A ver qué se puede hacer. Lorrie Moore

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A ver qué se puede hacer - Lorrie  Moore


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una duda que parece roer solo a las mujeres veinteañeras: ¿Esto que estoy llamando amor es solamente buen sexo? Y su descorazonador corolario: ¿Es posible que esto que estoy llamando buen sexo no sea ni siquiera tan bueno? Nin usa ropa interior negra. Aquí no hay preguntas filosóficas pesadas. Nin sabía todo sobre belleza y juegos sexuales, y escribió sobre el tema con una poesía y una inteligencia que pueden pasar por profundidad. Su sensibilidad frente a lo físico y lo emocional era tal que virtualmente todo en su vida –desde las comidas hasta el acto de darse la mano con alguien– se volvía un momento estético.

      “Hay dos formas de llegar a mí”, escribió Nin en diciembre de 1931, poco después de conocer a los Miller, “a través de los besos o a través de la imaginación”. June Miller llegó a ella a través de lo último, y Henry a través de lo primero. La relación de Nin con June fue ampliamente una relación de mutua infatuación, y se expresó en conversaciones intensas, caminatas, regalos de perfumes, medias y joyas. Y aunque Nin soñaba con frecuencia que June tenía un pequeño pene secreto (seguramente alguien se está revolcando en una tumba en alguna parte), su deseo mutuo parece haber permanecido delicado y sin consumar. “Nuestro amor iba a morir. El abrazo de la imaginación”, escribió Nin. Cuando, a principios de 1932, June dejó París para ir a Nueva York a encontrarse con una amante lesbiana que decía tener allí, fue Henry, doce años mayor que Nin, con quien ella se involucró sexualmente; Henry, con quien experimentó “el calor blanco de la vida”. “Te enseñaré nuevas cosas”, dijo él. Y algunas semanas después, Nin escribió en su diario: “Es fácil amar y hay tantas maneras de hacerlo”.

      Quizás no haya habido otros dos escritores que se hayan interesado tanto en los apetitos eróticos como Nin y Henry. “Por primera vez”, escribió Nin, “estoy frente a una naturaleza más complicada que la mía”. Efectivamente, la reunión de Nin y Henry parece el combate entre Ali y Frazier del sexo literario. Cuando no estaban registrándose juntos en algún hotel al mediodía (e incluso cuando lo estaban), se leían manuscritos el uno al otro, conversaban sobre sus gustos por Lawrence y Dostoyevski, escribían textos larguísimos y amorosos para y sobre el otro. Las palabras de Miller eran explosivas, agotadoras. Las de Nin eran experimentales y metafóricas, intentando asir con la poesía lo que ella sentía que el “realismo” de él no podía capturar. “Mi trabajo es la esposa de su trabajo”, escribió.

      Aunque Nin afirmaba haber crecido mucho en este período, su salvaje pasión por Miller finalmente decayó. Empezó a sentir cada vez más ternura por su esposo banquero, Hugo, un hombre que en Henry y June es mostrado como su verdadera ancla. Alguien que le proveía una casa suburbana, una mensualidad y un psicoanalista famoso con el que también tuvo un affaire. Los verdaderos bohemios la dejaban indiferente. Las solapas y los puños raídos de las chaquetas de Miller la entristecían. Igual que su terrible vista (debilitada por su trabajo como corrector de pruebas en un periódico). Empezó a molestarle cada vez más que Miller le pidiera dinero y lo gastara en prostitutas. En una ocasión en que Nin le llevó a Miller un desayuno elegante en una bandeja “lo único que dijo era que añoraba el bistró de la esquina, la barra de zinc, el insípido café verdoso y la leche llena de nata”. Hacia el final, Nin había descubierto al muchacho perverso en el corazón del hombre, había expuesto la incapacidad emocional y financiera de Miller y su crueldad mezquina. Había conquistado una figura paterna, pero ya no creía en ella. Cuando el affaire terminó antes de que pasara un año, escribió de manera conmovedora: “Anoche, lloré. Lloré porque ya no era una niña con la fe ciega de una niña… Lloré porque no pude seguir creyendo y yo amo creer”.

      A diferencia de lo que sucedió con el adulterio privado de Miller y Nin, el amor público y glamoroso que tuvieron Marilyn Monroe y su segundo esposo, la estrella retirada de los Yankees Joe DiMaggio, podría haber estado destinado a la felicidad. Pero fue a todas luces una unión no feliz, y como ni Monroe ni DiMaggio tenían la costumbre de escribir diarios apasionados, pocas personas supieron la razón íntima del fracaso de su matrimonio. La más reciente en una sucesión interminable de biografías, Joe and Marilyn: A Memory of Love, hace poco para remediar ese estado de desconocimiento.

