Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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tal había sido, era razonable además que lo siguiera siendo. Desde su punto de vista, cualquier cambio súbito sólo podía atraer hacia su persona una atención inoportuna. Probablemente, durante cierto tiempo al menos, persistiría en su oficio de cochero. Nada argüía tampoco que lo fuera a hacer bajo nombre supuesto. ¿Por qué mudar de nombre en un país donde era desconocido? Organicé, por tanto, mi cuadrilla de detectives vagabundos, ordenándoles acudir a todas las casas de coches de alquiler hasta que dieran con el hombre al que buscaba. Qué bien cumplieron el encargo y qué prisa me di a sacar partido de ello, son cosas que aún deben estar frescas en su memoria. El asesinato de Stangerson nos cogió enteramente por sorpresa, mas en ningún caso hubiésemos podido impedirlo. Gracias a él, ya lo sabe, me hice con las píldoras, cuya existencia había previamente conjeturado. Vea cómo se ordena toda la peripecia según una cadena de secuencias lógicas, en las que no existe un solo punto débil o de quiebra.

      —¡Magnífico! —exclamé—. Sus méritos debieran ser públicamente reconocidos. Sería bueno que sacase a la luz una relación del caso. Si no lo hace usted, lo haré yo.

      —Haga, doctor, lo que le venga en gana —repuso—. Y ahora, ¡eche una mirada a esto! —agregó entregándome un periódico.

      Era el Echo del día, y el párrafo sobre el que llamaba mi atención aludía al caso de autos.

      «El público, rezaba, se ha perdido un sabrosísimo caso con la súbita muerte de un tal Hope, autor presunto del asesinato del señor Enoch Drebber y Joseph Stangerson. Aunque quizá sea demasiado tarde para alcanzar un conocimiento preciso de lo acontecido, se nos asegura de fuente fiable que el crimen fue efecto de un antiguo y romántico pleito, al que no son ajenos ni el mormonismo ni el amor. Parece que las dos víctimas habían pertenecido de jóvenes a los Santos del último Día, procediendo también Hope, el prisionero fallecido, de Salt Lake City. El caso habrá servido, cuando menos, para demostrar espectacularmente la eficacia de nuestras fuerzas policiales y para instruir a los extranjeros sobre la conveniencia de zanjar sus diferencias en su lugar de origen y no en territorio británico. Es un secreto a voces que el mérito de esta acción policial corresponde por entero a los señores Lestrade y Gregson, los dos famosos oficiales de Scotland Yard. El criminal fue capturado, según parece, en el domicilio de un tal Sherlock Holmes, un detective aficionado que ha dado ya ciertas pruebas de talento en este menester, talento que acaso se vea estimulado por el ejemplo constante de sus maestros. Es de esperar que, en prueba del debido reconocimiento a sus servicios, se celebre un homenaje en honor de los dos oficiales.»

      —¿No se lo dije desde el comienzo? —exclamó Sherlock Holmes, con una carcajada—. He aquí lo que hemos conseguido con nuestro Estudio en Escarlata: ¡Procurar a esos dos botarates un homenaje!

      —Pierda cuidado —repuse—. He registrado todos los hechos en mi diario, y el público tendrá constancia de ellos. Entre tanto, habrá usted de conformarse con la constancia del éxito, al igual que aquel avaro romano:

      Populus me sibilat, at mihi plaudo.

      Ipse domi simul ac nummos contemplar in arca.

      FIN

El signo de los cuatro

      1. La ciencia de la deducción

      Sherlock Holmes cogió la botella del ángulo de la repisa de la chimenea, y su jeringuilla hipodérmica de su pulcro estuche de tafilete. Insertó con sus dedos largos, blancos y nerviosos, la delicada aguja, y se remangó la manga izquierda de la camisa. Por un instante sus ojos se posaron pensativos en el musculoso antebrazo y en la muñeca, cubiertos ambos de puntitos y marcas de los innumerables pinchazos. Finalmente, hundió en la carne la punta afilada, presionó hacia abajo el delicado émbolo y se dejó caer hacia atrás, hundiéndose en el sillón forrado de terciopelo y exhalando un profundo suspiro de satisfacción.

