Los reinos en llamas. Sally Green

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Los reinos en llamas - Sally  Green


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una taza de medicina lechosa; en el momento en que la extendió a los labios de su paciente, Tzsayn apartó la taza.

      —No más de esa cosa. Déjenme tranquilo, maldita sea.

      Davyon simplemente sacudió la cabeza y los asistentes del médico sostuvieron los hombros de Tzsayn mientras Savage vertía la medicina en la garganta del rey quien escupió y renegó, pero al final volvió a caer sobre sus almohadas, todavía aferrado a la mano de Catherine.

      Cuando el rey estuvo otra vez tranquilo, Savage retiró las sábanas para revisar su pierna herida. Cada vez que hacía esto, Catherine solía enfocar su atención en el lado bueno del rostro de Tzsayn —su delicado pómulo, su ceja arqueada—, pero esta vez se obligó a mirar abajo mientras Savage desenrollaba las vendas.

      Un vistazo fue lo único que pudo soportar. Debajo de la rodilla, la pierna de Tzsayn era un pedazo de carne sanguinolenta repleta de pus, con el pie hinchado como una calabaza.

      Se volvió hacia Savage y Davyon.

      —¿Qué le está pasando? ¡Se está poniendo peor!

      Savage sacudió la cabeza.

      —Las quemaduras de la infancia ocasionan que las nuevas tarden más en sanar.

      Inmediatamente después de la batalla en el Campo de Halcones, Tzsayn pareció recuperarse, pero después de sólo dos días, una infección le había hinchado la pierna y el delirio abrumaba su mente. Catherine se había recuperado con rapidez de su propio calvario antes y durante la batalla. Tenía una cicatriz profunda en la mano, producto del pincho de metal que la había mantenido encadenada, pero el humo de demonio que inhaló la había curado al instante.

      Si funcionara en Tzsayn, pensó. Pero él era demasiado mayor para que el humo púrpura tuviera algún efecto útil.

      Catherine había quedado con algunas cicatrices físicas, pero pocas mentales. Había asimilado las consecuencias de sus acciones: había dado muerte a su propio hermano. No estaba orgullosa de eso, pero tampoco arrepentida. Había sido un hecho, algo que necesitaba hacerse. Los hombres mataban todo el tiempo, sin pensar mucho al respecto, pero Catherine había examinado sus acciones con la lógica propia de un juez, y no tenía duda de que había hecho lo correcto.

      Boris era malvado y su padre lo había hecho así. Era probable que el mismo padre de Aloysius lo hubiera obligado también a ser de esa forma, y no hay duda de que a su vez el padre de él podría ser culpado, y el padre de su padre y así ascendentemente, a lo largo del linaje real. Pero la podredumbre tenía que parar. Y si los hombres no podían, o no lo hacían, Catherine lo haría por su cuenta. Había comenzado matando a Boris, pero tenía que hacer más. Ésta era ahora su certeza. Haría cuanto estuviera a su alcance para evitar que su padre causara más muerte, destrucción y miseria. Ésta era su gran ambición y no la agobiaba; por el contrario, la impulsaba a seguir adelante.

      Y “seguir adelante” significaba actuar: no, significaba ser una reina, la reina Catherine de Pitoria. Había mentido acerca de estar casada con Tzsayn mientras él era prisionero de Aloysius, pero había continuado con la mentira cuando él fue liberado. Lo mismo habían hecho Davyon, Tanya e incluso Ambrose, así que ahora, para todos los efectos, ella era la reina, con todas las responsabilidades que esto conllevaba.

      Por fortuna, los involucrados en el traicionero plan de entregar a Catherine a su padre a cambio de Tzsayn habían sido castigados con prontitud. Lord Farrow, así como sus generales y partidarios, habían sido arrestados y encarcelados de inmediato tras la batalla. En el par de días que Tzsayn estuvo lúcido, dejó en claro que lord Farrow sería juzgado por traición, y pocos dudaban de que sería hallado culpable y ejecutado.

