Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
Читать онлайн книгу.apreciarlo, amigo mío, porque los dos nos ganamos la vida a fuerza de sesos.
—Me abruma usted —repuso Holmes con mucha solemnidad—. Ahora, relátenos cómo llevó a término esta importante investigación.
El detective se instaló en la butaca y aspiró complacido el humo de su cigarro. De pronto pareció ganarle un recuerdo en extremo hilarante, y dándose una palmada en el muslo, dijo:
—Lo bueno del caso, es que ese infeliz de Lestrade, que se cree tan listo, ha seguido desde el principio una pista equivocada. Anda a la caza de Stangerson, el secretario, no más culpable de asesinato que usted o que yo. Quizá lo tenga ya bajo arresto.
Semejante idea abrió de nuevo en Gregson la compuerta de la risa, tanta que a poco más se ahoga.
—¿Y de qué manera dio usted con la clave?
—Se lo diré, aunque ha de quedar la cosa, como usted, doctor Watson, sin duda comprenderá, exclusivamente entre nosotros. Primero era obligado averiguar los antecedentes americanos del difunto. Ciertas personas habrían aguardado a que sus solicitudes encontrasen respuesta, o espontáneamente suministrasen información las distintas partes interesadas. Mas no es éste el estilo de Tobías Gregson. ¿Recuerda el sombrero que encontramos junto al muerto?
—Sí —dijo Holmes—; llevaba la marca John Underwood and Sons, 129, Camberwell Road.
Gregson pareció al punto desarbolado.
—No sospechaba que lo hubiese usted advertido —dijo—. ¿Ha estado en la sombrerería?
—No.
—Pues sepa usted —repuso con voz otra vez firme—, que no debe desdeñarse ningún indicio, por pequeño que parezca.
—Para un espíritu superior nada es pequeño —observó Holmes sentenciosamente.
—Bien, me llegué a ese Underwood, y le pregunté si había vendido un sombrero semejante en hechura y aspecto al de la víctima. En efecto, consultó los libros y de inmediato dio con la respuesta. Había sido enviado el sombrero a nombre del señor Drebber, residente en la pensión Charpentier, Torquay Terrace. Así supe la dirección del muerto.
—Hábil... ¡Muy hábil! —murmuró Sherlock Holmes.
—A continuación pregunté por madame Charpentier —prosiguió el detective—. Estaba pálida y parecía preocupada. Su hija, una muchacha de belleza notable, dicho sea de paso, se hallaba con ella en la habitación; tenía los ojos enrojecidos, y cuando le interpelé sus labios comenzaron a temblar. Tomé buena nota de ello. Empezaba a olerme la cosa a chamusquina. Conoce usted por experiencia, señor Holmes, la sensación que invade a un detective cuando al fin se halla en buen camino. Es un hormigueo muy especial.
—¿Está usted enterada de la misteriosa muerte de su último inquilino, el señor Enoch J. Drebber, de Cleveland? —pregunté.
La madre asintió, incapaz de decir palabra. La muchacha rompió a llorar. Tuve más que nunca la sensación de que aquella gente no era ajena a lo ocurrido.
—¿A qué hora partió el señor Drebber hacia la estación? —añadí.
—A las ocho —contestó ella, tragando saliva para dominar el nerviosismo—. Su secretario, el señor Stangerson, dijo que había dos trenes, uno a las 9,15 y otro a las 11. Tenía pensado coger el primero.
—¿Y no volvió a verlo?
Una mutación terrible se produjo en el semblante de la mujer. Sus facciones adquirieron palidez extraordinaria. Pasaron varios segundos antes de que pudiera articular la palabra "no", y aun entonces fue ésta pronunciada en tono brusco, poco natural.
Se hizo el silencio, roto al cabo por la voz firme y tranquila de la muchacha.
—A nada, madre, conduce el mentir —dijo—. Seamos sinceras con este caballero. Vimos de nuevo al señor Drebber.
—¡Dios sea misericordioso!— gritó la madre echando los brazos a lo alto y dejándose caer en la butaca—. ¡Acabas de asesinar a tu hermano!
—Arthur preferiría siempre que dijésemos la verdad— repuso enérgica la joven.
—Será mejor que hablen por lo derecho —tercié yo—. Con las medias palabras no se adelanta nada. Además, ignoran ustedes hasta dónde llega nuestro conocimiento del caso.
