La riqueza de las naciones. Adam Smith
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Tres años antes de su muerte Adam Smith recibió un honor que lo llenó de emoción: En 1787 fue nombrado Rector de su antigua casa académica, donde había estudiado y enseñado, la Universidad de Glasgow. No tenía dudas Smith sobre cuál había sido la etapa más feliz de su vida: los trece años en que fue profesor. Murió en Edimburgo en julio de 1790. Tenía 67 años.
Es curioso que con frecuencia Adam Smith sea caracterizado como la imagen del capitalismo salvaje, desconsiderado y brutal. El primero que se indignaría ante semejante descripción sería sin duda él mismo, que era después de todo un profesor de moral y que se preocupó siempre por las reglas éticas que limitan y constriñen la conducta de los seres humanos.
La base de su teoría es la simpatía y el amor propio. Dentro de cada persona hay un «espectador imparcial» que juzga la medida en que las acciones son beneficiosas para el individuo o para su entorno.
Es normal que las personas asignen más importancia a su ambiente inmediato, ellas mismas y sus familias, que al más lejano, su ciudad, el país, el mundo. Pero que las personas estén interesadas más en sí mismas no quiere decir que no les importe lo que suceda con los demás. El capítulo I de La teoría de los sentimientos morales se abre con la siguiente afirmación: «Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que lo mueven a interesarse por la suerte de otros, y a hacer que la felicidad de estos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla».
La simpatía hacia los demás y el propio interés, por lo tanto, coinciden en todas las personas y son dos emociones genuinas. Para compatibilizarlas se podría decir que está la conciencia humana, o lo que Smith llama el espectador imparcial, una especie de desdoblamiento de la personalidad que hace no sólo que podamos ver nuestra conducta y juzgarla individualmente, sino también que podamos evaluar los condicionamientos y resultados sociales de nuestro comportamiento, en particular cómo nos juzgarán los demás, algo importante porque la opinión de los otros es determinante para nuestros actos. No nos precipitamos hacia un individualismo egoísta porque nos lo impide la presencia de lazos familiares, de amistad, vecindad, nacionalidad. Como todas las personas afrontan el mismo contexto, de esa mezcla ponderada de simpatía y atención por los demás y de amor propio emergen reglas morales que hacen posible, como consecuencia no deseada, una sociedad ordenada.
Esto es típicamente smithiano: en La riqueza de las naciones la conducta económica fundada en el propio interés desencadena a través de la mano invisible del mercado, siempre que haya un Estado que garantice la paz y la justicia, un resultado que no entraba en los planes de cada individuo: el desarrollo económico y la prosperidad general. Es en este sentido en el que emplea la expresión «mano invisible» en el capítulo I, Parte Cuarta, de su libro sobre moral. El que la persecución del propio interés sea moralmente legítimo y económicamente beneficioso para la sociedad no es una noción original de Smith, pero nadie la había expuesto antes con tanto rigor y detalle.
Los escritos de Smith pueden verse como un gran conjunto, inspirado por el programa de filosofía moral de Hutcheson y el suyo propio. Y es un conjunto incompleto. En la última página de La teoría de los sentimientos morales de 1759 escribió Smith: «En otro estudio procuraré explicar los principios generales de la legislación y el Estado, y los grandes cambios que han experimentado a lo largo de los diversos periodos y etapas de la sociedad, no sólo en lo relativo a la justicia sino en lo que atañe a la administración, las finanzas públicas, la defensa y todo lo que cae bajo el ámbito legislativo». En el prólogo a la sexta edición de La teoría, redactado meses antes de morir, escribió que La riqueza satisfizo sólo «parcialmente esa promesa, en lo referido a la administración, las finanzas y la defensa». Todavía le quedaba, confesó, la teoría de la justicia, «aunque mi avanzada edad me hace abrigar pocas esperanzas de completar esta gran obra satisfactoriamente». Y, en efecto, no pudo hacerlo.
