Honor de artista. Feuillet Octave

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Honor de artista - Feuillet Octave


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marqués de Pierrepont, después de dos o tres infructuosas tentativas para forzar la consigna, había creído delicado no insistir, así, pues, perdió de vista a esta familia, sabiendo luego su total naufragio y la muerte del conde y la condesa. En consecuencia, no volvió a ver a Beatriz hasta el momento de su entrada en casa de la señora de Montauron bajo los tristes auspicios de prima en la miseria, de señorita de compañía; de comodín, en fin. Muy lejos estaba ciertamente de sospechar el marqués que a él se debiera en gran parte, quizás en todo, que la señorita Sardonne hubiera preferido al convento la casa de la baronesa, pero era de un natural demasiado generoso para no sentirse conmovido ante tal infortunio, aun cuando él no se hubiera presentado de por sí bajo formas tan dramáticas y atractivas.

      Observábase que ponía particular empeño en realzar a fuerza de respetuosas consideraciones la humillante situación de la huérfana; pero al mismo tiempo parecía como que evitaba toda clase de intimidad con ella, y lo que es más, manifestábale habitualmente una reserva vecina a la frialdad, cual si desconfiara ora de ella, ora de sí propio.

      Tales eran las recíprocas relaciones de estas dos personalidades en los días en que Pierrepont llegó a la posesión de los Genets, precediendo en algunos a su amigo Jacques Fabrice.

      Los Genets era una antigua propiedad de aquella familia que había sido en parte destruída y en parte vendida, durante el período revolucionario, y sólo al cabo de cincuenta años decidióse el barón de Montauron, a instancias de su mujer, de quien aquél era el más seguro y el más humilde servidor, a rescatar en gran precio las tierras, restaurando al mismo tiempo el arruinado edificio, del cual no quedaba, otra cosa más que una hermosa y almenada torre sacrílegamente encuadrada entre dos construcciones modernas. El conjunto, a pesar de su irregularidad arquitectónica, no dejaba de ser imponente, y grandes avenidas de hayas, un parque y bosques cruzados por un afluente del Orne, acababan de dar a esta habitación eso que es de uso llamar señorial apariencia.

      La señora de Montauron, que profesaba a la soledad cordialísimo aborrecimiento, concedía a sus amigos la más amplia hospitalidad en su campestre mansión, aunque, habiendo resuelto que aquel año de 1875 marcaría el fin del celibato de su sobrino, extendió aún más sus invitaciones en esta jornada, poniendo en la confección de las listas de convite los más diplomáticos cuidados. Admitió así, con mayor indulgencia de la acostumbrada, buen número de herederas pertenecientes a la alta banca francesa y cosmopolita, contando astutamente con que las intimidades de la vida de campo ofrecerían la deseada ocasión y harían madurar el perseguido proyecto, descartando con maquiavélica experiencia a las casadas jóvenes y bonitas, quienes podrían distraer la atención del neófito, en secundarias bagatelas.

      Encontró, pues, el marqués en los Genets hasta media docena de lindas y candorosas señoritas, quienes, a pesar de su probada inocencia, parecían darse cuenta bastante exacta de la situación; por lo menos así se hubiese creído considerados sus respectivos comportamientos, pudiendo presumirse que estaban en el secreto y aun en la complicidad de la baronesa, visto cuanto cada una de ellas, según sus personales intuiciones y peculiar estilo, ponía de su parte, a fin de hacer triunfar su candidatura. Nada más natural.

      El catecúmeno que se trataba de atraer a la buena senda era no sólo un hombre de raras seducciones personales, sino, lo que es más, el presunto heredero de una gran fortuna, que, por si algo faltaba, disponía también de una corona de marquesa, y no hay que decir, considerados estos graves antecedentes, si sería formidable el despliegue de trajes, gracia, candor, aturdimiento o afectada indiferencia a que se entregaron aquellas adorables señoritas.