—¡Tú lo has querido, Alice!— exclamó la madre, y volviéndose hacia mí, añadió—: No le ocultaré nada, señor. No atribuya mi agitación a temor sobre la parte desempeñada por mi hijo en este terrible asunto. Es absolutamente inocente. Me asusta tan sólo que a los ojos de usted o de los demás pueda parecer que le toca alguna culpa. Mas ello no es ciertamente concebible. Sus altas prendas morales, su profesión, sus antecedentes, constituyen garantía bastante.
—Sólo puede prestarle ayuda declarando la verdad —contesté—. Si su hijo es inocente, se beneficiará de ella.
—Quizá, Alice, sea conveniente que nos dejes solos —apuntó la mujer, y su hija abandonó el cuarto—. Bien, señor, prosiguió—, no tenía intención de hacerle semejantes confidencias, pero dado que mi niña le ha desvelado lo ocurrido, no me queda otra alternativa. Se lo relataré todo sin omitir detalle.
—El señor Drebber ha permanecido con nosotros cerca de tres semanas. Él y su secretario, el señor Stangerson, volvían de un viaje por el continente. Sus baúles ostentaban unas etiquetas con el nombre de "Copenhagen", señal de que había sido éste su último apeadero. Stangerson era hombre pacífico y retraído: siento tener que dar muy distinta cuenta de su patrón, agresivo y de maneras toscas. La misma noche de su llegada el alcohol acentuó tales rasgos. No recuerdo, de hecho, haberlo visto nunca sobrio después de las doce del mediodía. Con el servicio se concedía licencias intolerables. Peor aún, pronto hizo extensiva a mi hija tan reprobable actitud, llegando a permitirse una serie de insinuaciones que afortunadamente ella es demasiado inocente para comprender. En cierta ocasión la tomó en sus brazos y la apretó contra sí, arrebato cobarde que su mismo secretario no pudo por menos de echarle en cara.
—¿Por qué toleró esos desmanes tanto tiempo? —repuse—: ¿Acaso no está usted en el derecho de deshacerse de sus huéspedes, llegado el caso?
—La señora Charpentier se ruborizó ante mi pertinente pregunta.«¡Válgame Dios, ojalá lo hubiera despedido el día mismo de su llegada!", dijo. "Pero la tentación era viva. Me pagaba una libra por cabeza y día —lo que hace catorce a la semana—, y estamos en la temporada baja. Soy viuda, con un hijo en la Armada que me ha costado por demás. Me afligía la idea de desaprovechar ese dinero. Hice lo que me dictaba la conciencia. Lo último acaecido rebasaba el límite de lo tolerable y conminé a mi huésped para que abandonara la casa. Fue ése el motivo de su marcha."
—Prosiga.
—Cuando lo vi partir sentí como si me quitaran un peso de encima. Mi hijo se encuentra precisamente ahora de permiso, pero no le dije nada porque es de natural violento y adora a su hermana. Al cerrar la puerta detrás de aquellos hombres respiré tranquila. Sin embargo, no había pasado una hora cuando se oyó un timbrazo y recibí la noticia de que el señor Drebber estaba de vuelta. Daba muestras de gran agitación, extremada, evidentemente, por el alcohol. Se abrió camino hasta la sala que ocupábamos mi hija y yo e hizo algunas incoherentes observaciones acerca del tren, que según él no había podido tomar. Se encaró después con Alice y delante de mis mismísimos ojos le propuso que se fugara con él. "Eres mayor de edad", dijo "y la ley no puede impedirlo. Tengo dinero abundante. Olvida a la vieja y vente conmigo. Vivirás como una princesa." La pobre chiquilla estaba tan asustada que quiso huir, pero aquel salvaje la sujetó por la muñeca e intentó arrastrarla hasta la puerta. Dio un grito que atrajo de inmediato a mi hijo Arthur. Desconozco lo que ocurrió después. Oí juramentos y los ruidos confusos de una pelea. Mi miedo era tanto que no me atrevía a levantar la cabeza. Cuando al fin alcé los ojos, Arthur estaba en el umbral riendo y con un bastón en la mano. "No creo que este tipo vuelva a molestarnos", dijo. "Iré detrás suyo