Luz de luna en Manhattan. Sarah Morgan
Читать онлайн книгу.frenarse para no tender el brazo y ayudarla.
—¿En qué trabaja? —dijo. La pregunta tenía relevancia médica, no la hacía porque quisiera saber más cosas de ella.
—Tengo un negocio de pasear perros. Tengo que poder moverme y no quiero que eso empeore la lesión.
Un negocio de pasear perros.
Ethan miró las pecas que adornaban su nariz.
No le costaba imaginársela paseando perros. Ni creyendo en Papá Noel.
—Si se dedica a pasear perros, quizá sea mejor que no use tacones de aguja —comentó.
—Sí, ha sido una idea estúpida. Un capricho. Estoy intentando hacer cosas que no hago normalmente y… —ella se interrumpió y movió la cabeza—. No tiene por qué oír esto. Está ocupado y yo le estoy quitando tiempo. Gracias por todo.
Aquella paciente le había dado más veces las gracias en los últimos cinco minutos, que todos los demás juntos en las últimas cinco semanas.
No solo eso, sino que, además, no había cuestionado su criterio médico.
Ethan, al que nunca sorprendía un paciente, estaba sorprendido.
E intrigado.
Quería preguntarle por qué intentaba hacer cosas que no hacía normalmente, por qué había decidido llevar tacones de aguja. Por qué había ido a cenar con un hombre al que había conocido en Internet.
En vez de eso, se mantuvo en un plano profesional. Le dijo que tenía que descansar, ponerse hielo y colocar el pie en alto, y todo el tiempo se sentía culpable por haber dudado de ella.
Se preguntó cuándo, exactamente, había empezado a recelar tanto de la naturaleza humana.
Definitivamente, necesitaba unas vacaciones.
Capítulo 3
—Fue la peor noche de mi vida. Tengo que borrarla de la memoria —Harriet descansaba el tobillo herido en el sofá y hablaba con su hermana por teléfono—. Y, para colmo, acabé en Urgencias, donde el doctor Sexy-pero-Crítico obviamente decidió que era una fulana —todavía podía ver la expresión de la cara de él, como si no estuviera seguro de que la profesión de ella fuera del todo honorable.
Ella se preguntaba lo mismo los días en los que estaba rodeada de perros babosos.
—¿Era sexy? Dime más.
—¿En serio? Te digo que quedé con un acosador espeluznante y salté por una ventana encima de un contenedor de basura, ¿y tú solo quieres que te hable del doctor de Urgencias?
—Si era sexy, sí. ¿Le pediste una cita?
Para ser alguien que afirmaba que no le interesaba nada el romanticismo, la hermana gemela de Harriet pensaba mucho en los hombres.
—No, no le pedí una cita.
—Creía que intentabas ponerte retos.
—Tengo mis límites. Uno de ellos es insinuarme a un doctor que me está tratando en Urgencias.
—Tendrías que haberlo abrazado y haberle plantado un beso en los labios.
Harriet se imaginó la mirada horrorizada de él.
—Y luego te habría llamado desde la celda donde me habría encerrado la policía por agresión. Espera, ¿te estás riendo?
—Tal vez. Un poco —Fliss resopló—. ¿Hay imágenes del episodio de la ventana? Me encantaría verlas.
—Espero que no, porque no es algo que yo quiera revivir —repuso Harriet.
El recordatorio doloroso del tobillo era todo lo que necesitaba. Eso y la vergüenza que la invadía cuando pensaba en aquel momento en el hospital.
—Estoy orgullosa de ti —dijo Fliss.
—¿Por qué?
—Porque todo esto es muy impropio de ti.
—Eso es muy cierto —Harriet movió el tobillo y se preguntó cuánto tardaría en desaparecer la hinchazón. Lo último que necesitaba en su trabajo era una herida que le imposibilitara andar—. Es la última vez que le hago caso a Molly. Fue ella la que me dijo que probara las citas por Internet.
—Fue un gran consejo, es una experta en relaciones. Lo sabe todo sobre el tema.
Harriet pensó en las tres citas que había tenido últimamente.
—No todo.
—Ella domó a nuestro salvaje hermano. Eso demuestra que lo sabe todo.
—No es el mejor enfoque para una persona que tiene problemas con desconocidos. No reacciono muy bien cuando no conozco a la gente.
—Si no puedes andar, ¿cómo te vas a arreglar con el negocio?
—Voy a pasar a otros los paseos míos de los dos próximos días.
—¿Quieres que llame yo a alguien?
—No, ya lo he hecho yo.
—¿A paseadores de perros y a clientes?
—Ya está todo hecho.
—¿La señora Langdon también?
Ella Langdon era la editora de una revista rosa importante y a Harriet le aterrorizaba tratar con ella. Había tenido que concienciarse bastante antes de llamarla.
—Ella también. Ha usado su voz más impertinente, pero en conjunto no ha sido una pesadilla absoluta.
Y Harriet no había tartamudeado, que era lo más importante. Aunque hacía mucho que no le ocurría, todavía vivía con miedo de que ocurriera cuando menos lo esperaba. De niña, su tartamudeo le había acarreado las burlas de sus compañeros de clase. No sabía cómo habría podido sobrevivir sin su hermana gemela.
—Estoy impresionada. Es como hablar con una Harriet nueva. Y, en cuanto se te cure el tobillo, volverás a tener más citas.
—No lo creo. Las citas por Internet no son lo mío. ¿Y por qué iban a serlo? ¿Cómo vas a encontrar a alguien que te guste partiendo de un breve esbozo de su personalidad? Y la gente dice lo que quiere que veas. Es todo muy falso.
Y Harriet odiaba eso. ¿Qué sentido tenía? Si no podías ser sincero con otra persona durante dos horas, ¿cómo ibas a poder pasar cuarenta o cincuenta años con ella? Tal vez fuera poco realista esperar que una relación durara para siempre, quizá ella fuera una mujer muy anticuada.
Tenía la moral por los suelos. Unos meses atrás, le habría contado eso a su hermana, pero ese día se lo guardó para sí. Sentía un dolor detrás de las costillas que no sabía si era indigestión o una acumulación de sentimientos con los que no sabía qué hacer.
—En cualquier caso, es irrelevante, porque no iré a ninguna parte en los próximos días. ¿Cómo va todo por Los Hamptons? ¿Cómo están la abuela y Seth?
—Todo va bien —contestó Fliss—. La abuela está ocupada con sus amigas. Ya sabes cómo es. Es la persona con más vida social que conozco. Y Seth pasa mucho tiempo trabajando, pero yo también. Caminar por la playa es una bendición y aquí hay mucho más negocio del que nunca imaginé.
Y, cuando se trataba de buscar negocio, Fliss tenía el olfato de un terrier.
—Sin ti, los Rangers Ladradores no existirían —comentó Harriet.
—¡Eh!, puede que yo iniciara el negocio, pero eres tú la que lo mantiene en marcha. Los clientes te adoran y los perros también —Fliss hizo una pausa—. ¿Seguro que no quieres pasar la Navidad con nosotros? No he pasado ni una Navidad sin ti en toda mi vida. Va a ser muy raro.
—Será bonito —repuso Harriet. «¿Quién es la falsa ahora?», pensó—. Estarás