Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso - VV.AA.


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para ayudarlo, pero se detuvo cuando el cardenal sacudió la cabeza vigorosamente en señal de rechazo. Brendan volvió a sentarse y esperó. El cardenal finalmente consiguió ponerse de pie. Se dio la vuelta, caminó vacilante hacia el banco al otro lado del que ocupaba Brendan y se sentó con cuidado. Brendan miró a los ojos al hombre sentado al otro lado de la nave de alfombra granate y quedó horrorizado por las facciones demacradas, la carne apergaminada y casi traslúcida, las grandes ojeras. El cardenal Henry Farrell, pensó Brendan, parecía una fruta marchita o a la que se le hubiera quitado el corazón.

      Los labios del anciano se recogieron en una especie de sonrisa desconcertada. Una serie de emociones que Brendan no supo descifrar se movían como sombras de luna en los llorosos ojos grises.

      —El peligro, el mundo y las buenas obras parecen haberle hecho bien, sacerdote. Tiene usted muy buen aspecto.

      —Usted no.

      —Voy a morir… pronto.

      —Lo lamento.

      Con mano temblorosa, el débil príncipe de la Iglesia hizo un gesto de desdén y de nuevo sonrió.

      —Sin duda son misteriosos los caminos del Señor, ¿verdad?

      —Eso he oído, padre.

      —Supongo que podría decirse que en un sentido yo lo creé a usted.

      —¿Por qué, padre?

      —Yo creé este “sacerdote” en el que se convirtió, este hombre con tanta fama, o mala reputación, como dirían algunos, que ahora es nada menos que investigador privado especializado en asuntos religiosos y espirituales, acérrimo defensor de los niños y sus derechos. Antes usted no era más que… un sacerdote. He oído una y otra vez que es una encarnación de Cristo mucho más efectiva ahora en su deshonra que antes de su… cambio de profesión. Las implicaciones de esto para la Iglesia son tema de acalorados debates entre ciertos teólogos. Casi nunca se menciona mi nombre. En realidad creo que mi papel en todo esto se ha olvidado.

      Brendan no dijo nada. Se sentía extrañamente distanciado, separado de este viejo enemigo y de la institución que representaba por un infranqueable muro de traición, pér­didas, dolor y muerte.

      —Usted nunca fue buen sacerdote, Brendan —prosiguió el cardenal con una voz que parecía elevarse con pasión nacida del enojo o del arrepentimiento—. Siempre fue rebelde, nunca estuvo a gusto con la Iglesia. Siempre cuestionaba lo que no tenía ningún derecho a cuestionar.

      —Cuestionaba lo que usted no quería que yo cuestionara, su eminencia, pero siempre lo obedecí, ¿o no? —Brendan hizo una pausa para dar tiempo a que retrocedieran las oleadas de enojo y viejo resentimiento que empezaba a sentir. Cuando se esfumaron continuó—: Me retiré a hacer penitencia cuando usted me lo ordenó y salí para hacer su mandado cuando usted me dijo. No era la Iglesia lo que me tenía incómodo.

      El cardenal se puso rígido.

      —¿Mi mandado?

      —Es lo que dije.

      —Era un asunto de Dios.

      —Era un asunto de usted.

      —La razón por la que se le ordenó retirarse, para empezar, era enseñarle que a usted no le corresponde hacer esos juicios.

      Brendan reprimió un suspiro.

      —¿Por qué me pidió venir, padre?

      El anciano, esquivando la mirada de Brendan, miró hacia el altar y, más allá, la enorme figura de madera pintada de Cristo clavado en una cruz.

      —Le dije que moriré en poco tiempo. Mis asuntos profanos están en regla y ahora trato de hacer lo mismo con mi alma.

      —¿Qué quiere de mí, padre? —preguntó Brendan en tono neutral.

      —Quiero que escuche mi confesión.

      Brendan no creía haber oído correctamente al hombre; de ser así, sólo podía significar que haberle hecho acudir a él era la broma lamentable de un anciano moribundo, o que la mente de ese hombre estaba deteriorándose. No dijo nada.

