Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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que ya es nuestro..., nada más que eso —me contestó—. Conozco un perro capaz de seguir este olor hasta el fin del mundo. Si una jauría es capaz de seguir por todo un condado del Midlands el olor de un arenque arrastrado por el suelo, ¿hasta dónde no será capaz un sabueso adiestrado de seguir un olor tan penetrante como éste? Es como una regla de tres. El resultado tiene que darnos la... ¡Hola! Ya tenemos aquí a los acreditados representantes de la ley.

      Desde la planta baja llegaban ruidos de fuertes pisadas y el clamor de voces, y la puerta del vestíbulo se cerró con un sonoro portazo.

      —Antes que lleguen —dijo Holmes— ponga usted la mano aquí, en el brazo, y aquí, en la pierna de este pobre hombre. ¿Qué nota?

      —Los músculos están duros como una tabla —contesté.

      —Así es. Están en un estado de extremada contracción, que excede con mucho del rigor mortis. Relacione eso con la contorsión de la cara, con la sonrisa hipocrática, o risus sardonicus, como la llamaban los autores antiguos, ¿y qué sugiere todo eso a su imaginación?

      —Que la muerte ha sobrevenido por algún fuerte alcaloide vegetal —le contesté—, por alguna sustancia similar a la estricnina y que produce el tétanos.

      —Esa fue la idea que se me ocurrió en el mismo instante en que vi los contraídos músculos de la cara. Cuando entré en el cuarto, me puse a buscar el sistema de que se habían servido para introducir el veneno en el organismo. Ya vio usted cómo di con la espina que le habían metido o disparado con no mucha fuerza contra el cuello. Observe que el sitio en que se la clavaron es el que corresponde a la parte de la cabeza que este hombre tendría vuelta hacia el techo, si estaba sentado y erguido en su silla. Y ahora, examine la espina.

      La recogí con gran cuidado y la puse a la luz de la linterna. Era larga, aguda y negra, y cerca de la punta se distinguía una parte brillante, como si alguna sustancia mucilaginosa se hubiese secado allí. La punta, embotada, había sido afilada con un cuchillo.

      —¿Es esta una espina inglesa? —me preguntó.

      —No; desde luego que no.

      —Con todos estos datos debería usted hallarse en situación de sacar una consecuencia justa. Pero aquí están los oficiales; de modo que las fuerzas auxiliares deben batirse en retirada.

      A medida que hablaba, los pasos, que se habían ido acercando, resonaban ruidosos en el pasillo; un hombre muy fornido y voluminoso de traje gris entró pesadamente en la habitación. Era un individuo de cara rubicunda, corpulento y pletórico, de ojos muy pequeños y parpadeantes, que miraban con viveza por entre unos párpados hinchados y que formaban gruesas bolsas. Seguíale muy de cerca un policía de uniforme, y a éste, el todavía trémulo Thaddeus Sholto.

      —¡Vaya asunto! —exclamó con voz ahogada y ronca—. ¡Vaya bonito asunto! ¿Quiénes son éstos? ¡Esta casa parece tan concurrida como una conejera!

      —Creo que se acordará usted de mí, señor Athelney Jones —dijo Holmes con tranquilidad.

      —¡Claro que lo recuerdo! —silbó aquel en tono teatral—. ¡El señor Sherlock Holmes, el teórico! ¡Que si me acuerdo de usted! Jamás olvidaré su conferencia sobre las causas, las consecuencias y efectos en el caso de las joyas de Bishopgate. Es cierto que nos puso sobre la pista verdadera, pero reconocerá que se debió más bien a buena suerte que a buena deducción.

      —Fue una serie de razonamientos muy sencillos.

      —¡Bueno, bueno! No se avergüence de confesarlo. Pero ¿qué es todo esto? ¡Mal negocio, mal negocio! Aquí tenemos hechos tajantes; no hay lugar para teorías. ¡Qué suerte ha sido que me encontrase en Norwood, ocupado en otro caso! Cuando llegó el aviso, estaba en la comisaría. ¿Cuál cree usted que ha sido la causa de la muerte?

      —Verá usted; aquí no hay ocasión para que yo entre a teorizar —dijo Holmes con sequedad.

      —Desde luego que no, desde luego que no. Sin embargo, no se puede negar que usted da de cuando en cuando en el clavo. ¡Por vida mía! La puerta, cerrada con llave, según me dicen. Alhajas que valían medio millón, desaparecidas. ¿Cómo estaba la ventana?

