Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso - VV.AA.


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      —A ver, piensa con cuidado, Emma. ¿Notaste algo especial en la bolsa?

      —¡Sí! ¡Ahora que lo pienso, la bolsa tenía impreso el lo­gotipo de A&P!

      El sheriff empujó su sombrero hacia atrás y se rascó los cabellos grises despeinados.

      —Maldita sea, debe de haber una docena de esos supermercados dentro de un radio de ochenta kilómetros desde aquí. Bueno…

      Giró hacia el escritorio y tomó el teléfono.

      —Más vale llamar a las barracas de la tropa. ¿Alguien se fijó en la marca del carro en que se fugaron?

      Las dos mujeres y el gerente menearon la cabeza. Emma habló:

      —Creo, pero ahora no estoy tan segura, que vi a través de la ventana un viejo sedán gris estacionado afuera del banco.

      El sheriff sacudió la cabeza y colgó el teléfono.

      —¿Había alguien más en el banco?

      —No, señor, apenas acabábamos de abrir.

      —¿Por qué tenían todo ese dinero a mano? —preguntó Banes.

      —Mira, Hank… sheriff Banes, usted se acuerda de que una de las razones por las que abrieron la sucursal después de que inauguraron el puente fue para administrar la nó­mina de las dos fábricas al otro lado del río, diecinueve mil quinientos sesenta y ocho dólares cada semana, los miércoles por la mañana. Contamos la nómina los martes por la noche. Además, en el cajón de Emma siempre hay cinco o seis mil dólares al comenzar el día.

      Helen estaba meneando la cabeza.

      —No sé qué pasa en el mundo —dijo—. Nunca hubo un asalto en el pueblo, como ya sabes, Hank. Nosotros…

      De repente el sheriff se acercó al mostrador de la cajera, diciendo con voz exaltada:

      —¡Huellas! ¿Ha tocado alguno de ustedes el mostrador?

      —¡Se me olvidaba! —gritó Emma—. ¡Los dos llevaban guantes de cuero!

      Triste, el sheriff Banes meneó la cabeza.

      —¡Qué maldición! No tenemos nada con qué buscarlos.

      Se dirigió a la ventana, movió la cortina y contempló el cielo oscuro.

      —Tal vez llueva —anunció.

      Después de un momento, se dio vuelta y se sentó en el escritorio mientras rompía el papel con sus notas.

      —No estuvo nada mal. Emma, tienes que llorar con más energía, sobre todo cuando llegue la tropa del estado. Muy buena tu descripción, Helen. Te portaste como una verdadera pueblerina confundida. Tom, también lo hiciste bien, pero tienes que parecer más conmocionado, ya sabes, como si fuera el fin del mundo. Mañana, martes por la noche, haremos un último ensayo y me llevaré los veintiséis mil conmigo. Tengo el escondite perfecto bajo unas tablas en la cárcel municipal. El miércoles me llamas por teléfono tan pronto se abra el banco y no haya clientes. Creo que eso es todo. No olviden que de esto no se habla con nadie. Esperaremos seis o siete meses antes de dividirnos el dinero y diremos que recibimos una pequeña herencia. Tom, ¿qué tal estuve yo?

      —Actuaste perfectamente tu papel de policía provin­ciano, papá.

      RITUAL FUNERARIO

      DOUG ALLYN

      El siguiente relato fue la primera publicación de DOUG ALLYN, y resultó distinguido con el Premio Robert L. Fish para el mejor cuento corto de 1985. Nos presenta a Lupe García, un policía de Detroit que también aparece en The Cheerio Killings y en Motown Underground. Allyn ha escrito más de dos docenas de cuentos para la revista AHMM, con respuestas entusiastas de muchos lectores. Además de su carrera literaria, Allyn y su esposa tocan en una banda de rock llamada The Devil’s Triangle.

