Luz de luna en Manhattan. Sarah Morgan

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Luz de luna en Manhattan - Sarah Morgan


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un par de años. Dame un momento para recordarlo bien —comentó Ethan.

      No tenía la sensación de tener que estar a la altura de nada.

      Susan se equivocaba en eso. Él recorría su propio camino, por sus propias razones.

      —Debiste de estar alucinando. La falta de sueño tiene ese efecto. Pero si no son esas raras dosis de gratitud, tienen que ser los pacientes que te maldicen, que vomitan en tus botas y te dicen que eres el peor doctor que ha pasado por la faz de la tierra y que te van a demandar. ¿Eso es lo que te llena?

      El humor los ayudaba a superar los días que estaban cargados de tensión.

      Los sostenía en los turnos más duros, cuando tenían que ver heridas que harían que una persona normal necesitara terapia.

      En el equipo de trauma, todos encontraban un modo de lidiar con ello.

      A diferencia de la gente normal, ellos sabían que una vida podía cambiar en un instante. Que un futuro seguro simplemente no existía.

      —Me encanta esa parte. Y también el placer constante de trabajar con colegas respetuosos que me adoran, como tú.

      —¿Quieres que te adoren? Elige a otra mujer.

      —¡Ojalá pudiera!

      Susan le dio una palmada en el brazo.

      —Es cierto que te adoro. No porque seas guapo y musculoso, que lo eres, sino porque sabes lo que haces y aquí la competencia es lo más próximo a un afrodisíaco que puedes encontrar. Y tal vez eso se deba al deseo de ser mejor que tu padre o tu abuelo, pero me encanta de todos modos.

      Él la miró con incredulidad.

      —¿Estás intentando ligar conmigo?

      —¡Eh!, quiero estar con un hombre que sea bueno con las manos y sepa lo que hace. ¿Qué tiene eso de malo? —a ella le brillaron los ojos y él supo que hablaba en broma.

      —¿Seguimos hablando de trabajo? —preguntó.

      —Claro. ¿De qué si no? Estoy casada con mi trabajo, igual que tú. Me comprometí con Urgencias en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, y te aseguro que, viviendo en Nueva York, es más bien pobreza. Pero no te preocupes, no podría estar despierta el tiempo suficiente para hacer el amor contigo. Cuando salgo de aquí, caigo inconsciente en cuanto llego a casa y no me despierto por nadie. Ni siquiera por ti, ojos azules. Así que, si tú no estás aquí por el amor y las valoraciones positivas, tiene que ser porque eres un adicto a la adrenalina.

      —Puede que sí —contestó Ethan.

      Era verdad que le gustaba el ritmo rápido, la imprevisibilidad, la inyección de adrenalina que producía no saber quién sería el siguiente que entraría por la puerta. La medicina de Urgencias era a menudo un puzle y él disfrutaba del estímulo intelectual de averiguar dónde encajaban las piezas y cuál era la imagen final. También le gustaba ayudar a la gente, aunque la relación entre doctor y paciente había cambiado en los últimos tiempos. La medida que imperaba era la satisfacción del paciente y en general cosas que tenían poco que ver con practicar bien la medicina. Había días en los que le costaba recordar las razones por las que había querido ser médico.

      Susan echó la toalla a la cesta de la ropa sucia.

      —¿Sabes lo que más me gusta a mí? —preguntó—. Cuando llega alguien lleno de vendas y no sabes qué vas a encontrar cuando las retires. Me encanta el suspense. ¿Será un corte del tamaño de la cabeza de un alfiler o se le caerá un dedo?

      —Eres una morbosa, Parker.

      —Cierto. ¿Me vas a decir que a ti no te gusta esa parte?

      —Me gusta arreglar a la gente —Ethan alzó la vista cuando uno de los residentes entró en la sala—. ¿Problemas?

      —¿Por dónde quiere que empiece? Hay unos sesenta esperando, la mayoría borrachos. Tenemos uno que se ha caído de la mesa en la fiesta de la oficina y se ha hecho daño en la espalda.

      Ethan frunció el ceño.

      —Ni siquiera estamos en diciembre.

      —Lo celebran pronto. No creo que necesite una resonancia magnética, pero ha leído una página de medicina de Google e insiste en que le hagan una y, si no se la hago, me demandará por todos mis ahorros. ¿Cree que puedo disuadirlo contándole cuánto debo en préstamos de estudiante?

      Susan agitó una mano en el aire.

      —Ethan se ocupará de eso. Se le da muy bien guiar a la gente para que tome la decisión correcta. Y, si eso no funciona, también es bueno haciendo de «Poli malo».

      Ethan enarcó una ceja.

      —¿Poli malo? ¿En serio?

      —¡Eh!, es un cumplido. No hay muchos pacientes que se te resistan.

      Dolores de espalda, de cabeza, de muelas… Todos ellos aparecían normalmente por allí, junto con exigencias de que les recetaran analgésicos. La mayoría de los sanitarios experimentados notaban cuándo les tomaban el pelo, pero para los que tenían menos experiencia era un reto constante mantener el equilibrio correcto entre la compasión y el recelo.

      Ethan se dirigió a la puerta, pensando todavía en la etiqueta de poli malo, pero su avance se vio interrumpido por la llegada de otro paciente, esa vez un hombre de cuarenta años que había sentido dolores en el pecho en el trabajo y había sufrido una parada cardíaca en la ambulancia. En consecuencia, pasó otra media hora hasta que Ethan llegó al hombre de la lesión en la espalda y para entonces, la atmósfera en la habitación era claramente hostil.

      —¡Por fin! —el hombre apestaba a alcohol—. Llevo siglos esperando que me vea alguien.

      Alcohol y miedo. En Urgencias veían mucho de ambas cosas. Era una mezcla tóxica.

      Ethan repasó el informe.

      —Aquí dice que lo vieron a los diez minutos de llegar, señor Rice.

      —Una enfermera. Eso no cuenta. Y después un residente, que sabía menos que yo.

      —La enfermera que lo vio tiene mucha experiencia.

      —El que está al cargo es usted, así que quiero que me vea usted, pero ha tardado lo suyo.

      —Hemos tenido una urgencia, señor Rice.

      —¿Quiere decir que yo no soy una urgencia? Yo he llegado antes. ¿Por qué es él más importante que yo?

      «¿Porque él llegaba clínicamente muerto?».

      —¿En qué puedo ayudarle, señor Rice? —preguntó Ethan.

      Mantenía siempre la calma porque sabía que, en un entorno ya tenso, la tensión podía escalar a velocidad supersónica. Lo único que no necesitaban en Urgencias era una dosis de estrés aún mayor.

      —Quiero una maldita resonancia —dijo el hombre con voz pastosa—. Y la quiero ahora, no dentro de diez años. O me la hacen o los demando.

      Aquel era un escenario demasiado familiar. Pacientes que buscaban los síntomas en Internet y estaban convencidos de que no solo conocían el diagnóstico, sino también todo lo que había que hacer. No había nada peor que un aficionado que se consideraba un experto.

      Y las amenazas y los insultos eran solo dos de las razones por las que el personal de Urgencias se quemaba tanto. Había que aprender a manejarlos o desgastaban a alguien como desgasta el océano las rocas hasta que se hacen añicos.

      Y en el periodo de locura entre Acción de Gracias y Navidad, todo aquello empeoraba aún más.

      Los que pensaban que era una época de paz y buena voluntad tendrían que pasar un día trabajando con Ethan. A este le dolía la cabeza.

      Si fuera uno de sus pacientes, exigiría un TAC de inmediato.

      —¿Doctor Black? —uno


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