Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
Читать онлайн книгу.uno de los dos hombres que la noche pasada estuvieron en esta habitación. Tengo toda clase de razones para creer que se llama Jonathan Small. Es hombre de escasa educación, de pequeña estatura, activo, le falta la pierna derecha y utiliza una pata postiza de palo con la parte inferior desgastada por el lado interior. Su bota izquierda es de suela ordinaria con punta cuadrada y tiene una tira de hierro alrededor del tacón. Es hombre muy curtido por el sol, de mediana edad y ha estado en presidio. Quizás estas ligeras indicaciones le sean a usted útiles, completándolas con el hecho de que tiene lastimadas las palmas de las manos. El otro hombre...
—¡Ah! ¿Tenemos otro hombre? —preguntó Athelney Jones en tono de mofa, pero impresionado, no obstante, como yo pude advertir fácilmente, por la seguridad con que hablaba su interlocutor.
—El otro hombre es un tipo bastante curioso —dijo Sherlock Holmes, dando media vuelta—. Confío en que podré presentar a usted esa pareja antes de no mucho tiempo. Tengo que decirle unas palabras, Watson.
Me condujo a lo alto de la escalera, en el pasillo, y me dijo:
—Este hecho inesperado nos ha desviado bastante del propósito original de nuestro viaje.
—Eso mismo estaba yo pensando —le contesté—. No está bien que la señorita Morstan esté más tiempo en esta condenada casa.
—No. Usted debería acompañarla a la suya. Vive con la señora Cecil Forrester, en Lower Camberwell, de modo que no queda muy lejos. Yo le esperaré aquí, si vuelve usted en coche y si no está demasiado rendido.
—De ninguna manera. Creo que me sería imposible descansar hasta saber más detalles de este fantástico asunto. Llevo visto bastante del aspecto desagradable de la vida; pero le aseguro que esta rápida sucesión de sorpresas extraordinarias que hemos tenido esta noche ha alterado por completo mis nervios. Sin embargo, me agradaría, puesto que tan lejos he llegado, presenciar con usted el final del asunto.
—Su presencia me será de gran utilidad —contestó Holmes—. Trabajaremos el asunto por nuestra cuenta hasta aclararlo y dejaremos a este pobre diablo de Jones que se dé tono con cualquier paparrucha que se le antoje. Cuando haya usted dejado en su casa a la señorita Morstan, quiero que se dirija al número 3 de Pinchin Lane, muy cerca del río, en Lamheth. La tercera casa a la derecha es la de una pajarería llamada Sherman. En el escaparate verá una comadreja con un gazapito en la boca. Haga usted levantarse de la cama al viejo Sherman y dígale, después de saludarle de parte mía, que necesito en seguida a Toby. Me lo traerá usted en el coche.
—Se trata de un perro, ¿verdad?
—Sí; de un perro mestizo con una capacidad asombrosa para el rastreo. Prefiero la colaboración de Toby a la de todas las fuerzas de policías de Londres.
—Se lo traeré entonces —dije—. Ahora es la una. Podré estar de vuelta antes de las tres, si consigo un caballo descansado.
—Y yo —dijo Holmes— veré lo que puedo averiguar de boca de la señora Berstone y de la del sirviente indio, que, según me dice el señor Thaddeus, duerme en la buhardilla contigua. Después tendré que dedicarme a estudiar los métodos de Jones y a prestar oídos a sus no siempre delicados sermones. Wir sind gewohnt dass die Menschen verhóhnen was sie nicht verstehen Goethe es siempre sustancioso.
