Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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días seguidos.

      —Entonces, ¿está fuera? —dijo Holmes con voz de contrariedad—. Lo siento, porque deseaba hablarle.

      —Falta desde ayer por la mañana, señor, y para serle franca, empiezo a preocuparme por él. Pero si se trata de alquilar una lancha, señor, quizá yo misma pudiera servirle.

      —Deseaba alquilar la de vapor.

      —Es una lástima, señor, porque precisamente es ésa la que se llevó. Y eso es lo que me tiene intrigada; porque me consta que no lleva más carbón que el que necesitaría para ir a Woolwich y regresar. Si se hubiera ausentado en la gabarra, la cosa no me habría preocupado; más de una vez lo han contratado para ir hasta Gravesand, y quizá se hubiese quedado allí si encontraba tarea. Pero ¿de qué sirve una lancha de vapor si no lleva carbón?

      —Quizá lo haya comprado en algún muelle, río abajo.

      —Sí, quizá. Pero a él no le gusta eso. Le he oído muchas veces protestar contra los precios que cobran por unos pocos sacos de carbón. Además, no me agrada nada ese hombre de la pata de palo, con su feísima cara y acento extranjero. ¿Qué es lo que anda buscando con tanto venir por aquí?

      —¿Un hombre con una pata de palo? —preguntó Holmes, con cierta sorpresa.

      —Sí, señor: un individuo moreno, con cara de mono, que ha venido varias veces en busca de mi hombre.

      Él fue quien lo despertó ayer por la noche; y lo que es más, mi hombre lo esperaba, porque tenía la lancha a presión. Le digo a usted sin rodeos, señor, que no las tengo todas conmigo en este asunto.

      —Pero, mi querida señora Smith —dijo Holmes, encogiéndose de hombros—, se asusta usted por una nadería. ¿Cómo sabe usted que fue el hombre de la pata de palo quien vino por la noche? No se me ocurre cómo puede usted estar tan segura.

      —Por su voz, señor. A mí se me había quedado grabada su voz, que es gruesa y ronca. Dio unos golpecitos en la ventana, serían las tres, y dijo: «Compañero, déjese ver, es hora del cambio de guardia».

      Mi hombre despertó a Jim, que es mi hijo mayor, y allá se fueron sin decirme siquiera una palabra.

      Escuché el martilleo de la pata de palo sobre las piedras.

      —Pero ¿estaría solo ese hombre?

      —Pues de verdad, señor, que no lo sé. No oí a ninguna otra persona.

      —Lo siento, señora Smith; quería una lancha de vapor y me habían hablado muy bien de la... Veamos: ¿cómo me dijeron que se llamaba la lancha?

      —La Aurora, señor.

      —¡Ya! ¿No es una vieja lancha verde, con una línea amarilla, muy ancha de popa?

      —De ninguna manera. Es la lanchita más esbelta y nueva que hay en el río. Está recién pintada de negro, con dos franjas encarnadas.

      —Gracias. Deseo que tenga pronto noticias del señor Smith. Voy río abajo, y si le echo la vista encima a la Aurora le diré a su marido que está usted inquieta. ¿Dijo usted que tenía la chimenea pintada de negro?

      —No, señor; de negro con una franja blanca.

      —¡Ya caigo! De negro en los costados. Buenos días, señora Smith. Watson, tenemos ahí a un barquero con una chalana. La alquilaremos y cruzaremos el río. —Cuando estuvimos sentados a popa de la chalana, Holmes me dijo—: Con esta clase de gente, lo principal es no dejarles que supongan que los datos que uno les pide puedan tener la menor importancia. Como se lo debe usted suponer, se cierran como una ostra. En cambio, si hace como que los escucha porque no tiene otro remedio, es probable que averigüe lo que desea.

      —Nuestra línea de acción parece que está ahora bastante clara —dije yo.

      —¿Quiere decirme lo que usted haría?

      —Contrataría una lancha de vapor y marcharía río abajo tras las huellas de la Aurora.

