Honor de artista. Feuillet Octave
Читать онлайн книгу.dote y figura... En cuanto a lo demás, es necesario entregarse piadosamente a la Providencia... si tienes en cuenta que no está todavía en uso de tomar las mujeres a prueba como los caballos... por más que se anuncia una ley estableciendo el divorcio absoluto... lo que será principiar a andar aquella senda... Pero, vamos, para salir de generalidades, a mí me parece que si yo hubiera sido hombre habría amado locamente a la señorita de Alvarez... ¿No te dice nada la señorita de Alvarez?
—Me dice demasiado, tía... Tiene una pupila demasiado incandescente para mis gustos... dicho sea con el respeto debido... Venus Ciprea... etc., etc.
—¡Bah! ¿Qué sabes tú? Nada hay más engañoso que esos ojos... debías tener experiencia a tu edad... Generalmente, los azules son los peores... Y esa adorable americanita, miss Nicholson... un querubín con tres millones de dote... y esperanzas.
—Es hermosa, tía... Solamente que anda como un hombre... y después, ¿no le parece a usted que tanto ella como su papá, tienen así como un vago olor a petróleo?
—¡Qué tontería! En fin, tomemos nota de ella, de esta encantadora miss Nicholson... ¿Y la deliciosa rubia, la señorita Lahaye?
—Muy bien también, tía... pero su padre vende vino... ¡eso es grave!...
—¡Sí, pero vende mucho! ¿Y qué me dices de la señorita de Aurigney? ¡qué radiante hermosura! ¡y tan distinguida!
—Muy distinguida, sin duda... ¡pero tan glacial!
—¡Magnífico! ¡ahora salimos con lo glacial! Hace un momento era Venus quien te asustaba... ahora es lo contrario... ahora es el hielo... ¡pero, entonces, hijo mío, tienes miedo de todo!... ¿qué significa esto, caballerito?
—Confesad, mi querida tía, que la señorita de Aurigney parece un sorbete.
—¡Tú sí que pareces un sorbete! Acabaré por creer que tus dificultades reconocen por causa una resolución tomada de antemano.
—Pero, mi buena tía, usted me pide que le manifieste mis impresiones, y así lo hago lealmente.
—Sí, pero es que encuentras objeciones a todo, y objeciones casi siempre pueriles.
—Es únicamente para hacer reír a usted... tía...
—¡Mira que la cosa no me causa risa!... vamos, y la señorita de Chalvin... un poco aturdida quizás... ¡pero tan elegante, tan encantadora!
—Y sobre todo tan bien educada, tía... ayer decía su madre refiriéndose a ella: Mi hija tiene un excelente carácter; verdad es que ni su padre ni yo la contrariamos nunca... es un caballito desbocado... cuando se abandona la brida nada la contiene.
—Su madre es incapaz... mas como no te vas a casar con ella... En fin... llegamos a mi predilecta... ¡una perla, hijo mío!... No, lo que es a ésta no permito que la critiques... ¡La señorita de La Treillade!
—Ciertamente, tía, es sin duda alguna lo mejor de la colección...
—¡Ya lo creo! Rostro de virgen... instruída, inteligente, modesta... no digo ella; su misma institutriz es una persona ejemplar... una verdadera perfección... Créeme, dedícate a estudiarla... ¡obsérvala, hijo mío!
—Se lo prometo a usted, tía.
—Bueno, ahora vete, tengo que escribir... mira, dile a Beatriz que venga.
