A ver qué se puede hacer. Lorrie Moore

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A ver qué se puede hacer - Lorrie  Moore


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Cheever decidió escribir (en una breve biografía para Atlantic Brief Lives, en 1971), y Donaldson, que también ha escrito biografías de Fitzgerald y de Hemingway, nos dice que “es indudable que cuando redactó esa breve vida de Fitzgerald, Cheever estaba escribiendo sobre sí mismo”. Sin embargo, la vida de Cheever parece, finalmente, una vida más ordinaria y más conmovedora y triste que la de Fitzgerald. Como señaló una vez Wilfred Sheed: “Cheever… me recuerda a esa vieja historia sobre el paciente con la cama junto a la ventana que inventó un mundo alegre en el exterior para hacer sentir bien a los otros pacientes a pesar de que su ventana daba a la pared de un banco”. Es fácil sospechar, y hasta percibir, la intimidad de Cheever con esa pared. Atrapado en la compra alcohólica de olvido y euforia, dentro de una carcasa marital a la que solo le declaraba una lealtad formal, esperando aliviar la falta de amor que había sentido de su madre y su esposa (ambas llamadas Mary), Cheever construyó una vida de hermosas palabras; una voz mezclada con el acento inglés y el acento yankee, una prosa de tonos eclesiásticos, de tristeza y afirmación lírica. Sus frases habladas eran tan elegantes que, a veces, la gente que no lo estaba mirando pensaba que leía. Fue al mismo tiempo un “Thurber sin dientes”, un malvado escritor de sátiras, y el Chéjov de Westchester. En su trabajo y en su espíritu siempre hubo una división entre lo “celebratorio y lo despectivo”. Cuando fue elegido para formar parte del Instituto Nacional de Artes y Letras, bromeó al respecto con el cantito: “Daba da, daba du, daba do, somos miembros del instituto”. Pero tenía un gran respeto por las ceremonias y los reconocimientos, y en los años que siguieron propuso la nominación y la distinción de decenas de otros escritores que admiraba.

      Sin duda, es a través de su trabajo que se llega a conocer a un autor –su mejor y esencial yo–, sin tener que rescatarlo o explicarlo. Un cuento es “el apaciguamiento del dolor”, decía Cheever, que sentía que el cuento poseía una intensidad de la que carecía la novela. “En un elevador de esquí detenido, en un bote que se hunde, en el consultorio de un dentista o de un médico… o en el momento mismo de la muerte, nos contamos un cuento”. Donaldson se detiene en su análisis de los grandes relatos de Cheever –“Adiós, hermano mío”, “El esposo rural”, “La geometría del amor”– como un jardinero que los cuida, aunque no coseche ningún fruto de ellos salvo la belleza. Fred Cheever dijo sobre su padre: “Nadie, absolutamente nadie, compartía su vida con él”. Donaldson tiene eso en común con el tema de su libro: el impulso de compartir una vida que no puede ser compartida, aunque sí puede ser escrita con el cuidado de un jardinero, con las palabras plantadas como un beso.

      (1988)

      LOVE LIFE, DE BOBBIE ANN MASON

      Bobbie Ann Mason escribe la clase de ficción que sus propios personajes nunca leerían. Si apagan el televisor el tiempo suficiente como para mirar un libro, sus personajes se sienten inclinados hacia las novelas calientes y góticas a las que ellos mismos se refieren como “novelitas eróticas”. “No leo”, dice un personaje de Mason. “Si leo, simplemente enloquezco”.

      Esto pone a Mason, nacida en Kentucky, en esa posición extremadamente desolada y literaria de no ser por completo del mundo sobre el que escribe, pero tampoco de aquel para el que escribe (la mayor parte de sus relatos han aparecido en The New Yorker). En este lugar intermedio, no hay reproches que se puedan hacer, no hay yo que se pueda mitificar, ningún “ismo” encaja. Mason escribe desde una ligera distancia (que solo es ligeramente insegura), un lugar de ironía amistosa, y su pluma nunca condesciende ni pincha. Es amable con su buena gente de campo (cuya idea de la maldad es estacionar en el lugar reservado para discapacitados en el centro comercial), de una forma en que Flannery O’Connor (con quien Mason es, a veces, extrañamente comparada) nunca habría podido serlo. Pero duda en embellecer, en mostrar el diamante en bruto que hay en los toscos pueblerinos. Rechaza desmantelarlos, juzgarlos, ser ellos. Da la impresión de que Mason solamente hubiera juntado sus personajes, juntado el material sobre ellos, juntado –en el espíritu insular del curador o el espía– lo que sabe, dejando de lado lo que piensa.

