A ver qué se puede hacer. Lorrie Moore

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A ver qué se puede hacer - Lorrie  Moore


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como una sabia observadora del mundo de la novela. La tía Ellen no cree en un Dios benevolente sino en un Dios lleno de pura curiosidad; es más, cree que ella está escribiendo la Biblia de ese Dios. “No hay nada de amor viniendo a nosotros desde ese reino”, dice sobre la deidad más tradicional. “Nada en absoluto. Bien puedes rezarle también a un poste de luz”.

      La tía Ellen, más que Wyatt, es el centro moral del libro: la suya es la más cáustica de las soledades aquí elaboradas y registradas. Para la ficción contemporánea, no debería ser notable en sí mismo el hecho de que Baxter pueda atravesar el género y ofrecer una interpretación tan profunda y auténtica de las voces y los pensamientos de una mujer, y sin embargo lo es.

      Porque su trabajo no se ofrece de formas estridentes para el consumo popular o el juego intelectual (los teóricos y críticos no han podido descender sobre él en masa con sus tenedores y tijeras), Baxter ha adquirido la reputación de ser esa cosa tan rara y placentera: un escritor de escritores. Ininterrumpidamente, ha utilizado un lenguaje bello y preciso para entrar en los lugares ordinarios y secretos de la gente: sus dilemas emocionales y morales, sus típicas circunstancias estadounidenses, sus inteligencias en llamas, sus negociaciones con lo bloqueado, lo violento, lo atrofiado, lo decente o milagroso en sus vidas. Al escribir sobre personas comunes, su autoridad narrativa deriva de haber imaginado más y con más profundidad que nosotros, y eso hace que su presencia narrativa sea necesaria e importante. Shadow Play es una novela grande, emocionante, llena de vida e historias: algo que va mucho más allá de las vacaciones que un escritor ansioso desea tomarse de las formas breves.

      (1993)

      4 Jacob Kevorkian fue un médico, político, músico y activista estadounidense que aplicó la eutanasia a 130 pacientes. En 1999 fue sentenciado por homicidio e indultado por razones de salud en 2007. [N. de la T.]

      LA NOVIA LADRONA, DE MARGARET ATWOOD

      Margaret Atwood siempre ha tenido una propensión hacia lo tribal: en sus trabajos de ficción y de no ficción ha descrito y transcripto las ceremonias y experiencias asociadas con ser mujer, o canadiense, o escritora… o las tres cosas. Y como sucede con muchos practicantes de la política de la identidad, literaria o de otra clase, mientras que un lado de su pancarta exclama desafiante “¡Nosotros somos!”, el otro lado, igual de desafiante, advierte: “No nos agrupes”. En La novia ladrona, Atwood ha reunido (no agrupado) a cuatro personajes femeninos muy diferentes.

      Probablemente el tema de las mujeres sea el que ha dominado de forma más completa las novelas de Atwood (aunque donde dice “mujeres”, podemos también leer “una variedad de personas en general”). Que las mujeres son individuos, difíciles de encasillar, una hermandad heterogénea e incómoda; que el feminismo es con frecuencia un trabajo penoso y esforzado, saboteado tanto desde adentro como desde afuera; que en la guerra entre los sexos hay colaboradores tanto como enemigos, espías, refugiados, espectadores y objetores de consciencia: todo esto ha sido brillantemente dramatizado en el trabajo de Atwood.

      Las crueles juventudes de las chicas de Toronto descritas en sus novelas Doña Oráculo y Ojo de gato, repletas de madres insensibles y muchachas sádicas, son, a su modo, distopías feministas similares a la América del Norte totalitaria de su trabajo más conocido, la novela futurista El cuento de la criada. Para recuperar la humanidad de su representación cultural, parece sugerir la escritura de Atwood, las mujeres deben observar a las mujeres de forma discreta y no sentimental. Con demasiada frecuencia, los hombres están en el poder, o en el amor, o en la oscuridad, o en la casa del perro, o en la niebla. Entonces Atwood, atenta, mira. Y las mujeres que ve están deformadas por su propia simpatía o entregadas a las travesuras, la ensoñación o el descuido. En una sociedad sexista improvisan una vida de forma sumisa pero creativa. O si no, se lanzan para arrebatar. Algunas se esfuerzan. Algunas gritan. Algunas se esconden, algunas marchan, algunas beben, algunas dicen mentiras piadosas. Algunas muerden el polvo, la bala, la mano que les da de comer. Algunas mandan en el gallinero. Algunas cuentan sus pollos antes de que rompan el cascarón. ¡Dios, qué colorido tapiz de mujeres ha hilado el mundo!

