Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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ventana para confirmarle que Cleveland, en Ohio, constituía a la sazón el refugio de sus dos perseguidos. Nuestro hombre retornó a su pobre alojamiento con un plan de venganza concebido en todos sus detalles. El azar quiso, sin embargo, que Drebber, sentado junto a la ventana, reconociera al vagabundo, en cuyos ojos leyó una determinación homicida. Acudió presuroso a un juez de paz, acompañado por Stangerson, que se había convertido en su secretario, y explicó el peligro en que se hallaban sus vidas, amenazadas, según dijo, por el odio y los celos de un antiguo rival. Aquella misma tarde Jefferson Hope fue detenido, y no pudiendo pagar la fianza, hubo de permanecer en prisión varias semanas. Cuando al fin recobró la libertad halló desierta la casa de Drebber, quien, junto a su secretario, había emigrado a Europa.

      Otra vez había sido burlado el vengador, y de nuevo su odio intenso lo indujo a proseguir la caza. Andaba escaso de fondos, sin embargo, y durante un tiempo, tuvo que volver al trabajo, ahorrando hasta el último dólar para el viaje inminente. Al cabo, rehechos sus medios de vida, partió para Europa, y allí, de ciudad en ciudad, siguió la pista de sus enemigos, oficiando en toda suerte de ocupaciones serviles, sin dar nunca alcance a su presa. Llegado a San Petersburgo, resultó que aquéllos habían partido a París, y una vez allí se encontró con que acababan de salir para Copenhague. A la capital danesa arribó de nuevo con unos días de retraso, ya que habían tomado el camino de Londres, donde logró, al fin, atraparlos. Para lo que sigue será mejor confiar en el relato del propio cazador, tal como se halla puntualmente registrado en el «Diario del Doctor Watson», al que debemos ya inestimables servicios.

      6. Continuación de las memorias de John Watson, doctor en Medicina

      La furiosa resistencia del prisionero no encerraba al parecer encono alguno hacia nosotros, ya que al verse por fin reducido, sonrió de manera afable, a la par que expresaba la esperanza de no haber lastimado a nadie en la refriega.

      —Supongo que van a llevarme ustedes a la comisaría —dijo a Sherlock Holmes—. Tengo el coche a la puerta. Si me desatan las piernas iré caminando. Peso ahora considerablemente más que antes.

      Gregson y Lestrade intercambiaron una mirada, como si se les antojara la propuesta un tanto extemporánea; pero Holmes, cogiendo sin más la palabra al prisionero, aflojó la toalla que habíamos enlazado a sus tobillos. Se puso aquél en pie y estiró las piernas, casi dudoso, por las trazas, de que las tuviera otra vez libres. Recuerdo que pensé, según estaba ahí delante de mí, haber visto en muy pocas ocasiones hombre tan fuertemente constituido. Su rostro moreno, tostado por el sol, traslucía una determinación y energía no menos formidables que su aspecto físico.

      —Si está libre la plaza de comisario, considero que es usted la persona indicada para ocuparla —dijo, mirando a mi compañero de alojamiento con una no disimulada admiración—. El modo como ha seguido usted mi pista raya en lo asombroso.

      —Será mejor que me acompañen —dijo Holmes a los dos detectives.

      —Yo puedo llevarlos en mi coche —repuso Lestrade.

      —Bien. Que Gregson suba con nosotros a la cabina. Y usted también, doctor. Se ha tomado con interés el caso y puede sumarse a la comitiva.

      Acepté de buen grado, y todos juntos bajamos a la calle. El prisionero no hizo por emprender la fuga, sino que, tranquilamente, entró en el coche que había sido suyo, seguido por el resto de nosotros. Lestrade se aupó al pescante, arreó al caballo, y en muy breve tiempo nos condujo a puerto. Se nos dio entrada a una habitación pequeña, donde un inspector de policía anotó el nombre de nuestro prisionero, junto con el de los dos individuos a quienes la justicia le acusaba de haber asesinado. El oficial, un tipo pálido e inexpresivo, procedió a estos trámites como si fueran de pura rutina.

      —El prisionero comparecerá a juicio en el plazo de una semana —dijo—. Entre tanto, ¿tiene algo que declarar, señor Hope? Le prevengo que cuanto diga puede ser utilizado en su contra.

