Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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      —La palabra «RACHE», escrita con sangre —dijo.

      —Así es —repuso Lestrade en tono de espanto, y permanecimos silenciosos durante un rato.

      Había un no sé qué de metódico e incomprensible en las fechorías del anónimo asesino que acrecía la sensación de horror. Mis nervios, bastante templados en el campo de batalla, chirriaban heridos al solo estremecimiento de lo acontecido.

      —Nuestro hombre ha sido avistado... —prosiguió Lestrade—. Un repartidor de leche, camino de su tienda, acertó a pasar por la callejuela que arranca de los establos contiguos a la trasera del hotel. Observó que cierta escalera de mano, generalmente tendida en tierra, estaba apoyada contra una de las ventanas del segundo piso, abierta de par en par. Al cabo de un rato volvió la cabeza y vio a un hombre descendiendo por ella. Su actitud era tan abierta y reposada que el chico lo confundió sin más con un carpintero o un operario al servicio del hotel. Nada, excepto lo temprano de la hora, le pareció digno de atención. El chico cree recordar que el hombre era alto, tenía las mejillas congestionadas, e iba envuelto en un abrigo marrón. Hubo de permanecer arriba un rato después del asesinato, ya que hallamos sangre en la jofaina, donde se lavó las manos, y huellas sangrientas también en las sábanas, con las que de propósito enjugó el cuchillo.

      Miré a Holmes, impresionado de la semejanza existente entre la descripción del criminal y la adelantada antes por él. La euforia o la vanidad estaban sin embargo ausentes del rostro de mi amigo.

      —¿Y no ha encontrado usted en la habitación nada que pudiera conducirnos hasta el asesino? —preguntó.

      —En absoluto. Stangerson tenía en el bolsillo el portamonedas de Drebber, cosa por otra parte natural, ya que hacía todos los pagos. Contamos ochenta y tantas libras, las mismas que portaba antes de ser muerto. De los posibles móviles del crimen hay que excluir desde luego el robo. No había en los bolsillos documentos ni anotaciones, fuera de un telegrama fechado en Cleveland un mes antes más o menos, con la siguiente leyenda: «J. H. se encuentra en Europa». El mensaje no traía firma.

      —¿Nada más? —insistió Holmes.

      —Nada importante. Había sobre la cama una novela que debió leer antes de dormirse, una pipa en una silla adyacente, un vaso de agua posado sobre la mesita de noche, y en el antepecho de la ventana una menuda caja de pomada con dos píldoras dentro.

      Sherlock Holmes saltó de su asiento, presa de un júbilo extraordinario.

      —¡Me han facilitado ustedes el último eslabón! —exclamó jubiloso—. El caso está cerrado.

      Los dos detectives le dirigieron una mirada llena de pasmo.

      —Tengo ahora entre las manos —añadió con aplomo mi compañero— los hilos que componen esta complicada madeja. No sabría, ciertamente, dar cuenta de todos los detalles, pero cuanto de importante ha sucedido, desde la separación de Drebber y Stangerson en la estación hasta el descubrimiento del segundo cadáver, se me revela casi con la nitidez de lo efectivamente visto. Les haré una demostración de eso que digo. ¿Podría agenciarse las píldoras?

      —Las traigo conmigo —repuso Lestrade dejándonos ver una pequeña caja blanca—; hice acopio de ellas, junto al portamonedas y el telegrama, para ponerlas después a buen recaudo en la comisaría. Están aquí de milagro, ya que no les atribuyo la menor importancia.

      —¡Déme esas píldoras! —exclamó Holmes; y a continuación, volviéndose hacia mí, añadió: —Díganos, doctor, ¿son estás comprimidos de uso corriente?

      Ciertamente no lo eran. De un gris nacarado, pequeños, redondos, se tornaban casi transparentes vistos al trasluz.

      —De su transparencia y ligereza concluyo que son solubles en agua —observé.

      —Exactamente —repuso Holmes—. ¿Tendría ahora la bondad de bajar al primer piso y traer a ese pobre terrier hace tiempo enfermo, el que ayer pretendía el ama de llaves que usted librase por fin de tanto sufrimiento?

