El hecho inesperado. Mercedes Montero Díaz
Читать онлайн книгу.de las farmacias, puestos burocráticos y administrativos de niveles inferiores o la docencia no universitaria. El desarrollo de «nuevas profesiones» como la de telefonista, secretaria de oficina, vendedora de billetes o empleada de tienda les abría otras puertas, sobre todo a las jóvenes de clase media necesitadas de contribuir a la economía familiar. Pero en el fondo, estas facilidades de empleo se debían, en general, a la idea de que se trataba de trabajos especialmente aptos para la mujer, puesto que «son sedentarios, exigen más habilidad que inteligencia, paciencia que actividad, rutina que capacidad de iniciativa»[20]. Es decir, seguían fundamentados en la inferioridad de la mujer, desde una base biologicista. Otras profesiones como la de matrona, practicante o enfermera habían recibido reconocimiento oficial desde 1904 y, como las anteriores, se las consideraba «esencialmente femeninas».
La educación femenina en los años treinta
En cualquier caso, había una voluntad de mejorar la educación de la mujer y su preparación para entrar en el espacio público. A principios de la década de los 30 el analfabetismo femenino era de un 58 %, pero esto era ya un avance respecto al 70 % de principios de siglo[21]. El nuevo régimen aceleró la creación de escuelas para niñas y declaró obligatoria la enseñanza primaria. De esta forma se dio un progresivo aumento de la matrícula femenina en la enseñanza secundaria y bachillerato que subió de un 17 % en 1930 a un 46 % en el curso 1935-1936[22].
La educación universitaria no creció en la misma proporción. Antes de estallar la Guerra Civil el alumnado femenino universitario ascendía a un 8 %, con predominio de carreras como Filosofía y Letras y Farmacia. Pocas de ellas ejercían luego su carrera profesional, puesto que lo habitual era que abandonaran sus trabajos una vez que contraían matrimonio. Científicas como Dorotea Barnés o Enriqueta Castejón cortaron prometedoras carreras al casarse. No solo porque se considerase que el lugar de la mujer casada era el hogar, sino también por el desprestigio que llevaba consigo para el marido. Un buen esposo debía ser capaz de mantener la posición económica de la familia[23].
Sin embargo, tanto la Institución Libre de Enseñanza —a través de la Junta de Ampliación de Estudios— como iniciativas católicas —la Institución Teresiana, por ejemplo— veían la necesidad de formar mujeres para la nueva sociedad que estaba creciendo. Unos y otros las consideraban —por distintos motivos— un terreno virgen, un futuro en el que invertir para influir de modo positivo en la población[24]. La ILE había sido fundada en 1876 por un grupo de catedráticos expulsados de la universidad y algunos políticos progresistas. Sus promotores profesaban un laicismo más o menos beligerante y tenían el convencimiento de que el atraso español se debía a la influencia cultural de la Iglesia Católica. Con la llegada del siglo XX, el gran debate nacional fue la regeneración de España a través de la educación. Católicos y hombres de la ILE intentaban orientar el diseño político de la enseñanza. A partir de 1905, los segundos lograron influir de manera decisiva en esta tarea.
En el ámbito universitario pusieron en marcha una serie de organismos, de los que asumieron la dirección, siendo financiados con dinero público. Interesa mencionar la Residencia de Estudiantes (1910) y la Residencia de Señoritas (1915), en la que nos detendremos a continuación. Ambos establecimientos formaban parte importante de sendos proyectos de regeneración nacional. La Residencia de Señoritas aspiraba a educar a la mujer nueva para que estuviera a la altura del hombre nuevo. Por entonces, el número de matrículas femeninas era exiguo: sesenta en la Universidad Central de Madrid en el curso académico 1915-1916, cuando se abrió la Residencia de Señoritas. Puede afirmarse que no existía demanda para fundarla, pero sí un gran interés en hacerlo.
Desde marzo de 1914 existía en Madrid una residencia para universitarias, debida a la iniciativa de Pedro Poveda. Esta fue la primera residencia universitaria femenina de la historia de España. Poveda asumió el dinamismo pedagógico que representaba la ILE (en cuanto a medios, métodos y procedimientos), pero «creyó firmemente que la renovación de la educación, de la cultura y de las relaciones entre los hombres eran posibles desde la fe y no renunciando a ella, según la propuesta laicista de entonces»[25]. Percibió que España se jugaba su futuro en el campo de la enseñanza y que era necesario entrar en la batalla por su orientación. Le pareció fundamental la formación de maestros que ocuparan puestos oficiales en las escuelas públicas y desde allí irradiaran ciencia y fe. La idea nueva arraigó igualmente en tierra nueva, la mujer.
