A ver qué se puede hacer. Lorrie Moore

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A ver qué se puede hacer - Lorrie  Moore


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también es la amante de Gray), una exseguidora de la secta del reverendo Sun Myung Moon, con una vena visionaria que le permite ver lo que los otros no ven y hablar con un mimetismo espeluznante de lo que los otros hablan. Y está Brita, la fotógrafa literaria, cuyos retratos de Gray, según creen ella y el mismo Gray por un breve lapso, lo ayudarán a salir al mundo de los vivos. Pero no pasará mucho tiempo hasta que deje de fotografiar escritores y se dedique a los que producen las verdaderas noticias: los terroristas.

      DeLillo escribió antes sobre terroristas, en la novela Jugadores, de 1977, pero en Mao II hay algo más dando vueltas: la terrible experiencia de Salman Rushdie. DeLillo comparte editor con Rushdie, y en Mao II la editorial neoyorquina que visita Gray tiene guardias de seguridad y revisa a los visitantes. La idea de un escritor tomado como rehén es comprensiblemente tan traumática para DeLillo que ha utilizado su narrativa para elaborar variaciones sobre el tema: el poeta con los ojos vendados en un sótano de Beirut; el novelista eremita y profesionalmente paralizado en un estudio en el estado de Nueva York. Y, en caso de que este par parezca apenas una metáfora melodramática, DeLillo, con una especie de insistencia, hace que sus vidas se crucen. Esto realmente puede pasar, parece estar diciendo. Busquen un escritor y encontrarán a un terrorista. Y a un rehén. Esta es la nueva dialéctica literaria. También son las noticias de la tarde.

      Ninguna prosa es mejor que la de DeLillo. “Soy un fabricante de oraciones. Como un fabricante de donas, solo que más lento”, dice Bill Gray. La descripción que hace DeLillo del rostro de un escritor a través del visor de una cámara se vuelve un poema completo con sus propias leyes: “Ella lo vio deponer su mirada nítida y transformarla en un temor de ojos brillantes que parecía emerger como desde el túnel de la infancia. Tenía la fortaleza de la última plegaria. Ella trabajó para llegar a esa mirada. El rostro exhausto y laxo se volvía plano, blanco y negro, los labios partidos y las cejas anchas, líneas de la edad que articulaban la barbilla, antiguos remordimientos y antiguas confusiones”.

      La novela está también repleta de fragmentos que exhiben el gran talento del autor con una escena y múltiples puntos de vista. Está, por ejemplo, la apertura orwelliana: una boda en masa de trece mil personas en un estadio de los Yankees. “Es como si hubieran diseñado este evento para que sea el máximo grado de vergüenza para los parientes”, dice uno de los “padres carnales”, mientras revisa en vano los velos de las novias en busca de su hija. “Cómo odian nuestra voluntad de trabajar y luchar”, piensa Karen, la hija que el padre busca. “Quieren mandarnos de vuelta al país del césped”.

      Hacia el final de la novela, DeLillo hace que Bill Gray (que ha sufrido lesiones internas a causa de un accidente en Atenas en el que el conductor huyó) se siente en un restaurante de Chipre para tener una conversación banal, ingeniosa y codificada con un turista británico. Nos entrega el retrato del artista como un Mercucio agonizante y algunos de los mejores diálogos del libro: lenguaje que suena más como discurso hablado que escrito. Con frecuencia, en la compleja orquestación de sus ideas, DeLillo hace que sus personajes nombren y canten todas sus canciones por él; los hace hablar en deslumbrantes bloques de ensayo autoral como si hubieran sido creados por alguien a quien ya no le importa cómo habla la gente en realidad. Aquí, en cambio, en esta amarga escena de restaurante, todo –la tensión, el tono, el diálogo– está exactamente bien.

      Entre la miríada de otras cosas para admirar en Mao II está la forma en que DeLillo captura la porción representativa de una ciudad, su habilidad para reproducir inefables ritmos urbanos, sus deslumbrantes evocaciones de vistas y olores. Tiene un ojo perceptivo y satírico que nota los detalles inesperados, como “las uñas del pie color sepia de Gray” o “el libro del cáncer para colorear”, en el bolsillo lateral de la puerta de un auto.

