Mil máscaras. Paolo Mossetti

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Mil máscaras - Paolo Mossetti


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solo mía.

      Nota del traductor

      Se han traducido los títulos de los numerosos artículos de prensa citados en las notas a pie de página y aparecen, entre corchetes, justo detrás de aquellos. En una época en la que cada vez son más accesibles las herramientas de traducción de internet, aunque el lector no sepa italiano o inglés, hemos considerado que pueda estar interesado en acceder a algunos de los enlaces proporcionados por el autor, una vez que conozca el título del artículo.

      El traductor desea agradecer al autor su colaboración en la precisión de algunas cuestiones del texto, así como al periodista Nacho Montserrat y al filólogo Davide Termine por su amable disponibilidad a la hora de contrastar terminología especializada.

      [1] Marshall, A., «1842-1924», The Economic Journal 34, n.º 135 (sep., 1924), pp. 321-322; cit. en M. N. Gregory, Principi di economia, Zanichelli, Bolonia, 2004.

      INTRODUCCIÓN

      Entre la primavera de 2018 y la de 2020 Italia se convierte en un laboratorio de múltiples crisis que penetran unas en otras de forma compleja y en gran medida impredecibles: médicas, económicas, políticas y epistémicas. Las desencadenan con fuerza dos terremotos. El primero se produce en mayo de 2018, cuando Italia se convierte en el primer país de Europa occidental en ser gobernado por una mayoría populista. A continuación, en febrero de 2020, Italia se convierte en el país del mundo con más infecciones y muertes por coronavirus en todo el mundo, aparte de China.

      En el debate público que recorre ambos acontecimientos se describe a menudo la pandemia de covid-19 como una oportunidad. Según algunos es precisamente una oportunidad para la renovación de un sentido de comunidad que, con el tiempo, podría corregir algunas de las distorsiones más oprobiosas de la sociedad que han llevado a la explosión populista. Para otros, en cambio, es una oportunidad para que las elites repriman, de una vez por todas, cualquier intento de recuperación, de reconquista, de las clases más humildes, con la excusa –o incluso la planificación sobre la mesa– de una catástrofe sanitaria que, después de todo, no iba a ser tan grave.

      Este libro nace de la convicción de que la condición de Italia como laboratorio de crisis no debe interpretarse como una anomalía, y de que el shock que comenzó en 2018 y continuó hasta convertirse en un estado de emergencia surrealista y semipermanente –con millones de personas (que habían perdido ya la confianza en las instituciones hacía ya mucho tiempo) sometidas a severas restric­ciones personales– no es nada más que el término final de tendencias que ha tenido el país durante décadas, así como de profundos estertores en su interior, que muchos, incluido quien escribe es­tas líneas, no quisieron (o supieron) anticipar en el momento apropiado para hacerlo.

      Hasta el punto de que la miopía de muchos comentaristas se había convertido en un shock ya el 4 de marzo de 2018: cuando el Movimento 5 Stelle (Movimiento 5 Estrellas; de ahora en adelante M5S), partido «nacido» en el blog de un comediante de 60 años en 2008, y la Lega Nord (Liga del Norte), partido regionalista que se había convertido en nacionalista desde hacía cinco años, por lo menos, habían obtenido el voto de casi uno de cada dos italianos en las elecciones generales. Haciendo añicos la hipótesis de una Große Koalition (Gran Coalición) entre centro-derecha y centro-izquierda (solución predicha por la mayoría de los analistas políticos), estos dos partidos, que siempre habían sido vistos como extremistas y outsiders, foráneos, siempre adversarios entre sí, deciden después de meses de negociaciones intentar una alianza surrealista entre ellos. Así nació el gobierno «giallo-verde» («amarillo-verde»), llama­do así por el color símbolo de los dos vencedores morales de la ronda electoral.

      ¿Cómo se llegó a esto? La respuesta más cómoda para la parte perdedora es que los populistas italianos ganaron las elecciones dando prioridad al «sentido común» y a los instintos más bajos de la nación, prometiendo dar voz a un pueblo que siente que ha sido descuidado y menospreciado por la elite. En el banquillo de los acusados de los italianos que se constituyeron como una «masa de reacción» contra el viejo sistema estaban los dos polos cardinales de la bipolaridad: por un lado, el de centro-derecha que giraba en torno a Forza Italia (FI), el partido «personal» de Silvio Berlusconi, formado por liberales demasiado centrados en defender los burdos intereses de su líder político y empresario en lugar de las necesidades de la panza italiana; pero, por otro lado, los populistas veían de forma aún más negativa al polo de centro-izquierda, centrado en torno al Partido Democrático (PD), constituido en 2007 por una clase dominante que en parte había crecido en el antiguo Partido Comunista Italiano (PCI) y provenía en parte de círculos católicos o liberales de centro.

      Aunque no ganó claramente ninguna elección desde 2006, es decir, desde el año anterior a su nacimiento, este último partido, que nunca logró convertirse en serenamente socialdemócrata y, sin embargo, muy fuerte en los centros históricos, entre las clases educadas y la tercera edad, logró entrar en coaliciones de gobierno que han gobernado Italia casi continuamente desde 2011 hasta 2018. Esto significó acompañarla en algunas de las fases más dramáticas de su historia reciente, en los años posteriores al choque de 2008 y los de la reacción de las estructuras de poder de Bruselas (en la llamada crisis de la deuda soberana), pasando por una crisis migratoria sin precedentes en Europa desde el final de la Guerra Fría. El PD es, sobre todo, a los ojos de los italianos más afectados por la crisis, el partido que junto con FI ha respaldado las medidas de austeridad aplicadas por el gobierno tecnocrático Monti en el bienio 2011-2013 (entre las cuales figuran la subida de los impuestos, de la edad la jubilación y de la precarización laboral en un país que ha crecido poco o nada desde hace veinte años) y, mientras tanto, ha hecho posible el desembarco de cientos de miles de inmigrantes irregulares.

      Gracias a estas acusaciones, a la vez económicas y culturales, el PD ha experimentado un progresivo recorrido de distanciamiento con respecto a la moderación y el europeísmo de muchos de sus votantes, que además habían visto en toda la «Segunda República» una sucesión de gobiernos entre bloques dominados por «berlusconianos» y «antiberlusconianos» sin que se produjese ningún tipo de ruptura radical. En esta falsa alternancia los populistas adivinaron la crisis de la democracia real y en 2018 están trasvasando un número impresionante de votantes desde los partidos tradicionales, convenciéndoles de que finalmente es posible una verdadera dislocación de las relaciones de poder.


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