      —¿Rechazaría la petición de un hombre tan cercano a la muerte?

      —No entiendo la petición.

      —No le pido entenderla, sólo concederla.

      —No estoy precisamente cualificado para escuchar su confesión, ¿o sí? ¿Por qué querría participar en una acción herética? Algunos de sus colegas más conservadores podrían decir que usted cometió herejía con tan sólo haberme hecho esa petición, suponiendo, esto es, que lo dijera en serio.

      El anciano abrió la boca y emitió un raro sonido áspero. Brendan tardó unos momentos en darse cuenta de que estaba riendo.

      —¿Desde cuándo le ha preocupado lo que la Iglesia consi­derara, o no, herejía? No creo que le importara mucho ni siquiera antes de que lo expulsaran del sacerdocio.

      —Qué cosas me preocupen son asunto mío, padre —respondió Brendan, sereno—. Perdóneme por decir que antes ha jugado conmigo, y no puedo evitar preguntarme si esto no será parte de algún otro jueguito.

      El cardenal apartó la mirada abruptamente; cuando volvió a dirigirla a Brendan, sus ojos apagados y llorosos adquirieron un brillo inusual.

      —Esto no es un juego, Brendan —dijo, enérgico.

      —Sus pecados no tienen nada que ver conmigo.

      —Sabe que eso no es cierto. —Hizo una pausa, se echó hacia delante y agregó—: Algunos pecados se empeñan en volver para castigarlo a uno en esta vida. Escúcheme.

      —No voy a oír su confesión.

      El cardenal suspiró y volvió a recargarse en el banco.

      —¿Por qué me acusa de haber jugado con usted? Se le pidió realizar un exorcismo. Por sus errores de cálculo, la madre de la muchacha en cuestión cometió un pecado mortal al quitarse la vida. Las autoridades eclesiásticas determinaron que el suicidio de esa joven mujer fue resultado directo de su infracción, Brendan: su falta de preparación adecuada y acaso también su falta de fe y resolución. Se decidió que el pecado era de usted, no de ella, y su castigo fue excomu­lgarlo. Puede ser que el dictamen fuera duro, pero influyeron en él sus actitudes pasadas, sus escritos, su reputación y sus acciones como sacerdote disidente. Constantemente estaba usted metido en organizaciones y causas sociales y políticas que la Santa Sede consideraba inapropiadas. Se le advirtió más de una vez. Esos son los hechos. ¿Los impugna?

      —No los impugno. Esos son los hechos, pero la verdad está en otro lado.

      —Ah, ¿sí? ¿Y exactamente cuál es la verdad?

      —Usted me mandó a realizar un rito para el que sabía que no estaba preparado y en el cual tenía sospechas de que yo no creía.

      —¿No cree en la posesión satánica?

      —Creo en la obsesión fundada sobre la avaricia, la lujuria, el odio u otra docena de males humanos. Pero bastante difícil de por sí es lograr que la gente se responsabilice de sus acciones sin darles la posible excusa de que el Diablo los llevó a hacerlo.

      —No es propio de usted mostrarse displicente o irrespetuoso con ideas que otras personas se toman muy en serio, Brendan.

      —Le estoy diciendo la verdad que afirmó querer escuchar. Si piensa que estoy siendo displicente, es que aún no me cono­ce y nunca podrá entender lo que pasó. Lisa Vanderklaven no estaba poseída por demonios: su comportamiento imprevisible era, bajo esas circunstancias, racional y saludable. Tenía una muy buena razón para desobedecer a su padre y huir a cada rato de su casa: el mismo hombre que era amante de su madre y socio cercano de su padre la maltrató salvajemente una y otra vez. Cuando Lisa le habló a su padre del maltrato, se negó a creerle. Henry Vanderklaven prefi­rió creer que a su hija la poseían los demonios, pues aceptar que Werner Pale abusaba sexualmente de ella habría interferido


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