      Efectivamente, Mao II regresa una y otra vez a la idea mayor de la imagen: su uso como un puente entre lo público y lo privado, su integridad dudosa, su política santurrona. Una boda en masa, una sesión de fotos con un escritor, una revolución internacional, todos intentos de una eliminación del yo a través de la replicación en imágenes del yo. Visto de esta forma, la imaginería es una especie de cementerio, un depósito del residuo proliferante de la vida. (“La habitación lo vació de añoranzas”, escribe DeLillo del poeta rehén en esa celda de un sótano. “Fue dejado con las imágenes”). En el sistema metafórico de DeLillo, el yo representado y multiplicado equivale a la muerte: un ejército es lo opuesto a una persona. La semejanza es la tela del adiós. Solo la anárquica Beirut parece haber “consumido todas sus propias representaciones”; Gray tiene problemas incluso para encontrar un mapa del lugar.

      Si con Mao II uno se emociona menos de lo que se involucra y se impresiona con frecuencia, eso es algo a negociar con un libro de DeLillo, quien pocas veces es un escritor emotivo. Sin embargo, es posible que el lector se encuentre esperando al menos un poco de algo parecido al sentimiento y la fuerza de, por ejemplo, el monólogo de Marguerite Oswald en el capítulo final de Libra, o incluso el frío humor negro de Ruido de fondo, que logró tantos mareos sostenidos y enlutados.

      De todas formas, dentro de sus propios parámetros, dentro de los límites de su propio discurso paradójico, el nuevo libro de DeLillo triunfa de forma tan brillante como sus libros anteriores. Pensemos en los refranes mismos de la novela: el recuerdo de Gray de un chiste familiar que consiste en repetir las instrucciones en la sección de sombreros del catálogo de Sears: “Mídase la cabeza antes de pedir” y el canto devoto de un mendigo ignorado: “Todavía te amo. Déjame un poco de cambio… Todavía te amo”.

      (1991)

      DÍA DE LAS ELECCIONES DE 1992: VOTANTES EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

      ¿Es demasiado tarde para notar que los tres candidatos son zurdos? Este hecho dejó, para decirlo de alguna forma, una impresión inquietante. No debido a los diversos prejuicios arcaicos contra los zurdos: que son siniestros, como la palabra italiana (sinistra), o torpes, como la francesa (gauche), o que tienen un cerebro organizado en el misterio y la improvisación.

      No, fue inquietante, sobre todo, porque al observar a los candidatos daba la impresión de estar viendo un reflejo, como si todo estuviera teniendo lugar del otro lado de un espejo. Y ese aire a Lewis Carroll era enervante, en particular por la gente involucrada.

      Supongo que lo que quiero decir es que el pueblo estadounidense (una frase que espero no volver a escuchar nunca más, pero la dije, y sin ese típico acento sureño que arrastra las palabras, el gangoseo texano o la mofa de Camp David). El pueblo estadounidense, tan veleidoso e indiferente. ¿Qué quiere? Mientras lo observé ser cortejado todos estos meses, se me ocurrió que los candidatos eran realmente pretendientes, que tenían estilos de cortejo: actitudes y trucos.

      Intentaban conseguir una cita –el 3 de noviembre– con el pueblo estadounidense. Bill Clinton era el hombre salido de un aguafuerte, el tipo de mirada entrañable pero universitaria, la boca enroscada, tanto calor en la cara y tanta agitación impaciente dentro del traje, que parecía que la ropa iba a salírsele volando. En su casa había discos de jazz y obras de arte. “Es el momento de un cambio”, dijo, y miró a su alrededor.

      Ross Perot vino directo a la puerta y tocó el timbre. “Estoy loco por ti. No tengo nada más para decirte”. El pueblo estadounidense notó el adjetivo, pero estaba encantado. Cuando Perot se fue de la ciudad para asistir a la boda de un pariente, el pueblo estadounidense se sonó la nariz y empezó a ver a otros hombres. Cuando dos meses más tarde apareció nuevamente en la oficina del pueblo estadounidense, este llamó al 911. (Por supuesto, marcó mal y lo conectaron con el 411: información, comerciales informativos).

      George Bush prometió seguridad: “No beberé y conduciré, no como ya saben quién”. Pero el baúl de su auto estaba cerrado con llave: ¿drogas panameñas?, ¿recibos de depósitos de bancos iraquíes?, ¿ejemplares de Hamlet?, ¿de Ricardo II?

      Fue doloroso verlos en Richmond negociar sobre las banquetas que ocuparían. Los asientos informales de este segundo debate imitaban los de un talk show diurno –como los de Oprah Winfrey y Phil Donahue–, y esta puesta en escena parecía serle particularmente incómoda


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