Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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aún en la colonia un caso parejo de insubordinación y desobediencia a la autoridad de los Ancianos. Si las desviaciones menores eran castigada tan severamente, ¡cuál no sería el destino de este empecatado rebelde! Ferrier conocía que su riqueza y posición no lo eximían del castigo. Otros no menos ricos y conocidos que él habían desaparecido de la faz de la tierra, revertiendo sus propiedades a manos de la Iglesia. Aunque valeroso, no acertaba a reprimir un sentimiento de pánico ante el peligro impreciso y fantasmal que le amenazaba. A todo mal conocido se sentía capaz de hacer frente con pulso firme, pero la incertidumbre presente encerraba algo de terroríficamente paralizador. Recató aun así su miedo a la hija, afectando echar a barato lo acontecido, lo que no fue obstáculo, sin embargo, para que ella, con la sagacidad que infunde el amor, percibiera claramente la preocupación de que era presa el anciano.

      Suponía éste que mediante una señal u otra le haría Young patente el disgusto hacia su conducta, y no andaba errado, aunque el anuncio llegó de forma inesperada. A la mañana siguiente, al despertarse, encontró para su sorpresa un pequeño rectángulo de papel prendido a la colcha, a la altura del pecho, y en él escritas con letra enérgica y desmañada estas palabras: «Veintinueve días restan para que te enmiendes, y entonces...».

      Ese vago peligro que parecía insinuarse tras los puntos suspensivos era mucho más temible que cualquier amenaza concreta. Que el mensaje hubiera podido llegar a la habitación, sumió a John Ferrier en una casi dolorosa perplejidad, ya que los sirvientes dormían en un pabellón separado de la casa, y las puertas y ventanas de ésta habían sido cerradas a cal y canto. Se deshizo del papel y ocultó lo ocurrido a su hija, aunque el incidente no pudo por menos de producirle una mortal angustia. Esos veintinueve días representaban sin duda lo sobrante del mes concedido por Young. ¿Qué valían la fuerza o el coraje contra un enemigo dotado de tan misteriosas facultades? La mano que había prendido el alfiler hubiese podido empujarlo hasta el centro de su corazón, sin que él llegara nunca a conocer la identidad de quien le causaba la muerte.

      Mayor fue aún su conmoción a la mañana siguiente. Se había sentado para tomar el desayuno cuando Lucy dejó escapar un gesto de sorpresa al tiempo que señalaba el techo de la habitación. En su mitad, en torpes caracteres, se leía, escrito probablemente con la negra punta de un tizón, el número veintiocho. Nada significaba esta cifra para la hija, y Ferrier prefirió no sacarla de su ignorancia. Aquella noche, armado de una escopeta, montó guardia alrededor de la casa. No vio ni oyó cosa alguna y, sin embargo, al clarear, los largos trazos del número veintisiete cruzaban la hoja exterior de la puerta principal.

      De esta guisa fueron transcurriendo los días; tan inevitablemente como sucede a la noche la luz de la mañana, mantenían sus invisibles enemigos la cuenta del menguante mes de gracia, expuesta siempre en algún lugar manifiesto. Ora aparecía el número fatal sobre una pared, ora en el suelo, más tarde, quizá, en un pequeño rótulo pegado al cancel del jardín o a la baranda. Pese a su permanente actitud de vigilancia, no pudo descubrir John Ferrier de dónde procedían estas advertencias diarias. Un horror rayano con la superstición llegó a poseerlo a la vista de cualquiera de ellas. Crispado y rendido, sus ojos adquirieron la expresión turbia de una fiera acorralada. Todas sus esperanzas, su única esperanza, se cifraba en el retorno del joven cazador de Nevada.

      Los veinte días de franquía se redujeron a quince, éstos a diez y no daba aún señales de sí el ausente. Paso a paso fue aproximándose el temido término sin que llegaran noticias de fuera. Cada vez que un jinete rompía el silencio con el estrépito de su caballo a lo largo del camino, o incitaba un carretero a su recua, el viejo granjero se precipitaba hacia la puerta, creyendo ya llegado a su auxiliador. Al fin, cuando los cinco últimos días dieron paso a los cuatro siguientes, y los cuatro a sus sucesivos tres, perdió el ánimo, y con él la esperanza en la salvación. Solo, y mal conocedor de las montañas circunvecinas, se sentía por completo perdido. En los caminos más transitados se había montado un estricto servicio de vigilancia que estorbaba el paso a los transeúntes no autorizados por el Consejo. Mirara donde mirara, se veía inevitablemente condenado a sufrir el castigo que se cernía sobre su cabeza. Con todo, mil veces hubiera preferido el anciano la muerte a consentir en lo que por fuerza se le antojaba el deshonor de su hija.