      —Cerrada, pero en el antepecho hay pisadas.

      —Bien, bien; si la ventana estaba cerrada, las pisadas del antepecho nada tienen que ver en este asunto. Eso es cosa de sentido común. Quizás este hombre haya muerto de un ataque cardíaco; pero el caso es que han desaparecido las alhajas. ¡Ajá! Ya tengo una teoría. A veces me suelen dar esos prontos. Sargento, y usted, señor Sholto, hagan el favor de salir del cuarto. El amigo de usted puede quedarse. ¿Qué opina de esto, Holmes? Sholto, según confesión propia, estuvo anoche con su hermano. ¡Éste murió de un ataque, y entonces Sholto se largó de aquí con las alhajas! ¿Qué tal le suena eso?

      —Y cuando él se marchó con las alhajas, el cadáver tuvo la atención de levantarse y de cerrar la puerta por dentro.

      —¡Hum! Sí; ahí hay un punto que no encaja. Apliquemos el sentido común al problema. Este Thaddeus Sholto estaba con su hermano; riñeron; todo esto nos consta. El hermano ha muerto y las joyas han desaparecido. También eso nos consta. Desde el momento en que Thaddeus dejó aquí a su hermano, nadie volvió a ver a éste. Tampoco durmió en su cama. Thaddeus se encuentra evidentemente en un profundo estado de turbación. El aspecto suyo, la verdad, no tiene nada de simpático. Ya ve usted cómo estoy tejiendo mi red alrededor de Thaddeus. Empieza ya a cerrarse sobre él.

      —Le faltan a usted todavía algunos datos —dijo Holmes—. Esta astillita de madera, que tengo toda clase de motivos para creer que está envenenada, la tenía este hombre en el cuero cabelludo, ahí donde puede usted ver todavía la señal; esta tira de papel, con la inscripción que usted ve, se hallaba encima de la mesa; y junto al papel, este instrumento, bastante curioso, con una piedra en su extremo. ¿Encaja bien todo esto en su teoría?

      —La confirma desde todo punto de vista —dijo pomposamente el gordinflón detective—. Esta casa está llena de curiosidades indias. Thaddeus subió este bastón de la planta baja, y si esta astillita está envenenada, Thaddeus pudo servirse de ella igual que cualquier otra persona. La tira de papel es una añagaza, algo para desviar la atención. La única cuestión es ésta: ¿cómo salió de aquí? ¡Ya está! En el techo hay un agujero, desde luego.

      Dando pruebas de gran agilidad, si se tiene en cuenta lo voluminoso de su cuerpo, trepó por la escalera y se escurrió en la buhardilla; casi en seguida oímos su voz jubilosa, que proclamaba el descubrimiento que había hecho de la trampilla.

      —Es capaz, en ocasiones, de descubrir algo —comentó Holmes, encogiéndose de hombros—; tiene de cuando en cuando algunos destellos de razón. Il n'a pas des sots si incommodes que ceux qui ont de l'esprit!

      —Ya ve usted que, en fin de cuentas, las realidades son superiores a las teorías —dijo Athelney Jones reapareciendo al pie de la escalera—. Se ve confirmada mi opinión sobre el caso. Existe una trampilla que comunica con el tejado y que está parcialmente abierta.

      —Fui yo quien la abrió.

      —¡Ah!, ¿sí? ¿De modo que usted ya la había visto? —este hallazgo pareció dejarle un poco alicaído—. Bueno, la viese quien la viese, ella nos demuestra que nuestro caballerito escapó por allí. ¡Inspector!

      —Mande, señor —contestaron desde el pasillo.

      —Que venga aquí el señor Sholto... Señor Sholto, me veo en el deber de comunicarle que cualquier cosa que diga podrá ser empleada en contra suya. Lo detengo, en nombre de la reina, como implicado en la muerte de su hermano.

      —Ya está! ¿No se lo dije a ustedes? —exclamó el pobre hombrecillo, extendiendo sus manos hacia nosotros y mirándonos sucesivamente.

      —Señor Sholto, no se aflija por ello —dijo Holmes—. Creo que puedo librarle de esa acusación.

      —No prometa demasiado, señor teórico, no prometa demasiado —dijo secamente el detective—. Quizá le


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