7. El episodio del barril
Los dos policías habían venido en coche, y yo lo utilicé para acompañar a la señorita Morstan hasta su casa. De acuerdo con la costumbre angelical de las mujeres, ella había aguantado los momentos difíciles con rostro sereno, mientras hubo otra persona más débil que ella a quien consolar, y yo la había visto mantenerse animosa y tranquila junto a la aterrorizada ama de llaves. Sin embargo, una vez en el coche, primero desfalleció y luego estalló en incontrolados sollozos. ¡Tan dolorosamente la habían afectado las aventuras de la noche! Con posterioridad, me ha dicho que durante ese viaje de regreso a su casa le parecí frío y reservado. ¡Qué poco adivinaba ella la lucha que se libraba dentro de mi pecho o el esfuerzo que tuve que hacer para dominarme y mantener mi reserva! Mis simpatías y mi amor se dirigían hacia ella, como se había dirigido mi mano cuando estábamos en el jardín. Supe que ni muchos años de las rutinas de trato diario podrían hacerme comprender la índole afectuosa y valiente de aquella mujer tan bien como aquel único día de extraños sucesos. Sin embargo, había dos pensamientos que sellaban mis labios para que no pronunciasen frase alguna de afecto. Ella era débil y se encontraba desamparada; su mente y sus nervios estaban quebrantados. El imponerle en un momento así una declaración de amor era aprovecharse de las circunstancias. Y lo que resultaba peor, ahora era rica. Si las investigaciones de Holmes tenían éxito, ella sería una rica heredera. ¿Era noble y honrado que un médico a media paga aprovechase la intimidad que le había proporcionado el azar? ¿No me consideraría ella un simple cazador de fortunas? Yo no hubiera podido soportar que pudiera cruzar por su mente ni la sombra de semejante pensamiento. El tesoro de Agra se interponía entre nosotros como una barrera insalvable.
Eran casi las dos de la madrugada cuando llegamos a la casa de Cecil Forrester. Los criados se habían retirado a descansar hacía horas; pero la señora Forrester, que se había preocupado muchísimo por el sorprendente mensaje que había recibido la señorita Morstan, estaba levantada en espera de que ésta regresase. Nos abrió la puerta ella misma. Era una mujer de edad mediana, simpática, y me alegró mucho ver con qué ternura ciñó con su brazo el talle de la joven y qué tono maternal tenía la voz con que la recibió. Evidentemente, la señorita Morstan no era tan sólo una empleada, sino también una amiga estimada. Fui presentado, y la señora Forrester me suplicó con gran interés que entrase y le refiriese nuestras aventuras. Sin embargo, yo le expliqué la importancia de la misión que tenía encomendada y le prometí solemnemente visitarla para contarle cualquier avance que pudiéramos realizar. Cuando me retiraba de allí en mi coche, miré disimuladamente hacia atrás y vi que el pequeño grupo se hallaba todavía en la escalinata: las dos esbeltas figuras de mujer, abrazadas, la puerta entreabierta, la luz del vestíbulo brillando a través del vidrio de colores, el barómetro y las brillantes varillas de latón que sujetaban la alfombra de la escalera. Resultaba consolador echar un vistazo, aunque fuese pasajero, a un tranquilo hogar inglés en medio de aquel asunto salvaje y sombrío en que estábamos metidos.
Cuando más pensaba en lo ocurrido, más salvaje y sombrío me resultaba. Repasé toda la serie extraordinaria de acontecimientos mientras avanzaba con estrépito por las calles silenciosas, alumbradas con la luz de gas. Teníamos, por un lado, el problema original, que, por lo menos, estaba ya claro. La muerte del capitán Morstan, el envío de las perlas, el anuncio, la carta...; habíamos hecho luz sobre todos esos hechos. Sin embargo, éstos nos habían conducido a otro misterio más profundo y mucho más trágico: el tesoro indio, el curioso plano encontrado entre el equipaje de Morstan, la extraordinaria escena de la muerte del mayor Sholto, el redescubrimiento del tesoro, seguido acto continuo del asesinato de su descubridor; las singularísimas circunstancias que acompañaron al crimen, las huellas, la extraña arma, las palabras escritas en la tira de papel, iguales a las que figuraban en el plano del capitán Morstan. Todo ello constituía, desde luego, un laberinto en el que cualquier hombre que no tuviese las facultades de mi compañero de alojamiento tendría que desesperar de encontrar la clave.
Pinchin Lane era una manzana de pobres casas de ladrillo de dos plantas en el barrio más bajo de Lambeth. Tuve que llamar durante algún tiempo en el número 3 antes de que me hicieran caso. Sin embargo, por último apareció la luz de una vela detrás de las persianas, y una cara se asomó a la ventana superior.
—Largo de ahí, vagabundo borracho —me dijo aquella cara—. Si vuelve usted a golpear y armar barullo, abriré las perreras y le echaré encima mis cuarenta y tres sabuesos.
—Me basta con que suelte uno de ellos, y para eso precisamente vengo —contesté.
—¡Siga su camino! —aulló una voz—. Sólo me faltaba un gracioso. Por Dios que tengo en esta bolsa una barra de hierro y se la voy a tirar a la cabeza como usted no se marche.
—Lo que yo quiero es un perro —grité.