      Que esto sea algo novedoso en cualquier sentido nos habla de la subestimación y el pensamiento cerrado de ese mundo. En una reciente introducción a la antología Women Writers at Work publicada por Paris Review, Atwood señaló que los editores eligieron reunir a quince escritoras diversas, “por sobre lo que en algunos casos sería, sin duda, sus cadáveres”. Más adelante escribe: “A los editores les preguntaron: ‘¿Por qué no una reunión de escritoras?’. Bueno, por qué no: eso no es exactamente lo mismo que por qué”.

      En La novia ladrona conocemos a tres amigas de la universidad –Tony, Charis y Roz– y su némesis común y compañera de clase, la hermosa y malvada Zenia. En esta novela los hombres aparecen solo en el margen. En este juego, son la apuesta, las fichas, pero no los jugadores, ni siquiera las cartas. Los hombres son marginales, simbólicos. Como textos son malos, menores, obvios, predecibles. Es en las mujeres que la señora Atwood está interesada. Quiere un desafío. Quiere divertirse. Como en las historias de hadas que piden las hijas de Roz, quiere mujeres en todas partes.

      “¿A quién quieres que mate [la novia ladrona]?”, pregunta Tony, la narradora del cuento que es una narración revisada de los hermanos Grimm. “¿Víctimas mujeres o víctimas hombres? ¿O quizás una mezcla?”.

      Las chicas “se mantienen fieles a sus principios, no se echan atrás. Eligen mujeres para todos los papeles”.

      Tony es Antoinette Fremont, historiadora de la guerra y profesora en una universidad de Toronto. Investiga y enseña la historia de la guerra mientras la Operación Tormenta del Desierto avanza en el exterior. En su oficina, usando granos de pimienta, lentejas y piezas del juego Monopoly para los diferentes ejércitos, arma dioramas de antiguas batallas francesas. Se siente más feliz “en compañía de personas que murieron hace mucho tiempo”. Su amiga Charis le dice que ese interés en la guerra es “negativo” y “cancerígeno”. Una de sus colegas de la universidad le dice que al no hacer hincapié en la historia social Tony está “decepcionando a las mujeres”. El Departamento de Historia, piensa Tony, es “como una corte del Renacimiento: rumores, bandos, traiciones mezquinas, resentimientos y broncas”.

      La “fortificación” de Tony es su casa, donde vive y estudia, sin hijos salvo por West, su esposo. Para Tony “la guerra está acá. No se irá pronto… Lo personal no es político, piensa Tony: lo personal es militar. La guerra es lo que sucede cuando el lenguaje falla”. Además, las guerras tienen su lado positivo: mientras tienen lugar, caen los índices de suicidio.

      El punto de vista de Tony empieza y termina la novela. Al darle un lugar estratégico a su personaje, Atwood anuncia y refuerza sus temas y metáforas: que las víctimas vienen en todas las formas; que no es posible ser más listo que el mal; que combatir el fuego con fuego puede tener, para los observadores, su atractivo artístico e intelectual.

      Atwood trenza los puntos de vista de otros dos personajes en la narración. Uno pertenece a Charis, que está medio destruida pero es vidente. Charis es una mujer de la tierra New Age que en la década de 1960 “atravesó, a la deriva, sus años universitarios como si caminara por un aeropuerto”. Charis cree en los ejercicios de respiración y los tés y los jugos. Cree que uno puede negarse a participar de ciertas emociones.

      –Me gustan las hamburguesas pero no las como –dice.

      –Las hamburguesas no son una emoción –dice Roz.

      –Sí, lo son –dice Charis.

      El otro punto de vista es el de Roz, la editora fundadora de Wise Women World, una exitosa revista femenina que no ha perdido su consciencia social por completo. Roz se asegura de que la revista, aunque sea con poca energía, done generosamente a caridades: “Corazones, Pulmones e Hígados, Ojos, Oídos y Riñones”.

      Roz, nos dice Atwood, “tiene su propia lista. Sigue trabajando con mujeres golpeadas, con víctimas de violación, sigue con las madres sin techo. ¿Cuánta compasión es suficiente? Ella nunca lo supo y hay que trazar el límite en alguna


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