Lo que sí completó fue La riqueza de las naciones. Para ser el fundador de la ciencia económica, Adam Smith no emplea en absoluto esa expresión, que se generalizaría mucho después, y cuando habla de economía se refiere a la economía política, y otorga mucho peso al aspecto político: es «una rama de la ciencia del hombre de Estado o legislador», dice al comenzar el Libro Cuarto.
Sin embargo, Smith es evidentemente un economista que se plantea una gran pregunta de esta disciplina en el título de su obra, que en términos modernos se leería: en qué consiste y cómo se logra el desarrollo económico.
Smith va directamente al grano desde la primera línea de la Introducción: la riqueza de una nación deriva de su trabajo, «el producto anual del trabajo y la tierra del país», dirá una y otra vez Smith —es decir, algo muy parecido al Producto Interior Bruto—. No es el excedente de la balanza comercial, como habían pensado muchos autores antes que él —en lo que a partir de Smith se llamaría mercantilismo—, y tampoco es el excedente agrícola, como creían sus contemporáneos, los fisiócratas franceses. Además, es claro que para Smith la riqueza que cuenta es la que está repartida entre los habitantes de un país, lo que hoy se denomina la renta o el PIB per cápita.
Una vez establecido que el trabajo es el «fondo» del que en última instancia brotan todas las riquezas, la cuestión es cómo aumentar ese fondo, y de eso trata el Libro Primero, que parte de la división del trabajo —el célebre ejemplo de la fábrica de alfileres— derivada de la propensión innata del ser humano a «trocar, permutar y cambiar una cosa por otra». De la división del trabajo surge el comercio y el dinero, y de allí los problemas del valor y la distribución. Smith va a explicar el valor por la oferta, porque creía que el precio «natural» o de equilibrio en el largo plazo venía determinado por el coste de producción, con lo que la idea de la determinación simultánea de precios y costes se demoró todavía un siglo.
El Libro Segundo trata de la forma de ampliar ese fondo a través del ahorro, la acumulación del capital —Smith vuelve a considerar aquí al dinero, pero como parte del capital— y los dos tipos de trabajo, productivo e improductivo. El Libro Tercero aborda una cuestión de gran importancia práctica: por qué unos países crecen más que otros. Característicamente, Smith adjudica gran importancia a las instituciones y a la política económica, y condena en particular a las medidas que intentan favorecer a un sector de la economía a expensas de los demás.
Si el Libro Tercero puede verse como una historia de los hechos económicos, el Libro Cuarto es una historia de las doctrinas económicas, o sistemas de economía política, de los que Smith se centra particularmente en uno, el sistema comercial o mercantil, es decir, el mercantilismo, y critica su espíritu proteccionista y monopólico. Menos espacio dedica, en cambio, a rebatir a los fisiócratas, porque en realidad a su juicio no habían hecho sino exagerar una doctrina que era fundamentalmente verdadera: la idea de que la agricultura era el más productivo de los sectores económicos. Además, Smith simpatiza con el mensaje liberal de la fisiocracia. Y por último el Libro Quinto es un tratado de hacienda pública dividido en tres partes: gastos, impuestos y deuda pública.
Desde el primer libro aparecen las características del modo de razonar de Smith. Aunque los economistas han llevado desde siempre, y en muchas ocasiones con razón, el estigma de la torre de marfil, de elaborar visiones fantasiosas sin contacto alguno con la realidad, para el fundador de la ciencia económica era evidente que la economía no podía ser analizada en abstracto, en especial no se podía perder de vista una doble dimensión: la historia y las instituciones.
El pensador escocés demuestra no sólo una gran soltura a la hora de manejar la historia en general, sino en particular los datos de la historia económica, como puede verse en la notable y extensa digresión sobre el valor de la plata en el capítulo XI del Libro Primero.
Pero además de la proyección histórica, Smith insiste en explicar el funcionamiento de la economía real, con todas sus imperfecciones y limitaciones, y con todo su marco institucional, que según Smith es básico para el crecimiento económico. Hay un «sistema de libertad natural», afirma Smith, pero en absoluto se impone por sí mismo, sino que necesita un complejo entramado