Los reinos en llamas. Sally Green

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Los reinos en llamas - Sally  Green


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despreciaba cualquier cosa que “pervirtiera” la naturaleza, incluso el vino y la cerveza, y Boris le había advertido contra esta práctica, diciendo: “Esto va a aturdir tu mente. Y seamos sinceros, en el mejor de los casos, tu mente no es normal”.

      Harold era muy consciente de que su mente no era como la de la gente común. Pero ¿quién quería una mente normal y quién quería hacer lo que Boris había ordenado? Y en el campamento de Brigant había un buen número de jóvenes en posesión de humo de demonio que estuvieron más que encantados de compartirlo con el hijo del rey.

      Harold había inhalado una cantidad mínima, pero de inmediato supo que su antigua vida había terminado. El humo lo transformó. Harold era pequeño y liviano: tenía más la constitución de su madre que la de su padre, para su decepción. Pero con el humo era incluso más rápido y más fuerte que los mejores hombres del ejército. Éste era el motivo por el que Boris no había querido que Harold obtuviera humo: tenía miedo de que fuera más fuerte que él. Pero ahora no importaba. Boris estaba muerto y Harold podía hacer lo que le viniera en gana.

      —Y lo haré mejor que lo que alguna vez lo hiciste tú, hermano —murmuró—. Antes de cumplir los quince tendré mi propia tropa.

      Boris no había recibido la suya hasta cumplir los quince años.

      Harold sabía exactamente qué tropa quería, y ciertamente no incluía a los patanes de Boris. Harold quería las brigadas de jovencitos. Los había visto entrenar, había visto cómo el humo de demonio los había transformado de chicos en…

      —Hey, tú.

      Era uno de los cabezas azules de Pitoria que había estado buscando entre los heridos. No estaba solo, pero los otros estaban mucho más atrás.

      Harold sonrió y saludó.

      —Hola.

      —¿Qué estás haciendo?

      Harold respondió en su mejor acento de Pitoria:

      —Admirando la vista —el hombre se acercó y Harold pudo ver que la cara debajo del cabello azul era inusualmente fea, con labios gruesos y una frente ancha y poco profunda—. Y tú lo estás arruinando.

      —Eres de Brigant, ¿cierto, muchacho? No deberías estar aquí. Deberías irte.

      —Ciertamente, soy de Brigant. He aquí a Harold Godolphin Reid Marcus Melsor, segundo hijo de Aloysius de Brigant, futuro rey de Brigant, Pitoria, Calidor y cualquier otro lugar que me apetezca, y estoy de un humor excepcionalmente bueno, a pesar de que estoy viendo al hombre más feo de Pitoria. Me iré cuando bien me plazca. Y ésta… —Harold desenvainó su espada— es la razón.

      Al decir esto, corrió hacia el soldado. Realizó una voltereta, balanceando su espada mientras giraba en el aire, sintiendo la fuerza del humo y su espada tan liviana y fácil de manipular como una pluma. Se sentía como en una danza y Harold quiso reír otra vez mientras su espada cortaba limpiamente la pierna del soldado, justo por encima de la rodilla. Harold aterrizó con firmeza en ambos pies mientras el hombre caía al suelo sobre su espalda, mirando al cielo, abriendo y cerrando en silencio su boca de labios gruesos, como un atún jadeando sin encontrar agua. Los otros dos soldados de Pitoria gritaron alarmados y corrieron en dirección a su compañero, desenvainando sus espadas. Para Harold, todo parecía moverse lentamente, sonrió y extendió los brazos, preguntándose si lo atacarían, pero ellos se detuvieron, mirando nerviosos a su alrededor.

      Harold gritó:

      —Estaban buscando hombres heridos, ¿no es cierto? Bueno, ahora han encontrado uno. Deberían ayudarle. Se desangrará si no actúan rápido.

      Uno de ellos se adelantó y se arrodilló junto al hombre con boca de pez jadeante.