La necesidad de potenciar la educación superior femenina explica la oferta de ambas iniciativas residenciales. Pero al ser escasa la demanda, los dos centros debieron nutrirse principalmente, durante los primeros años, de estudiantes de magisterio y de jóvenes que preparaban oposiciones para ejercer de maestras. A pesar de estar orientadas por muy distintos principios, lo cierto es que las dos residencias siguieron un camino muy similar en cuanto a la formación de las estudiantes. En esto ambas hubieron de plegarse al principio básico de adecuación a la realidad. Las dos intentaron fomentar un ambiente propio de la inteligencia, de ayuda mutua, de contacto con mujeres maduras, ya formadas, que pudieran orientar a las jóvenes. Se dio prioridad a los libros, a los idiomas, a las actividades culturales, a las conferencias, a la vida intelectual. Incluso los precios fueron muy similares en una y otra Residencia durante la década de los veinte, poniendo así de manifiesto que ambas se dirigían al mismo segmento social. También hubo frases que se repitieron casi igual en uno y otro centro, cuando se hablaba de su espíritu, que era fundamentalmente descrito como un ambiente de familia. De familia cristiana, explicitaban en la Residencia Teresiana. De familia española bien organizada en su régimen moral, repetía constantemente María de Maeztu (la directora) cuando hablaba de la Residencia de Señoritas.
La influencia pública de esta última fue mucho más amplia y notoria que la de la Residencia Teresiana. Esto se debió, por una parte, a la colaboración del Instituto Internacional, una corporación norteamericana de cuño protestante, destinada a la educación de la mujer. Por otra, la Residencia de Señoritas giraba, como se ha mencionado, en la órbita de la ILE, con la influencia intelectual y política que eso llevaba consigo. Todo contribuyó a que se convirtiera en un verdadero foco de cultura femenina durante sus años de vida. Las vanguardias de los años veinte encontraron amplio eco en sus salones. Las intelectuales, poetas, escritoras y mujeres de la política pasaron de una forma u otra por aquel centro. El Instituto Internacional enriqueció la vida de la Residencia con la presencia de profesoras y alumnas extranjeras, con la plena disponibilidad de su buena biblioteca, con la instalación del Laboratorio Foster de Química y, sobre todo, con las becas para estudiar en prestigiosas universidades norteamericanas[26]. En la tradición de ambas residencias se inspiraría el primer apostolado corporativo de las mujeres del Opus Dei, la residencia universitaria Zurbarán, que se inauguraría en el año 1947, como veremos.
Nunca se podrá saber cómo hubiera evolucionado la situación de la mujer en España, si no hubiera estallado la guerra civil. En cualquier caso, a pesar de los pequeños avances que se apuntaban, la realidad era la de una España dividida y enfrentada que desembocó en un sangriento choque. El país que saldría de ese conflicto bélico sería un país diferente en muchos sentidos y con problemas más acuciantes que solucionar: el hambre, las enfermedades y la necesidad de una reconstrucción económica y social, entre otras cosas.
UN PASO ATRÁS: LA POSGUERRA ESPAÑOLA Y SU VISIÓN DE “LO FEMENINO” (1939-1950)
El régimen nacido de la guerra civil derogó la Constitución republicana y las leyes promulgadas en ese período. Se restablecía la situación anterior, regulada por el código civil de 1889. Al menos desde el punto de vista legal, era una marcha atrás respecto a los derechos de la mujer. Quedaba bajo la tutela del padre o del marido, de una manera casi permanente, al fijarse la mayoría de edad para ellas en los 25 años y, determinar que, si no estaban casadas, seguían bajo la potestad paterna.
La dedicación a otros trabajos iba en menoscabo de la familia o de su feminidad, valores que había que preservar. En realidad, no estaba muy alejado de lo que se pensaba de la mujer en la década de los treinta, pero lo cierto era que se la consideraba un ser frágil y delicado necesitado de protección y, legalmente, una menor de edad. Tenía que pedir permiso para todo (al padre, al marido, al hermano mayor): para abrir una cuenta