      —Mucho es lo que tengo que decir —repuso, lentamente, nuestro hombre—. No quiero guardarme un solo detalle.

      —¿No sería mejor que atendiera a la celebración del juicio? —preguntó el inspector.

      —Es posible que no llegue ese momento —contestó—. Mas no se alteren. No me ronda la cabeza la idea del suicidio. ¿Es usted médico?

      Volvió hacia mí sus valientes ojos negros en el instante mismo de formular la última pregunta.

      —Sí —repliqué.

      —Ponga entonces las manos aquí —dijo con una sonrisa, al tiempo que con las muñecas esposadas se señalaba el pecho.

      Le obedecí, percibiendo acto seguido una extraordinaria palpitación y como un tumulto en su interior. Las paredes del pecho parecían estremecerse y temblar como un frágil edificio en cuyos adentros se ocultara una maquinaria poderosa. En el silencio de la habitación acerté a oír también un zumbido o bordoneo sordo, procedente de la misma fuente.

      —¡Diablos! —exclamé—. ¡Tiene usted un aneurisma aórtico!

      —Así le dicen, según parece —repuso plácidamente—. La semana pasada acudí al médico y me aseguró que estallaría antes de no muchos días. Ha ido empeorando de año en año desde las muchas noches al sereno y el demasiado ayuno en las montañas de Salt Lake. Cumplida mi tarea, me importa poco la muerte, mas no quisiera irme al otro mundo sin dejar en claro algunos puntos. Preferiría no ser recordado como un vulgar carnicero.

      El inspector y los dos detectives intercambiaron presurosos unas cuantas palabras sobre la conveniencia de autorizar semejante relato.

      —¿Considera, doctor, que el peligro de muerte es inmediato? —inquirió el primero.

      —No hay duda —repuse.

      —En tal caso, y en interés de la justicia, constituye evidentemente nuestro deber tomar declaración al prisionero —dijo el inspector.

      —Es libre, señor, de dar inicio a su confesión, que, no lo olvide, quedará aquí consignada.

      —Entonces, con su permiso, voy a tomar asiento —replicó aquél, conformando el acto a las palabras—. Este aneurisma que llevo dentro me ocasiona fácilmente fatiga, y la tremolina de hace un rato no ha contribuido a enmendar las cosas. Hallándome al borde de la muerte, comprenderán ustedes que no tengo mayor interés en ocultarles la verdad. Las palabras que pronuncie serán estrictamente ciertas. El uso que hagan después de ellas es asunto que me trae sin cuidado.

      Tras este preámbulo, Jefferson Hope se recostó en la silla y dio principio al curioso relato que a continuación les transcribo. Su comunicación fue metódica y tranquila, como si correspondiera a hechos casi vulgares. Puedo responder de la exactitud de cuanto sigue, ya que he tenido acceso al libro de Lestrade, en el que fueron anotadas puntualmente, y según iba hablando, las palabras del prisionero.

      —No les incumbe saber por qué odiaba yo a estos hombres —dijo—. Importa tan sólo que eran responsables de la muerte de dos seres humanos (un padre y una hija), y que, por tanto, habían perdido el derecho a sus propias vidas. Tras el mucho tiempo transcurrido desde la comisión del crimen, me resultaba imposible dar prueba fehaciente de su culpabilidad ante un tribunal. En torno a ella, sin embargo, no alimentaba la menor duda, de modo que determiné convertirme a la vez en juez, jurado y ejecutor. No hubiesen ustedes obrado de otro modo a ser verdaderamente hombres y encontrarse en mi lugar.

      La chica de la que he hecho mención era, hace veinte años, mi prometida. La casaron por la fuerza con ese Drebber, lo que vino a ser lo mismo que llevarla al patíbulo. Yo tomé de su dedo exangüe el anillo de boda, prometiéndome solemnemente que el culpable no habría de morir sin tenerlo ante los ojos, en recordación del crimen en cuyo nombre se le castigaba. Esa prenda ha estado en mi bolsillo durante los años en que perseguí por dos continentes, y al fin di caza, a mi enemigo y a su cómplice. Ellos confiaban en que la fatiga me hiciese cejar en el intento, mas confiaron en vano. Si, como es probable, muero mañana, lo haré sabiendo que mi tarea en el mundo está cumplida


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