      Descendí al primer piso y tomé al perro en mis brazos. La respiración difícil y la mirada vidriosa anunciaban una muerte próxima. De hecho, por la nieve inmaculada de su hocico, podía colegirse que aquel animal había vivido más de lo que es costumbre en la especie canina. Lo posé sobre un cojín, encima de la alfombra.

      —Partiré en dos una de estas píldoras —anunció Holmes, y sacando su cortaplumas hizo verdad lo que había dicho—. Devolveremos la primera mitad a la caja, con el propósito que después se verá. La otra mitad voy a colocarla en esta copa de vino, donde he vertido un poco de agua. Pueden ustedes apreciar que nuestro amigo el doctor llevaba razón, y que la pastilla se disuelve en el líquido.

      —No dudo que todo esto es fascinante —terció Lestrade en el tono herido de quien sospecha estar siendo víctima de una broma—; ¿pero qué demonios tiene que ver con la muerte de Joseph Stangerson?

      —¡Paciencia, amigo mío, paciencia! Comprobará a su tiempo hasta qué punto no es sólo importante, sino esencial. Bien, ahora añado a la mezcla unas gotas de leche que la hagan sabrosa y se la doy a beber al perro, que no desdeñará el ofrecimiento.

      En efecto, el animal apuró con ansiedad el mejunje que, mientras hablaba, había vertido Holmes en un platillo y colocado después delante suyo. La actitud de mi amigo estaba revestida de tal gravedad que todos, impresionados, permanecimos sentados en silencio y con la mirada fija en el perro, a la espera de algún acontecimiento extraordinario. Ninguno se produjo, sin embargo. El terrier permaneció extendido sobre el cojín, batallando por llenar de aire sus pulmones, ni mejor ni peor que antes de la libación.

      Holmes había sacado su reloj de bolsillo, y conforme pasaba el tiempo inútilmente, una grandísima desolación se iba apoderando de su semblante. Se mordió los labios, aporreó la mesa con los dedos, y dio otras mil muestras de aguda impaciencia. Tan fuerte era su agitación que sentí auténtica pena, al tiempo que los dos detectives, antes jubilosos que afligidos por el fracaso de que eran testigos, sonreían maliciosamente.

      —No puede tratarse de una coincidencia —gritó al fin saltando de su asiento y midiendo la estancia a grandes y frenéticos pasos—; es imposible que sea una pura coincidencia. Las mismas píldoras que deduje en el caso de Drebber aparecen tras la muerte de Stangerson. Y sin embargo son inofensivas. ¿Qué diantre significa ello? Desde luego no cabe que toda mi cadena de inferencias apunte en una falsa dirección. ¡Imposible! Y aún así esta pobre criatura no ha empeorado! ¡Ah, ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!

      Con un alarido de perfecta felicidad acudió a la caja, partió la segunda píldora en dos, la disolvió en agua, añadió leche, y ofreció de nuevo la mezcla al terrier. No había tocado casi la lengua del desafortunado animal aquel líquido, cuando una terrible sacudida recorrió todo su cuerpo, rodando después por tierra tan rígido e inerte como si un rayo mortal se hubiera abatido sobre él desde las alturas.

      Sherlock Holmes dio un largo suspiro y enjugó el sudor que perlaba su frente.

      —Debiera tener más fe —dijo—; ya es tiempo de saber que cuando un hecho semeja oponerse a una apretada sucesión de deducciones, existe siempre otra interpretación que salva la aparente paradoja. De las dos píldoras que hay en este pastillero, una es inofensiva, mientras que su compañera encierra un veneno mortal. Vergüenza me causa no haberlo supuesto apenas vista la caja.

      Semejante observación se me antojó gratuita, que difícilmente podía persuadirme de que Holmes la hubiera hecho en serio. Ahí estaba, sin embargo, el perro muerto como testimonio de lo cierto de sus conjeturas. Tuve la sensación de que empezaba a ver más claro, y sentí una suerte de vaga, incipiente percepción de la verdad.

      —Todo esto ha de sorprenderles —prosiguió Holmes— por la sencilla razón de que no repararon al principio de la investigación en cierto dato, el único rico en consecuencias. Quiso la suerte que le concediera yo el peso que realmente tenía, y los acontecimientos posteriores no han hecho sino afirmar mi suposición original, de la que realmente se seguían como corolario lógico. Lo que


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