      Sobre tales calamidades y los vanos intentos de ponerles remedio, reflexionaba una tarde el sedente John Ferrier. Aquella misma mañana había sido trazado el número dos sobre la pared de su casa, anuncio de la única franquía que, junto a la siguiente, todavía restaba hasta la expiración del plazo.

      ¿Qué ocurriría entonces? Mil terribles e imprecisas fantasías atormentaban su imaginación. ¿Qué sería de su hija cuando él faltara? No ofrecía escape la invisible maraña que alrededor de ellos se había trenzado. Derrumbó la cabeza sobre la mesa y se abandonó al llanto ante el sentimiento de su propia impotencia.

      Pero ¿qué era eso? Un suave arañazo había turbado el silencio reinante —un ruido tenue, aunque claramente perceptible en medio de la quietud de la noche—. Procedía de la puerta de la casa. Ferrier se deslizó hasta el vestíbulo y aguzó el oído. Hubo una pausa breve y después el blando, insidioso sonido volvió a repetirse. Evidentemente, alguien estaba golpeando con mucho tiento los cuarterones de la puerta. ¿Quizá un nocturno sicario enviado para llevar adelante las órdenes asesinas del tribunal secreto? ¿O acaso el agente encargado de grabar el anuncio del último día de gracia? Ferrier sintió que una muerte instantánea sería preferible a esta azorante incertidumbre que paralizaba su corazón. De un salto llegó hasta la puerta y, descorriendo el cerrojo, la abrió de par en par.

      Fuera reinaba una absoluta quietud. Estaba despejada la noche, y en lo alto se veían parpadear las estrellas. Ante los ojos del granjero se extendía el pequeño jardín frontero, ceñido por la cerca y la portalada, pero ni en el espacio interior ni en la carretera se echaba de ver figura humana alguna. Con un suspiro de alivio oteó Ferrier a izquierda y derecha, hasta que, habiendo dirigido por casualidad la mirada en dirección a sus pies, observó con asombro que un hombre yacía boca abajo sobre el suelo, abiertos en compás los brazos y las piernas.

      Tal sobresalto le produjo la vista del cuerpo, que hubo de recostarse sobre la pared con una mano puesta en la garganta para sofocar el grito que de ésta pujaba por salir. Su primer pensamiento fue el de dar al hombre postrado por herido o muerto, mas, al mirarlo de nuevo, percibió cómo, serpenteando con la rapidez y sigilo de un ofidio, se deslizaba sobre el suelo hasta penetrar en el vestíbulo. Una vez dentro recuperó velozmente la posición erecta, cerró la puerta, y fueron entonces dibujándose ante el asombrado granjero las enérgicas facciones y decidida expresión de Jefferson Hope.

      —¡Santo Cielo! —dijo jadeante John Ferrier—. ¡Qué susto me has dado! ¿Por qué diablos has entrado en casa así?

      —Déme algo de comer —repuso el otro con voz ronca—. Hace cuarenta y ocho horas que no me llevo a la boca un trozo de pan o una gota de agua.

      Se arrojó sobre la carne fría y el pan que, después de la cena, aún restaban en la mesa de su huésped, y dio cuenta de ellos vorazmente.

      —¿Cómo anda de ánimo Lucy? —preguntó una vez satisfecha su hambre.

      —Bien. Desconoce el peligro en que nos hallamos —repuso el padre.

      —Tanto mejor. La casa está vigilada por todas partes. De ahí que me arrastrara hasta ella. Los tipos son listos, aunque no lo bastante para jugársela a un cazador Washoe.

      John Ferrier se sintió renacer a la llegada de su devoto aliado. Asiendo la mano curtida del joven, se la estrechó cordialmente.

      —Me enorgullezco de ti, muchacho —exclamó—. Pocos habrían tenido el arrojo de venir a auxiliarnos en este trance.

      —No anda descaminado, a fe mía —repuso el joven cazador—. Le tengo ley, pero a ser usted el único en peligro me lo habría pensado dos veces antes de meter la mano en este avispero. Lucy me trae aquí, y antes de que le sobrevenga algún mal, hay en Utah un Hope para dar por ella la vida.

      —¿Qué hemos de hacer?

      —Mañana se acaba el plazo, y a menos que nos pongamos esta misma noche en movimiento, estará todo perdido. Tengo una


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