Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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de que nos pongamos en camino. ¿Lleva usted pistola, Watson?

      —Tengo en mi mesa mi viejo revólver de servicio.

      —Entonces es preferible que lo coja. Conviene estar preparados. Veo que tenemos el coche de alquiler en la puerta. Lo cité para las seis y media.

      Pasaba un poco de las siete cuando llegamos al muelle de Westminster, donde encontramos la lancha esperándonos. Holmes la examinó con ojo crítico.

      —¿Lleva alguna indicación de que pertenece a la policía?

      —Sí; esa lámpara verde a babor.

      —Pues quitadla.

      Se hizo ese pequeño cambio, subimos a bordo y se soltaron las amarras. Jones, Holmes y yo íbamos en la popa. Uno de los hombres manejaba el timón, otro cuidaba de las máquinas y a proa iban dos robustos inspectores de la policía.

      —¿Adónde? —preguntó Jones.

      —A la Torre. Dígales que se detengan frente al astillero de Jacobson.

      Era evidente que nuestra embarcación era muy rápida. Cruzamos como una flecha junto al costado de las pesadas gabarras, que producían la impresión de estar inmóviles. Holmes se sonrió satisfecho al ver que alcanzábamos un vapor ribereño y lo dejábamos atrás.

      —Seguramente, hemos de ser capaces de alcanzar cualquier embarcación del río —dijo.

      —Quizá no a todas; pero pocas habrá que nos dejen atrás.

      —Tendremos que perseguir a la Aurora, que tiene fama de correr mucho. Watson, voy a ponerlo al corriente de la situación. ¿Recuerda lo molesto que estaba al vernos obstaculizados por algo tan pequeño?

      —Sí.

      —Pues bien: deje descansar por completo a mi mente zambulléndome en un análisis químico. Uno de nuestros más grandes estadistas ha dicho que el mejor descanso es un cambio de actividad. Y así es, en efecto. Cuando conseguí disolver el hidrocarbono, que era la tarea en que estaba empeñado, volví al problema de los Sholto y lo revisé de nuevo desde el principio. Mis muchachos habían recorrido arriba y abajo, sin resultado, las orillas del río. La lancha no aparecía en ningún embarcadero ni muelle; tampoco había regresado. Sin embargo, resultaba difícil que la hubiesen hundido para ocultar sus huellas, aunque esta hipótesis fue siempre una posibilidad, si todo lo demás fracasaba. Yo sabía que el tal Small poseía cierto grado de astucia, pero no le creí capaz de efectuar alguna estratagema sutil. Estas suelen ser producto de una educación más elevada. Pensé, pues, que desde el momento en que Small había permanecido, sin duda, en Londres, durante algún tiempo, como nos lo demostraba el que había mantenido una constante vigilancia sobre Pondicherry Lodge, era difícil que pudiera largarse en el acto; necesitaría algún tiempo, aunque sólo fuese un día, para arreglar sus asuntos. En todo caso, la balanza de probabilidades se inclinaba hacia ello.

      —Yo creo que esa suposición era algo débil —dije—; lo más probable es que hubiera dejado liquidados sus asuntos antes de emprender su expedición.

      —No; a mí me resulta difícil creerlo. Su cubil sería un refugio demasiado valioso si llegaba el caso de necesitarlo, y por ello no lo abandonaría hasta estar seguro de que podía prescindir del mismo. Pero un segundo razonamiento me llamó poderosamente la atención. Jonathan Small debía forzosamente darse cuenta de que lo extraordinario de la figura de su compañero, por mucho que lo hubiera envuelto en ropas, daría pábulo a las charlas, y quizá le ocurriese a alguien asociarlo a esta tragedia de Norwood. Jonathan era lo bastante inteligente como para darse cuenta de ello. Salieron de su cuartel general a cubierto de la oscuridad, y querría regresar al mismo antes que se hiciese completamente de día. Pues bien: de acuerdo con lo que nos ha dicho la señora Smith, eran más de las tres cuando llegaron a la lancha. Una hora más tarde sería completamente de día, y la gente andaría ya de un lado para otro. Por consiguiente, me dije, no debieron de ir muy lejos. Pagaron bien a Smith para que no hablase, se reservaron su lancha para la huida final y se apresuraron a regresar a su alojamiento con la caja del tesoro. Un par de noches después, cuando hubiesen tenido tiempo de ver cómo se explicaban los periódicos y si existía alguna sospecha, emprenderían viaje, a cubierto de la oscuridad, hasta algún barco anclado en Gravesand o en los Downs, donde tendrían ya reservados sus pasajes para América o las colonias.

