Luz de luna en Manhattan. Sarah Morgan

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Luz de luna en Manhattan - Sarah Morgan


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caíste? ¿Hay hielo en las calles? —preguntó.

      —Todavía no, pero habrá pronto. Han anunciado nieve y tengo los dedos congelados. Necesito buscar los guantes —contestó Harriet.

      Llevó las bolsas a la cocina, sin hacer caso del dolor del tobillo. Lo había descansado un par de días y le había puesto hielo, como le había dicho el doctor. Le dolía todavía, pero estaba cansada de estar encerrada en el apartamento y deseaba ver a Glenys.

      —No quería que tuvieras el frigorífico vacío. La gente está como loca. Ya están vaciando los supermercados y de momento solo han caído cuatro copos —dijo.

      Se inclinó a acariciar a Harvey, un terrier West Highland de ocho años al que llevaba dos años sacando. Tenía un buen equipo de paseadores, pero había perros a los que solía sacar personalmente y Harvey era uno de ellos. Era un perro cariñoso y listo y ella lo adoraba.

      —Recuerdo la borrasca de 2006, cuando tuvimos setenta centímetros de nieve, pero ni siquiera esa fue tan mala como la tormenta de nieve de 1888.

      Harriet se enderezó.

      —En 1888 tú no habías nacido.

      —Mi bisabuela hablaba mucho de ella. Las vías del tren quedaron bloqueadas por los montones de nieve. Algunos de los viajeros permanecieron días atrapados en vagones. Se podía cruzar andando el río East desde Brooklyn hasta Manhattan. ¿Te lo imaginas?

      —No. Con suerte, esta vez no será tan grave, pero, si lo es, no morirás de hambre —Harriet terminó de guardar las latas de comida en el armario—. ¿Has almorzado hoy?

      —He comido mucho.

      —¿De verdad?

      —No, pero no quiero que te preocupes. La verdad es que no tenía hambre.

      Harriet chasqueó la lengua.

      —Tienes que comer, Glenys. Tienes que conservar las fuerzas.

      —¿Para qué necesito las fuerzas? No salgo nunca del apartamento. Mis huesos no están para muchos trotes.

      —¿Has ido al médico? ¿Le has dicho que tienes más dolores? —Harriet empezó a guardar los alimentos en el frigorífico, aprovechando para revisar las fechas de los pocos artículos que había ya dentro. Tiró un queso cubierto de moho y unos tomates que parecían a punto de convertirse en puré.

      —Me dijo que me duele más porque la artritis está peor. También dijo que tengo que moverme. Lo cual no tiene sentido. ¿Cómo voy a moverme si la artritis está peor? Esos médicos no saben nada.

      Harriet pensó en el doctor que la había visto en Urgencias y en el modo en que lo consultaban otras personas.

      Él sabía mucho.

      El doctor E. Black.

      Se preguntó de qué sería la E. ¿Edward? ¿Elliot?

      Sacó un cartón de huevos y queso fresco y cerró la puerta del frigorífico.

      —Si tu doctor cree que tienes que moverte, es que tienes que moverte.

      ¿Evan? ¿Earl?

      —Eso es más fácil decirlo que hacerlo. Tengo miedo de que me fallen las piernas. Si ocurriera eso, me caería en la acera y me pisaría la gente.

      —Pues entonces tienes que andar con alguien a quien conozcas. Conmigo, por ejemplo. Te daría confianza saber que te puedes agarrar a alguien si lo necesitas.

      —Tú vienes a pasear a mi perro, no a mí. Eres paseadora de perros, no de humanos.

      —Paseo a algunos humanos. Personas excepcionales como tú. Podemos sacar a Harvey juntas —Harriet echó tres huevos en un bol y los batió junto con algunas hierbas que cultivaba en una jardinera en su ventana—. A él le encantaría. ¿Te lo imaginas paseando con dos mujeres? ¡Cómo le subiría el ego!

      —No necesita más ego. Ya se cree que es el rey. ¿Qué haces?

      —Te preparo una deliciosa tortilla. Si no comes algo, no te sacaré a pasear —Harriet echó los huevos en una sartén y subió el fuego—. Voy a añadirle algo de queso y espinacas. Es bueno para tus huesos.

      —Mis huesos ya no tienen remedio. No creo que pueda andar hoy, querida.

      —Solo un paseo corto —la animó Harriet—. Unos cuantos pasos. Una manzana.

      Glenys suspiró.

      —Eres una abusona.

      —Lo sé —Harriet golpeó el aire con el puño y Glenys se echó a reír.

      —No deberías perder el tiempo con una anciana decrépita —dijo.

      —Me encanta tu compañía y me encanta cocinar. Desde que se fue Fliss, solo tengo que cocinar para mí y eso es aburrido —Harriet puso la tortilla en un plato y añadió un trozo de pan crujiente—. Ahora siéntate y come.

      —Odio comer sola.

      —No vas a comer sola —Harriet se cortó una rebanada de pan e intentó no pensar en que iría a sus muslos. Después de todo, ella era la única que veía sus muslos. Reprimió aquel pensamiento deprimente y untó el pan con mantequilla—. Yo también como.

      —¿Has ido al médico por el tobillo?

      —Fui a Urgencias. Y les hice perder el tiempo, porque no estaba roto —Harriet dio un mordisco al pan y tomó nota mentalmente de preparar galletas de chocolate para su próxima visita. A todo el mundo le gustaban sus galletas. La receta original era de su abuela, pero ella había introducido pequeños cambios con el tiempo. Eso era lo más rebelde que había hecho en su vida.

      «No, no usaré una cucharada de vainilla. Usaré dos, que lo sepas».

      Lastimoso.

      Glenys picoteó la tortilla.

      —Eso no es hacerles perder el tiempo. ¿Y si hubiera estado roto?

      —Mi vida habría sido más difícil —Harriet pensó en la cantidad de gente que había en la sala de espera. Demasiada gente, y eso que todavía no había empezado a nevar—. Supongo que en Urgencias están muy ocupados en invierno, así que intentaré ir con más cuidado.

      —Háblame del doctor sexy que te examinó el tobillo en Urgencias.

      —Yo no he dicho que fuera sexy.

      —Los doctores siempre lo son. No importa cómo sean, el hecho de que sean doctores los hace atrayentes. ¿Era moreno o rubio?

      —Cómete la tortilla y te lo diré —Harriet esperó a que Glenys se llevara el tenedor a la boca—. Moreno. Pelo negro y ojos azules.

      —La mejor combinación. Mi Charlie tenía ojos azules. Fue lo primero en lo que me fijé.

      —También fue lo primero que noté yo —contestó Harriet. En eso y en que sus ojos estaban cansados. No cansados de falta de sueño, más bien cansados de la vida.

      Quizá fuera consecuencia de trabajar en Urgencias. Eso tenía que cobrarse un precio. A ella la habría agotado tratar con tantas personas con problemas. Lidiar con tanto dolor y ansiedad.

      —Quizá sea una señal —Glenys tomó otro pedazo pequeño de tortilla—. El comienzo de una relación perfecta. Quizá estéis juntos para siempre.

      Harriet se echó a reír.

      —A menos que me rompa el otro tobillo, no volveré a verlo. Y quizá sí que era sexy, pero no sonreía lo bastante para mi gusto. Para ser sincera, amedrentaba un poco.

      —Probablemente sea su modo de lidiar con el trabajo. En Urgencias tratan como muchos problemas distintos. Lo sé porque mi Darren fue paramédico y contaba cosas que ponían los pelos de punta.

      Darren era el hijo mayor de Glenys. Vivía en California y su madre no lo había visto desde el funeral


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