      Pero luego la fiebre de Tzsayn se había agravado y la responsabilidad de dirigir el ejército, y el reino, había recaído en la reina. Estas responsabilidades —algunas pequeñas, otras enormes— ocupaban por completo la mente de Catherine. Debía tomar decisiones sobre el ejército, la armada naval, la comida, los caballos, las armas y el dinero.

      El dinero…

      La mayor parte de la riqueza de Pitoria se había esfumado en el pago del rescate de Tzsayn y estaba ahora en manos de Brigant. La gente ya pagaba impuestos hasta el tope. El dinero —o su carencia— era una seria amenaza, así como la guerra.

      Muy poco dinero y demasiado conflicto.

      Catherine acarició la frente de Tzsayn. Ahora estaba dormido y se veía en paz, pero Catherine sabía que ella ya no dormiría más. Podría inhalar un poco de humo de demonio, que tenía la maravillosa habilidad de relajarla y hacerla más fuerte, pero Tanya también estaba despierta y se enfadaría si viera a su señora haciéndolo. Ser una reina, había descubierto, significaba aún menos privacidad que ser una princesa. La idea de tener tiempo para sí, sin ser observada, parecía un lujo inimaginable. Se dirigió al exterior, seguida por Tanya. Davyon, de aspecto sombrío como siempre, estaba allí, mirando al horizonte. El cielo estaba despejado y comenzaba a clarear en el este.

      —Al menos la lluvia amainó —dijo Catherine.

      —Sí —respondió Davyon.

      Catherine pensó en los montones de papeles que tenía sobre su escritorio. Todavía no estaba lista para enfrentarlos.

      —Quiero dar una caminata.

      —Por supuesto, Su Alteza. ¿Dentro del complejo real? O…

      —No, una verdadera caminata, al aire libre, entre los árboles.

      En el pasado, Catherine habría cabalgado felizmente con Ambrose como único guardia, y ahora le encantaría hacer eso. Pero lo que quería y lo que podía hacer eran cosas muy diferentes. Lo último que necesitaba era reavivar los rumores sobre su relación con su guardaespaldas y, además, Ambrose todavía se estaba recuperando de las heridas recibidas en batalla. Al pensar en eso, Catherine se sintió culpable. Muchos de sus soldados habían resultado heridos; debería mostrar su apoyo.

      —Voy a recorrer el campamento. Me gustaría ver a mis soldados.

      Davyon frunció el ceño.

      —Necesitará que parte de la Guardia Real la acompañe.

      —¿En mi propio campamento?

      —Usted es la reina. Puede haber asesinos —murmuró Tanya en voz alta, como sólo ella podía hacerlo—. Y en caso de que lo haya olvidado, hay un ejército hostil al otro lado de esa colina.

      —Muy bien —dijo Catherine—. Convoca a la Guardia Real.

      Davyon se inclinó.

      —Yo también la acompañaré, Su Alteza.

      —¿Necesitará su armadura, Su Alteza? —preguntó Tanya.

      —¿Por qué no? —suspiró Catherine—. Estoy segura de que la protección adicional complacerá a Davyon. Vamos a deslumbrarlos.

      Aunque no se sentía en absoluto deslumbrante.

      Mientras el sol ascendía sobre el campamento, Catherine, con un traje blanco bajo su brillante armadura, el cabello trenzado alrededor de la corona y suelto sobre la espalda, salió con Davyon (con una sonrisa rígida en el rostro), Tanya (los ojos cansados, un traje azul y chaqueta blanca que Catherine no había visto antes) y diez hombres de la Guardia Real, todos con el cabello teñido de blanco.

      Catherine sintió que mejoraba su estado de ánimo en el momento de saludar a los guardias por nombre y se detuvo a preguntar a uno de ellos:

      —¿Cómo sigue su hermano, Gaspar?

      —Mejorando, Su Alteza. Gracias por enviar al médico.

      —Me alegra que haya sido de ayuda.

      Catherine no había puesto un pie fuera del recinto protegido desde la batalla del Campo de Halcones. Había estado en reuniones, cuidando a Tzsayn o durmiendo. Ahora, mientras daba unos pasos afuera de las altas paredes de las tiendas reales, vio al ejército de Pitoria. Su ejército.

      El campamento


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