Pedro se retiró, encargando a una sirvienta que encontró en la escalera previniese a la señorita Beatriz de que la señora la necesitaba; en seguida bajó algunos escalones, llamando al departamento de Fabrice. Era este departamento un piso bajo, o mejor dicho, una especie de entresuelo cuyas puertas se abrían sobre los antiguos fosos del castillo, ahora convertidos en jardines. El pintor, que debía empezar a mediodía el retrato de la baronesa, se ocupaba en preparar su paleta. Después de haberse cerciorado por sí mismo de que nada faltaba para la comodidad de su amigo, Pierrepont le daba algunos detalles históricos y arqueológicos acerca de los Genets, cuando se interrumpió de pronto al oír risas y femeniles voces bajo las ventanas del departamento; aproximóse rápidamente a la ventana del saloncito, que ocupaba una de las torrecillas de los ángulos del castillo, siendo por consecuencia fácil dominar desde allí con la vista el foso... Las persianas estaban cerradas para preservarse sin duda contra los rayos del sol de una ardiente mañana de agosto, pero a través de los listones inferiores, casi horizontalmente dispuestos, pudo echar Pedro una mirada al exterior, y volviéndose con viveza a Fabrice, hízole seña de que guardase silencio, diciéndole al propio tiempo, que sonreía y bajaba la voz:
—Yo no tengo la costumbre de escuchar entre puertas... ni entre ventanas... pero, en este caso, la tentación se me presenta invencible... ya te diré por qué...
—¡Lo que puede el mal ejemplo!—repuso Fabrice acercándose a su vez.
Pudo conocer entonces las dos señoritas cuyas voces llegaban hasta ellos; estas señoritas habían bajado, a lo que podía creerse, a uno de los jardinillos de bajo la torre con el fin de evitar el sol, y se paseaban del brazo protegidas por la fresca sombra de grandes rosales allí plantados; una de ellas, morena, pálida, con cara de arcángel, decía a la otra:
—Qué bien se está aquí para charlar, ¿no es verdad, hija?
—Sí—respondió la otra, que era muy encendida de color, aunque de buen ver y tenía ligero acento inglés—. Se está muy bien... sobre todo, puede una ponerse a tiempo en guardia contra los indiscretos... Continúe... ¡me interesa tanto lo que me está contando!
—Pues sí, esta Georgina, de que le hablaba, es muy complaciente con mi hermano, quien le paga en la misma moneda: como ya, le he dicho, Georgina Bacot trabaja en las Folies-Lyriques, por cuya razón mi hermano anda mucho entre bastidores, y allí se encuentra a menudo con la madre de Georgina, que fue también actriz en sus tiempos... y mi hermano nos contaba el otro día a mamá y a mí que una de estas noches pasadas había encontrado en la escena, durante un entreacto, a la madre de Georgina... Estaba mirando por el agujero del telón cuando de pronto se volvió a aquél y le dijo con voz llorosa... «Hay cosas que halagan a una mujer... ¿creerá usted, señor, que hay esta noche en la sala cuatro de mis antiguos amantes... y todos senadores?»
—¡Oh! Mariana—dijo la linda inglesa.
—Pero la historia del peluquero es todavía más divertida—replicó Mariana.
—¡Oh! cuénteme la historia del peluquero... cuéntemela.
Mariana titubeó un momento.
—No, mi cara Eva—añadió Mariana riendo—: ésta es realmente demasiado salpimentada.
—¡Se lo ruego, querida mía!
—Pues bien, ese peluquero... pero no... mi buena Eva... decididamente... es demasiado... no puede pasar... La dejaremos para una de esas noches en que se nos va un poco la mano en el champagne.
Pasaron cerca de un rosal. Mariana cortó una rosa y se la puso en el pecho.
—¿Y ese pintor que llegó ayer, qué le parece, Eva?
—Tiene buenos ojos y algo de genial en la fisonomía—respondió la interpelada.
—Sí, pero sin distinción—arguyó la niña, haciendo desdeñosa mueca—. El otro... ese sí... el amigo Pedro... ¡ese sí que quisiera yo encontrármelo una noche en cualquier rincón del bosque!
—El encuentro sería un tanto peligroso—objetó Eva.
—Donde no hay riesgo, no, hay deleite—apoyó Marianita—. Entre paréntesis, ninguna lástima tengo yo a mi prima la de Aymaret, que le ha dado su corazón... etc. Digo, así se dice, yo no sé si es verdad... lo que sí sé es que se ven casi todos los días... con este pretexto... y con aquél... y con el de más allá.
—Parece que no es muy dichosa con su marido la pobre vizcondesa, ¿es cierto?
—¿Qué