      —¿Por qué hizo eso cuando la batalla ya ha terminado? —preguntó el otro.

      ¡Qué preguntas tan sosas! Harold apenas se molestó en responder.

      —Para demostrarles de lo que soy capaz. Y ahora que tengo su atención, lleven este mensaje a mi hermana, la princesa Catherine: díganle que Tzsayn y Farrow ganaron en esta ocasión, pero no lo harán de nuevo. La próxima vez, mi ejército de infantes les cortará a todos las piernas a la altura de las rodillas.

      Y diciendo esto, Harold corrió hacia los árboles tan rápido como el viento. Los soldados ni siquiera intentaron perseguirlo; se arrodillaron junto a su compañero herido. Y por encima de los campos humeantes, por encima del río y de los campamentos del ejército contrario, por encima de todo ello, las nubes comenzaron a agruparse, y al final de aquella primera tarde del verano, las lluvias comenzaron a caer.

      CATHERINE

      CAMPAMENTO REAL,

       NORTE DE PITORIA

      La guerra no termina para los vivos; sólo halla su fin entre los muertos.

      Proverbio de Pitoria

      Un breve grito rompió el silencio de la noche. En su cama, la reina se dio vuelta, todavía medio dormida. Cada noche estaba llena de extraños sonidos y alaridos que provenían de las bocas jadeantes de hombres y demonios.

      Era sólo un sueño…

      Podía lidiar con sus sueños, pues se disolvían inofensivamente con el día, pero sus sueños rara vez la despertaban.

      Tal vez fue el aullido de un zorro…

      Aunque en el campamento no había zorros.

      O un soldado gritándole a un compañero…

      Quizás había sido justo eso.

      Catherine abrió los ojos.

      La tela de su tienda de campaña colgaba flácida en la penumbra que se cernía. Las lluvias que habían caído durante más de una semana por fin habían cesado, dejando charcos en las esquinas de las carpas reales y una humedad que persistía en el aire. Manchas de moho negro habían brotado con rapidez en todo lo que había en su tienda: las divisiones de lana, las cortinas de seda, incluso las sábanas se estaban convirtiendo en mortajas negras.

      Afuera, se aproximaba la luz de una farola, lanzando vacilantes y encorvadas sombras junto a voces apagadas.

      Savage y sus ayudantes.

      Otro aullido de dolor y Catherine se levantó y salió de la cama. Se colgaba la capa en el momento en que Tanya entró corriendo. Aunque la doncella de Catherine no pronunció una sola palabra, su rostro lo decía todo: la condición del rey Tzsayn empeoraba.

      Catherine se abrió paso a través de las particiones de doble cortina que dividían la tienda real, separando sus “recámaras” de las del rey. El general Davyon ya estaba allí, a horcajadas sobre la cama, sosteniendo a Tzsayn, que forcejeaba con él. Los ojos del rey se fijaron en ese momento en Catherine y gritó su nombre. Catherine corrió hacia él, sabiendo que un momento de retraso acrecentaría su pánico. La joven tomó la mano de Tzsayn y la sostuvo con firmeza.

      —Ya, ya —dijo en voz baja—. Soy yo.

      —¿Eres real? ¿Estás aquí? —la miró fijamente, como si aún no estuviera seguro de quién era.

      —Sí, soy real. Estoy aquí.

      —Pero si ellos te llevaron. Los de Brigant. Pensé que te había perdido.

      —No. Escapé… en el campo de batalla. Lo recuerdas, ¿cierto?

      Tzsayn la miró con lágrimas en los ojos y sacudió la cabeza, intentando evitar que rodaran por su rostro.

      —Pensé que te habían llevado. Pensé… ese hombre.

      Ese hombre, decía todas las veces. Se refería a Noyes, Catherine estaba segura, aunque él nunca había dicho su nombre. Él había sido el torturador de Tzsayn y sus hombres, y ahora asediaba la mente del rey.

      —Fue un sueño, un mal sueño.


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