo el modelo no menos tradicional que la caracteriza; luego, deberá repensarse, reconvertirse y adecuarse al lugar que le corresponde en el nuevo orden de cosas. Y este no pasa por la transmisión de contenidos de conocimiento, así que olvidémonos de «instrucción» o «enseñanza», términos que la evocan, y dejémoslo solo en «educación», aunque sea con el concepto podado por la amputación de una de sus extensiones.
Todo lo expuesto en los párrafos anteriores –excepto lo de la poda por amputación– ha llegado a funcionar como un auténtico mantra del pedagogismo hegemónico, que a fuerza de propaganda y de difundirse desde las más diversas instancias, ha cuajado hasta constituirse en el imaginario social como un lugar común que funciona acríticamente, como algo evidente e incuestionable en sí mismo, y de lo cual muchas veces ya ni se habla porque no hace falta, se da por consabido y supuesto tácitamente.
Pero volvamos a la presunta antinomia entre educación y enseñanza. Si decimos que el sistema educativo tiene como función la «enseñanza» –o la «instrucción»–, se puede entender más o menos a qué nos estamos refiriendo. Pero si decimos que su función es educar, entonces es inevitable que se nos antoje más inconcreta y errática; igual que las funciones de biblioteconomía telemática a que más arriba hemos aludido. Y esto es precisamente lo que está ocurriendo en los centros, antaño de enseñanza, hoy «simplemente» educativos. Así las cosas, cuando se proclama que la escuela no ha de enseñar, sino educar, o no solo ha de enseñar, sino también educar ¿qué se nos está queriendo decir exactamente?
No se trata de una pregunta retórica, sino muy real y práctica; porque la cuestión no es ahora que «educación» sea un concepto con distintas extensiones, o «enseñanza» y «educación» sean unidades léxicas que solo parcialmente compartan un mismo campo semántico. Muy al contrario, se trata de un equívoco introducido artificiosamente y a la manera de la famosa frase de Lewis Carroll: «Las palabras tienen dueño»[2]. Y los dueños de las palabras han decidido no solo el significado que a partir de ahora tendrá