      NO TENÍA ASPECTO DE POLICÍA. Con la sudadera manchada y sus zapatos deportivos más bien asemejaba un entrenador escolar de clase C en una temporada de derrotas. Roncaba con suavidad, los pies sobre su caótico escritorio, y llevaba una gorra de los Tigres de Detroit inclinada sobre los ojos. Al dibujante Norman Rockwell le habría encantado la escena. Di unos golpes en el escritorio.

      —¿Sheriff LeClair? Soy el sargento García. Lupe García.

      Uno de los ojos se abrió un momento.

      —Aquí no están.

      —Pero todavía no le he dicho qué es lo que quiero.

      Con precaución me acomodé en una desgastada silla de oficina tapizada con una cobija de rombos, preguntándome por qué razón me molesté en ponerme mi traje bueno.

      —Algoma es un pueblo pequeño…, García, ¿no es cierto? Me encontré una nota al entrar esta mañana, donde me comunicaban que vendría de Detroit a verme un tipo de la Fuerza de Tareas del Crimen Organizado. Supongo que se trata de usted. Y supongo que lo trae el caso de Roland Costa y su hijo, pues ellos constituyen la única razón por la cual se comunican conmigo los de Motown. Cuando necesito que me ayuden con un auto robado o un prófugo, ni siquiera me quieren saludar. De todos modos, no están aquí. Anduvieron en el pueblo hace como dos semanas para enterrar a Charlie, pero desde entonces no los he vuelto a ver.

      —No me sorprende. Nadie los ha vuelto a ver.

      Se echó atrás la gorra de beisbol y me miró por primera vez. Teníamos edades parecidas, pero su kilometraje era mayor que el mío. Sus ojos se hallaban enrojecidos y se veía exhausto.

      —¿Dice usted que están desaparecidos? —preguntó.

      —Hicieron traer a Charlie a Algoma para el funeral —manifesté—. Fue la última vez que se les vio.

      —Así que desaparecidos —dijo el sheriff, encogiendo los hombros—. Algo que resulta bastante común en su oficio, ¿no le parece?

      —¿Usted los vio cuando vinieron?

      —Lo difícil era no verlos. Llegaron en una limusina Lincoln como de media cuadra de largo. Aquí en los pueblos perdidos no se ven muchos carros de ese tipo.

      —¿Viajaba con ellos una mujer?

      —Nada de mujer. Sólo Roland Costa y Rol júnior. Alquila­ron una habitación en la posada Dewdrop el día del funeral y estaban los dos solos. ¿Por qué me pregunta sobre una mujer?

      —Charlie Costa tenía una novia, Cindy Kessel, que ha estado en contacto con la oficina del procurador distrital negociando su inmunidad a cambio de información sobre las operaciones de Charlie. También ella ha desaparecido.

      Soltó un gruñido y se frotó la cara áspera con manos endurecidas por el trabajo. Advertí que en torno a la muñeca derecha llevaba una sencilla pulsera de oro.

      —Mire, mucho me temo que todavía no consigo despertar del todo —explicó—. Una niña pequeña que sufre retraso mental se perdió afuera del Campamento de Algoma. La encontramos hoy al amanecer, en buen estado a grandes rasgos, pero no pude dormir y necesito esperar a que me llame el comandante de la Guardia Nacional para avisarle que no necesitamos sus tropas para la búsqueda. Le recomiendo que se desayune en Tubby’s, al otro lado de la calle, y yo lo alcanzo tan pronto como pueda.

      —Si se quedaron en el motel del pueblo, yo puedo…

      —Mire, García, aquí no es Detroit. Es mi pueblo. Ya le dije que no están aquí, y esa es la verdad. Tal vez se pueda conseguir algún indicio sobre ellos, pero usted es un desconocido y nadie le dirá absolutamente nada, y hasta se les podría olvidar lo que sí saben. Mejor se toma una taza de café y me espera un poco, ¿de acuerdo? Por favor.

      —Bueno, lo esperaré un poco. No tarde demasiado.

      —Si


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