      —Pero ¿y la lancha? No pudieron llevarse la lancha a su madriguera.

      —Desde luego que no. Me dije que la lancha, a pesar de no vérsela por ninguna parte, no debía de estar lejos. Entonces me puse en lugar de Small, y me encaré con el problema como lo habría hecho un hombre de su capacidad. Probablemente, él pensaría que si enviaba la lancha a su punto de origen, o si le ordenaba quedarse en algún muelle, facilitaría con ello a la policía su persecución, si acaso ésta le seguía la pista. ¿Cómo esconder la lancha, pero teniéndola a mano para cuando la necesitase? Yo me pregunté qué haría yo metido en sus zapatos. Sólo se me ocurrió un medio. Podía llevarla a algún astillero, encargándole que hiciese en ella algunos pequeños arreglos. De ese modo la trasladarían a su cobertizo o explanada y quedaría eficazmente oculta, pudiendo, no obstante, disponer de ella con sólo avisar con algunas horas de anticipación.

      —Parece bastante sencillo.

      —Lo sencillo suele ser precisamente lo que con mayor facilidad se nos pasa por alto. Pues bien: me decidí a actuar de acuerdo con esa idea. Me lancé en el acto bajo estos inofensivos atavíos de pescador y pregunté en todos los astilleros. Fracasé en quince; pero al dieciséis, el de Jacobson, averigüé que la Aurora había sido entregada allí dos días antes por un hombre con una pata de palo y que dio algunas órdenes triviales sobre un arreglo en el timón. El capataz me dijo: «A ese timón no le pasa nada. Es aquel de las franjas encarnadas que está en el suelo». Pero ¿a quién se le ocurrió presentarse en ese instante sino al mismísimo Mordecai Smith, el propietario de la lancha desaparecida? Venía bastante «tocado» por la bebida. Como ya se supondrán, yo no le habría conocido; pero él gritó su nombre y el de su lancha y dijo: “La quiero para esta noche, a las ocho... A las ocho en punto, recuérdenlo, porque he de llevar a dos caballeros que no les agrada esperar”. Era evidente que le habían pagado bien, porque venía bien provisto de dinero y repartió algunos chelines entre los hombres. Le seguí algún trecho, pero se metió en una cervecería. Entonces me volví al astillero, y como en el camino tropecé con uno de mis muchachos, le llevé conmigo y le situé de centinela junto a la lancha. Deberá permanecer al borde del agua y agitar su pañuelo cuando ellos embarquen. Nosotros estaremos al acecho en el centro de la corriente, y muy extraño será que no les echemos el guante, con el tesoro y todo.

      —Sean o no los hombres que buscamos, lo ha planeado usted todo muy limpiamente —dijo Jones—. Pero si el asunto hubiese estado en mis manos, yo habría situado un destacamento de policía dentro del astillero y habría detenido a esos hombres cuando se presentasen.

      —Y no se habrían presentado nunca. Ese Small es un individuo bastante astuto. Podía enviar un explorador, y si recelaba de cualquier cosa, permanecería oculto otra semana más.

      —Pero usted podía pegarse a Mordecai Smith, y de ese modo sería usted guiado a su escondite —dije yo.

      —En cuyo caso habría malbaratado un día. Creo que hay cien probabilidades contra una de que Smith no sabe dónde viven. ¿Para qué preocuparse en hacer preguntas mientras dispone de bebida abundante y buena paga? Ellos le envían mensajes ordenándole lo que tiene que hacer. No; yo he meditado en todos los caminos que se podían seguir y éste es el mejor.

      Mientras manteníamos esta conversación habíamos ido pasando como una flecha por debajo de la larga serie de puentes que cruzan el río Támesis. Cuando pasamos por delante de la City, los últimos rayos del sol doraban la cruz que hay en lo más alto de St. Paul. Cuando llegamos a la Torre era ya el crepúsculo.

      Holmes, señalando un erizamiento de mástiles y de jarcias que había en la orilla de Surrey, dijo:

      —Ese es el astillero de Jacobson. Cruzad despacio río arriba y río abajo, a cubierto de esta fila de barcazas


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