      Durante muchos meses había presenciado esa operación tres veces al día; pero la costumbre no había llegado a conseguir que mi alma se adaptara. Por el contrario, cada día que pasaba me sentía más irritado ante ese espectáculo, y todas las noches sentía sublevarse mi conciencia al pensar que me había faltado valor para protestar. Una y otra vez me había yo prometido que le diría todo lo que pensaba al respecto; pero había algo en las maneras frías y despreocupadas de mi compañero que lo hacían el último de los hombres con quien uno siente deseos de tomarse algo parecido a una libertad. Su gran energía, sus maneras dominadoras y la experiencia que yo había tenido de sus muchas y extraordinarias cualidades, me restaban confianza y me hacían reacio a llevarle la contraria.

      Sin embargo, ya fuese efecto del Beaune que yo había tomado en la comida, o la irritación adicional que me producía el proceder de extrema deliberación con que Holmes actuó, el hecho es que aquella tarde tuve la súbita sensación de que no podía contenerme por más tiempo, y le pregunté:

      —¿Qué ha sido hoy: morfina o cocaína?

      Levantó sus ojos con languidez del viejo libro de caracteres góticos que había abierto.

      —Cocaína —dijo—. Una solución al siete por ciento. ¿Le gustaría probarla?

      —De ninguna manera —contesté con brusquedad—. Mi constitución física no ha superado aún por completo la campaña del Afganistán. No puedo permitirme el someterla a ninguna tensión anormal.

      Holmes sonrió ante mi vehemencia.

      —Quizá tenga usted razón, Watson —dijo—. Me imagino que su influencia es físicamente mala. Sin embargo, encuentro que estimula y aclara la mente de una forma tan trascendental, que sus efectos secundarios me resultan pasajeros.

      —¡Reflexione usted! —le dije con viveza—. ¡Calcule el coste resultante! Quizá su mente se estimule y se excite, según usted asegura; pero es mediante un proceso patológico y morboso, que provoca cambios en los tejidos y que pudiera dejar al cabo de un tiempo una debilidad permanente. Sabe usted, además, qué funesta reacción se produce cuando finalizan sus efectos. Le aseguro que es un coste demasiado caro. ¿Para qué correr el riesgo, por un simple placer pasajero, de perder esas grandes facultades de que usted se halla dotado? Tenga presente que no le hablo tan sólo como amigo, sino como médico a una persona de cuyo estado físico es, hasta cierto grado, responsable.

      No pareció ofenderse. Al contrario, juntó las puntas de ambas manos, apoyó los codos en los brazos del sillón, como quien siente deseos de conversar, y dijo:

      —Mi mente se subleva ante el estancamiento. Proporcióneme usted problemas, proporcióneme trabajo, déme los más abstrusos criptogramas o los más intrincados análisis, y entonces me encontraré en mi ambiente. Podré prescindir de estimulantes artificiales. Pero odio la aburrida monotonía de la existencia. Deseo fervientemente la exaltación mental. Ahí tiene por qué he elegido esta profesión a que me dedico, o, mejor dicho, por qué razón la he creado, puesto que soy el único en el mundo que la practica.

      —¿El único detective privado? —le dije, arqueando mis cejas.

      —El único detective privado con consulta —me contestó—. Soy el más alto y supremo tribunal de apelación en el campo de la investigación criminal. Cuando Gregson, Lestrade o Athelney Jones se encuentran desbordados (lo que, dicho sea de paso, les ocurre muy seguido), me plantean a mí el asunto. Yo examino los datos en calidad de experto y doy mi opinión de especialista. En tales casos no reclamo ningún mérito. Mi nombre no aparece en los periódicos. Mi mayor recompensa está en el trabajo mismo, en el placer de encontrar dónde ejercitar mis especiales facultades. Pero usted ya ha podido comprobar mis métodos de trabajo en el caso de Jefferson Hope.

      —Desde luego que sí —contesté cordialmente—. Nada me ha impresionado tanto en toda mi vida. Le he dado incluso forma literaria en un folleto que lleva el título, algo fantástico, de Estudio en escarlata.

      Holmes volvió tristemente la cabeza y dijo:

      —Le eché un vistazo. Hablando con honradez, no puedo felicitarle por esa


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