      —Esa sería una tarea colosal, querido amigo. Ha podido atracar en uno cualquiera de los muelles de una y otra orilla que hay desde aquí a Greenwich. Más allá del puente y en un trayecto de muchas millas, los desembarcaderos forman un verdadero laberinto. La tarea de visitarlos todos nos llevaría días y días.

      —Recurra usted entonces a la policía.

      —No. Aunque es probable que en el último momento llame a Athelney Jones. No es mala persona, y no quisiera hacer nada que pudiera perjudicarle profesionalmente. Puesto que hemos avanzado ya tanto, tengo el capricho de llevar yo mismo el asunto hasta su desenlace.

      —¿Y no podríamos poner un anuncio pidiendo datos a los encargados de los diversos muelles?

      —¡Mucho peor todavía! Nuestros hombres sabrían entonces que les pisamos los talones y se largarían del país. Aunque, y tal como están las cosas, es probable que se larguen; pero no lo harán con precipitación mientras se crean a salvo. La energía de Jones nos será en esto de gran utilidad, porque sus puntos de vista acerca del asunto aparecerán en la prensa diaria y los fugitivos creerán que todo el mundo anda despistado.

      —¿Qué vamos, pues, a hacer? —le pregunté cuando desembarcábamos cerca de la penitenciaría del Millbank.

      —Alquilar ese coche, irnos a casa, desayunar y dormir unas horas. Es posible, dentro del juego, que tengamos que pasar en pie otra noche más. ¡Cochero, deténgase en una oficina de telégrafos! Nos quedaremos con Toby, porque quizá pueda sernos de utilidad todavía.

      El coche se detuvo frente a la oficina de telégrafos de Great Peter Street, y Holmes envió su telegrama.

      Cuando reanudábamos la marcha, dijo:

      —¿A quién cree que se le lo he enviado?

      —¡Cómo voy a saberlo!

      —¿Se acuerda de la sección del cuerpo de investigadores de Baker Street, a la que recurrí en el caso de Jefferson Hope?

      —Sí, ¿y qué? —le pregunté, echándome a reír.

      —Que en esta ocasión pudieran sernos de incalculable utilidad. Si ellos fracasan tengo otros recursos de que echar mano, pero voy a empezar por ponerlos a prueba. Ese telegrama lo dirigí a mi sucio tenientillo Wiggins, y confío en antes de que hayamos acabado de desayunar, él y su pandilla estarán con nosotros.

      Serían entre las ocho y las nueve en ese momento, y yo notaba una fuerte reacción después de las sucesivas emociones de la noche. Estaba lánguido y cansado, con el cerebro brumoso y el cuerpo dolorido. No poseía el entusiasmo profesional que sostenía a mi compañero, ni podía encarar el asunto como un simple problema intelectual abstracto. Por lo que se refería al asesinato de Bartholomew Sholto, nada de bueno había oído hablar de esta persona y no podían inspirarme excesiva antipatía sus asesinos. Lo del tesoro ya era distinto. El tesoro, o por lo menos parte del mismo, le pertenecía, en justicia, a la señorita Morstan. Mientras existiese alguna posibilidad de recuperarlo, yo estaba dispuesto a consagrar mi vida a ese único objetivo. Es cierto, me decía yo mismo, que ello la colocará fuera de mi alcance. Pero el mío sería un amor ruin y egoísta si se dejase influir por una consideración tal. Si Holmes era capaz de trabajar para dar con los criminales, existía una razón diez veces más fuerte que me impelía a mí a la búsqueda del tesoro.

      Un baño en Baker Street y el cambio total de ropas me reanimaron maravillosamente. Cuando bajé a nuestro cuarto de estar, me encontré el desayuno servido y a Holmes sirviendo el café.

      —Ahí está el asunto —me dijo, riéndose, y señalándome el periódico—. Entre el enérgico Jones y el ubicuo informador de prensa, lo han averiguado ya todo. Pero basta ya para usted del caso. Lo mejor que puede hacer es probar, antes que nada, los huevos con jamón.

      Le quité el periódico y leí una breve gacetilla cuyo encabezamiento era: «Misterioso asunto misterioso en Upper Norwood». Decía el Standard:

      "La


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