      No era, pues, en verdad aburrida la existencia en los Genets, porque familias de las invitadas, hermanos y amigos componían una divertida y animada colonia, pronta siempre a distraerse con los ejercicios de práctica en el campo, menudeando los paseos en coche, las partidas de pescas, los lawn-tennis por la mañana, pasándose las noches en inocentes juegos alternados con tal cual rigodón. La baronesa, a quien el silencio era odioso porque le hacía pensar en la muerte, gustaba de todo ese movimiento, si bien mezclándose poco directamente a él por cuanto el reuma no le dejaba casi momento de reposo; pero ya desde su sillón de donde daba órdenes como desde un trono, ya sentada a la sombra de los copudos árboles del parque, complacíase en ver agitarse aquella brillante juventud, que la formaba una pequeña corte, deleitándose en ver desfilar aquellos breacks, aquellos mails llenos de exquisitas elegancias, rebosando refinadas alegrías.

      Espectáculo tal no parecía seguramente tan grato a la señorita de Sardonne, porque, descontadas las raras ocasiones en que la señora de Montauron se decidía a subir en carruaje, en cuyo caso llevaba consigo a su lectriz, la tenía sin misericordia encerrada en casa, bajo el pretexto de decencia social. La pobre Beatriz quedaba así fuera de aquella vida de placer y de lujo, en medio de la cual presentía, por otra parte, que su sencillo traje y modesto continente habría sido motivo de sonrojo. Educada ella misma en los esplendores de la vida mundana, tenía, como la mayor parte de las jóvenes de su clase, irresistibles aficiones a la elegante vida del sport. Era, en suma, más un corazón noble que un alma superior; altanera pero no reflexiva, tras los encantos de su hermoso sonreír, ocultábanse a veces amargos sufrimientos, y cuando seguía con la vista aquellos caballeros y aquellas amazonas que se perdían bajo los añosos árboles de las anchas avenidas, si su frente permanecía serena y pura, partíase su pecho al duro golpe del dolor.

      La llegada de Pierrepont al castillo le aparejó aún más crueles suplicios, que por cierto no fue ella la última en prever, puesto, que la baronesa tenía muy poderosas razones para poner al cabo a la huérfana sobre las pretensiones y proyectos conyugales que acerca de su sobrino abrigara. Debemos decir en justicia que nunca Beatriz, una vez consumada la ruina de su familia, había alimentado esperanza alguna de ver un día compartidos sus sentimientos con el marqués, y sancionados por el matrimonio, advirtiéndole su razón distintamente cómo Pierrepont estaba para siempre perdido para ella y que sólo a milagro pudiera deber el verlo su marido; pero en fin, en tanto que Pedro continuase soltero podía tal vez el Cielo operar el prodigio... y este blando ensueño le daba la vida... más ahora... ¡Oh, ahora!... La dulce quimera habíase para siempre desvanecido.

      Beatriz sentía cual cosa evidente que el temeroso suceso estaba a punto de realizarse: todo lo presagiaba: la baronesa, como ella misma decía a su lectriz, jugaba esta vez su última carta, y el joven marqués se prestaba al juego con toda buena voluntad, que el final resultado no podía ser dudoso.

      Es difícil figurarse ni más acerbo ni más glacial tormento que aquel que hacía días venía sin piedad torturando el alma de la señorita de Sardonne; brillantes rivales se disputaban la mano del hombre de su amor, y ella veíase forzada a presenciar ese torneo en sonriente expectativa.

       Índice

      aquellas señoritas

      Pierrepont había llegado a los Genets un lunes. Hacia el mediodía del domingo siguiente, abandonó a los huéspedes de su tía, quienes tenían concertada una partida de pesca, para después del almuerzo, y se fue a la estación inmediatamente con el fin de esperar a su amigo y presentarlo a la baronesa. Encontraron a la señora de Montauron haciendo una labor cualquiera en una inmensa sala tapizada de blanco y en cuyas paredes campeaban antiguos retratos de familia: Beatriz, entretanto, leía un diario.

      No tuvo el pintor necesidad de reflexionar mucho para decirse a sí propio que, si la elección le hubiese sido permitida, no habría sido seguramente la señora de Montauron la retratada. Sin embargo, no había que hacerse grandes ilusiones acerca de la acogida de la lectriz, quien sin levantarse le echó una hostil mirada y continuó en voz baja la lectura de su periódico, mientras que Fabrice cambiaba algunas frases con la señora de la casa.

      —Tanto gusto de contarlo a usted en el número de mis amigos—dijo aquélla con su más amable sonrisa—, y muy orgullosa de que mi retrato sea hecho por mano tan experta... y por cierto que no es un estímulo retratar a una mujer de mis años.

      —¡Señora!

      —Pero,


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