      Y esa tal vez sea la razón por la cual la forma más fuerte de Mason no es la novela ni el cuento, sino la colección de relatos. Es allí, al tomar la pluma cada veinte páginas para recomenzar, al acumular capas de ecos y superposiciones, que Mason describe con mayor riqueza una comunidad de vidas contemporáneas: ese es su mayor talento. Podría decirse que la belleza tranquila y acumulativa de su libro Shiloh solo es comprable dentro de su obra (que incluye las novelas In Country y Spence and Lila) con su nueva colección de relatos Love Life. Aquí hay solidez, en el sentido de la palabra cuando se usa para describir ejércitos y equipos deportivos: una acumulación, una provisión. Cuando un relato termina, otro se apresura a ocupar su lugar. También hay profundidad. Mason moja su pluma en la misma tinta una y otra vez, porque su conocimiento del Estados Unidos provinciano promedio sobre el que escribe –casi siempre centrado en Kentucky y Tennessee– es enorme e interminable. Cada pequeña historia aporta un poco más a la comprensión de esa enormidad por parte del lector.

      En la nueva colección de relatos de Mason, sus temas de la asfixia y el deseo provinciano vuelven a estar presentes; pero esta vez les ha dado una nueva expansión improvisatoria. A pesar de que algunos de los quince relatos de Love Life (como sucede con el que le da título al libro) repiten la estructura con forma de ocho que tiene Shiloh –una narrativa que gira con gracia alrededor de varias combinaciones de personajes y luego forma un arco para regresar al personaje del que partió–, muchos de los relatos en el libro se abren de forma inesperada, se descarrilan, o se vuelven a encarrilar, en giros extraños, demostrando una soltura direccional. “Magia de medianoche” introduce el hilo dramático de un pueblo aterrorizado por un violador desconocido, pero luego deja de lado las violaciones y termina con el dilema moral de un personaje que no sabe si reportar o no un accidente en el que el conductor se dio a la fuga. “Dedos de piano” comienza con la monotonía sexual de un esposo y termina con un padre comprándole a su hija un teclado en la tienda de pianos. Sin duda, los principios y los finales se iluminan mutuamente, pero solo de forma indirecta, difusa. A lo largo del camino, los elementos son rara vez desarrollados de manera lineal y una vez introducidos suelen ser abandonados en su totalidad.

      Pero esta falta de previsibilidad mantiene vivos los relatos de Mason. Su escritura está hecha de una voz desnuda, sin vanidad. En “Campeones del estado”, que rememora una adolescencia de pueblo, la narradora de mediana edad termina comprendiendo de forma tardía y oblicua la importancia de que el equipo de básquet de su escuela secundaria hubiera ganado el campeonato estatal. Veinte años después del hecho, alguien que no es de su comunidad lo rememora por ella:

      –Pues eran solo un puñado de muchachos de campo que apenas podían comprar calzado deportivo –me dijo el hombre en el estado de Nueva York.

      –¿Sí? –Lo que acababa de decirme era nuevo para mí.

      Lo que conduce, enrevesadamente, a uno de los relatos más fuertes de Mason sobre el analfabetismo del corazón provinciano. La narradora recuerda su enamoramiento adolescente por un chico que le da una “novela de ocho páginas”, una tira de historietas de Li’l Abner algo obscena. “Era asquerosa. Pero yo estaba emocionada de que me hubiera mostrado el librito”. Cuando la hermana de su mejor amiga muere, la narradora recuerda haberla evitado.

      No sabía qué decirle. No podía decir cualquier cosa, pues no habíamos sido criadas para decir cosas que fueran sentidas y con gracia… No decíamos que lo lamentábamos. Nos escondíamos por las dudas que se nos solicitara hacer algún comentario apropiado de la misma forma en que a algunos ancianos les pedían que rezaran en la iglesia. En la escuela Cuba, había una profesora o dos que les hacían escribir a sus alumnos “Te amo” quinientas veces sobre el pizarrón como castigo. “Amor” era una mala palabra, y yo la había visto en las paredes del baño de las chicas: resplandeciendo en un horrible lápiz labial rojo. En la novela de ocho páginas que Glenn me mostró, Li’l Abner le decía “te amo” a Daisy Mae.

      Lo que está permitido decir y lo que no siempre es un tema problemático en los pueblos. “Si no quieres escuchar nada sobre eso, ¿por qué no lo dices?”, comienza el relato “Mentiras


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