      El mayor problema con este libro es que no tiene suficiente material. El matrimonio de Monroe y DiMaggio duró solo nueve meses, y DiMaggio, que sigue vivo, se negó a hablar con cualquiera sobre Monroe, y tampoco lo hizo con Kahn, el autor del libro. Entonces, Kahn tuvo que bailar un poco de tap retórico. Cuando en Joe and Marilyn se le acaban las cosas para decir sobre las vidas de “El señor y la señora América” (como los apodó la prensa), sin vergüenza resume tramas de películas, alecciona sobre costumbres sexuales y opina sin saber sobre estilos de bateo. Cada tanto, bajo ese rapto de improvisación, simplemente levanta las manos y va por párrafos de una línea como: “Qué vida triste y difícil”.

      A diferencia de Nin y Miller, DiMaggio y Monroe provenían de ambientes de privación y gozaron de un ascenso veloz al estrellato que tuvieron que pagar caro. Él era hijo de padres sicilianos pobres, ella pasó su infancia en una serie de hogares transitorios y en un orfanato en Los Ángeles. Cuando se conocieron, ambos se excitaron con la fama del otro y con la impresión algo errónea de que eran espíritus emparentados. Los dos buscaron consuelo en las fantasías hogareñas que cultivaban el uno del otro. Para Monroe, DiMaggio era protector, cortés y paternal. Para DiMaggio, Monroe era el ama de casa más sexy de Estados Unidos. Lo que Marilyn tuvo fue un Joe promedio al que le gustaba sentarse frente al televisor a mirar deportes todo el día. Lo que DiMaggio tuvo, entre otras cosas, fue una mujer que raramente planchaba.

      En la flor de su vida, DiMaggio fue exitoso y venerado; cultivaba una reserva a la antigua que puede o no haber escondido una naturaleza más turbulenta, dependiendo a quien uno escuche. Monroe, por contraste, era exhibicionista y le costaba explotar su talento, y el mismo Hollywood que la había transformado en una estrella la denigraba. Pero Monroe no era estúpida. Como señala Kahn, coleccionaba libros sofisticados y desplegaba un ingenio sexy e impúdico. Una vez, cuando le preguntaron qué tenía puesto durante una sesión de fotos, contestó: “La radio”. Sobre su esposo solía decir: “Joe trae un bate enorme al dormitorio”.

      Este último ejemplo, escribe Kahn, sugiere por qué la pareja se separó: su relación era primordialmente física. Monroe se irritaba con lo que sentía eran las limitaciones intelectuales del matrimonio, y DiMaggio se sentía cada vez menos cómodo con la sexualidad ampliamente pública de Monroe, algo que ella llamaba “una carrera”. Kahn insiste, sin embargo, que el amor de DiMaggio por Monroe continuó durante mucho tiempo después de su matrimonio, que fue una “llama que lo abrasaba sin cesar”, que él intentó protegerla de los “falsos” de Hollywood y de los fríos pabellones psiquiátricos. De todas formas, la batalla perdida contra la enfermedad mental de Monroe se ha vuelto una leyenda de Hollywood, y DiMaggio es una suerte de caballero errante inútil dentro de esa leyenda. “Joe DiMaggio la tiró afuera”, decían los titulares de los diarios cuando él y Monroe anunciaron el fin de su matrimonio.

      Kahn, especulando desde la periferia, no puede esperar haber armado un libro que vaya más allá de la transcripción compasiva de rumores. Y los libros como los de él, a diferencia del rico documento personal de Henry y June, constituyen una evidencia más de la cruel trivialidad y el robo mezquino que son casi todas las biografías de celebridades. Como cronista, Kahn solo permanece en el perímetro de su tema y debe adoptar el rol de voyeur. Escribe: “Sabemos que cuando se suicidó, el 4 de agosto de 1962, Marilyn necesitaba una pedicura”. ¿Es eso lo que deseamos saber? Mientras miramos a Joe DiMaggio vender cafeteras en televisión y nos seguimos preguntando por el hombre con el que Marilyn Monroe se casó, la respuesta, aunque macabra, sea, quizás, sí.

      (1987)

      JOHN CHEEVER

      La literatura, cuando ocurre, es la correspondencia entre dos agorafóbicos. Es solitaria y esperada, brillante y pura y temida, un casamiento de pájaros, una conversación entre ciegos. Cuando la biografía se entromete en ese acto entre lector y autor, es posible que lo haga a través de vehículos pequeños –fotografías, sobrecubierta de libros, rumores– estacionados en el frente de la casa. En su forma más elaborada y crítica –la biografía– se


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